Baztan

Una mañana de septiembre

El verano entraba en su recta final y a lo largo de toda la semana anterior al pase de prensa había estado bromeando sobre “la película vasca” que no iría a ver. Pero, de un día para otro, decidí que esa mañana no iba a tener nada mejor que hacer, así que me acerqué a los Verdi. De paso, visitaría a cierta camarera. De esta manera, por inercia, fui a ver Baztan (Iñaki Elizalde, 2012), sin apenas saber de qué iba, y es que cuando te la juegas de esta manera arbitraria y la película te gusta, el placer tiende a ser mayor. Luego comimos y hablamos sobre Fulci, Ferrara y la corrupción estructural. Esa tarde, para redondear el día, me compré un buen libro, Fugaz como la noche de Jonathan Ames. Creo que la noche de ese día no fue nada del otro mundo. Miento: fue la noche de Pasión de los fuertes (My Darling Clementine, John Ford, 1946) en la Filmoteca.

Baztan pasó como un suspiro por los cines. Tuve que comprobar que realmente se había estrenado antes de ofrecerme a escribir sobre ella en este especial. Me apetecía, y me parecía que era algo que merecía la pena, el dejar constancia de una película que trata sobre eso mismo, sobre la huella que dejan o que no dejan las cosas. La opera prima de Iñaki Elizalde se toma su tiempo para desvelar su mecanismo, que es un juego de muñecas rusas alrededor de un lugar, el valle de Baztan, y su estigma. No sólo eso: también devuelve a varios de los personajes de Vacas (Julio Medem, 2002) a los escenarios en los que se rodó, y lo hace no de cualquier manera sino urdiendo una especie de ritual en el que los actores se interpretan a sí mismos, escenifican y viven al mismo tiempo ese reencuentro como si estuvieran viajando atrás en el tiempo, sin saber a ciencia cierta lo que ocurrirá. ¿Nos aceptará de nuevo ese lugar? ¿Volveremos a aparecer en los encuadres, sin difuminado de ningún tipo? Más viejos, si acaso. La comida y el aire, no obstante, siguen sabiendo bien.

El paisaje y su conflicto irán cobrando nitidez ante nosotros como si estuviéramos montando un puzle. Unas señoras tejen vestidos que luego veremos que son los que se usan en la parte de la película que transcurre en el pasado y que, al mismo tiempo, parten de antiguos grabados obra de algún artesano de la región. Y así, sin que nadie nos lo hubiera advertido, descubrimos que esto es cine dentro del cine, y M. B. y yo, cada vez más a gusto en el interior de aquella sala repleta de críticos, empezamos a sonreír tontamente cada vez que atábamos un cabo o veíamos a Carmelo Gómez haciendo de Carmelo Gómez. M. B. no le perdonó a un personaje de la película que no le regalase una flauta muy especial a la periodista con la que entabla una cálida relación (profesional). A mí no me pareció tan mal. Al fin y al cabo, si la flauta tenía un valor sentimental para el hombre… Y que más da, con lo bien que nos lo pasamos. El pase de prensa era a las doce y no a las diez, no habíamos madrugado, y nos esperaba una liturgia gastronómica que estos últimos meses se ha repetido muchas veces.

En una escena de Mi loco erasmus, el delirante pseudodocumental sobre Barcelona, los erasmus, Dídac Alcaraz y la Nada con el que Carlo Padial se ha estrenado este año en el largo, un productor le dice a Alcaraz que en España sólo se hacen documentales sobre temas sociales, la crisis, la inmigración, las mujeres maltratadas y así ad aeternum. Baztantambién es una película de denuncia histórica que trata la discriminación centenaria del pueblo agote (sobre el que podéis leer aquí) pero comete la temeridad de no tomarnos por oyentes de una conferencia universitaria ni minusvalorar el potencial del medio cinematográfico para transmitir belleza y elocuencia, y honrar la memoria de los lugares, sin recorrer necesariamente a las estrategias de siempre.