Seis apuntes sobre Stephen King y "22/11/63"

“No hay nada como una historia en una noche ventosa cuando la gente ha encontrado un lugar caliente en un mundo frío”

El viento por la cerradura

Stephen King

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A veces nos gusta sentir miedo. Ese puñal que recorre la espalda y nubla el cerebro, esa señal que emana de todo el cuerpo diciendo: “no, no te atrevas a pasar, no atravieses esa puerta”. Es un pavor reptante que se inocula en las venas y comprime los pulmones. Apenas puedes respirar, tienes la boca seca, los ojos desorbitados. El miedo está ahí, lo puedes tocar… unos pasos más y saldrás de dudas… Está oscuro, el suelo es resbaladizo, puedes oler el hedor de la muerte y te das cuenta de que ya no hay marcha atrás. Quizá en el próximo párrafo, en la siguiente frase, el puñal te atraviese con una revelación; una página más y encontrarás la respuesta a todas tus preguntas, se resolverá esa inquietud malsana que te ha invadido desde que empezaste a leer el libro que tienes entre manos. Crear ese estado de excitación ante el horror solo a través de la palabra escrita está al alcance de muy pocos. Y en ese selecto y sombrío sótano en el que residen los Poe, Lovecraft y Matheson, hay uno que sigue fabricando, año tras año, historias capaces de regalar al lector ese inusitado placer masoquista. Lleva casi medio siglo haciéndolo y como le ocurre a todo escritor prolífico, su carrera ha tenido altibajos. Pese a todo, Stephen King sigue siendo el rey.

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Perdóneme señor King, porque le abandoné. Como muchos otros lectores de mi generación, disfrutamos a rabiar con sus historias en nuestra adolescencia, llenó usted nuestra estúpida cabeza de miedos y pesadillas, de escritores vencidos por la locura en algún pueblo perdido de Nueva Inglaterra. ¿Y cómo se lo pagamos?. Con la llegada de la (supuesta) madurez, le abandonamos como a un perro, admitámoslo. Hicimos nuestra esa pose tan esnob de despreciar todo lo que oliera a bestseller, por considerarlo literatura para las masas, libros menores para mentes menores. Qué equivocados estábamos. Me ha costado salir de mi error. Cada cierto tiempo veía en las mesas de novedades de las librerías su nuevo trabajo, el último volumen de la saga de la Torre Oscura o tochos del calibre de Un saco de huesos o La Cúpula. Al leer las contraportadas, trataba de vencer mi absurdo rechazo y en un par de ocasiones casi lo consigo, pero la pereza o la estupidez me lo impedían.  No ha sido hasta este año, tras leer la entusiasta crítica de Rodrigo Fresán sobre 22/11/63 (Plaza & Janés), cuando vencí todos mis prejuicios y me lancé al vacío. Y el resultado ha sido un feliz reencuentro con su prosa, que me ha llevado a releer y descubrir por primera vez buena parte de su obra y, sobre todo, a escribir este artículo que no tiene ni pies ni cabeza, pero sí, espero, algo de corazón.

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22/11/63 es la otra cara de la moneda de La Zona Muerta, esa historia que tan bien supo llevar a su terreno David Cronenberg, y que narraba las desventuras de Johnny Smith, un hombre que, tras sufrir un accidente, descubre que puede ver el futuro de las personas a las que toca. Bajo la premisa «¿Si usted pudiera viajar en el tiempo a 1932 y matar a Hitler, lo haría?», Smith decide acabar con la vida de Greg Stillson, aspirante a la presidencia de EEUU, porque sabe que llevará al país a una guerra nuclear que lo destruirá para siempre.

Al contrario que en La zona muerta, la clave de 22/11/63 está en el pasado. Narrada en primera persona por Jake Epping, un profesor de instituto divorciado que tiene 35 años en 2011, el núcleo de la historia se desarrolla de 1958 a 1963, el tiempo que tiene para salvar la vida de John Fitzgerald Kennedy. ¿Cómo lo hace? Como si de la Alicia de Carroll se tratara, Epping cruza “la madriguera de conejo”, una suerte de portal intertemporal invisible que se encuentra en la despensa de una hamburguesería de barrio. Sin más explicaciones sobre el por qué o el cómo de esa madriguera que conecta un tiempo y otro, lo que sí queda claro son las reglas que afectan al periplo temporal. La madriguera siempre lleva al viajero a la misma hora y la misma fecha, el 9 de septiembre de 1958, por lo que no puede haber saltos hacia atrás y hacia adelante en el tiempo cuando las cosas se ponen feas. El tiempo transcurre de manera normal en 1958, pero, independientemente de la duración del viaje, el viajero sólo habrá desaparecido de 2011 durante dos minutos. La norma más importante, quizá, es que cada visita provoca un reinicio. Es decir, si uno regresa a 2011 y vuelve a pasar por la madriguera, los cambios realizados en la visita anterior se perderán para siempre.

Estas tres reglas clave desempeñan importantes —y a veces devastadores— papeles a lo largo de toda la novela. Para hacer las cosas más difíciles a Jake, el pasado se convierte en un ser sensible que tiende a armonizar consigo mismo. Lo que significa que, cuando Jake comienza a moverse a través de la Tierra de Antaño, como él la llama, empezamos a ver conexiones entre los personajes, de otra manera no relacionados entre sí. Nombres similares y rostros parecidos reaparecen una y otra vez en la historia y establecen un diálogo que se convierte en ritmo, puntúa la narración y nos dirige a ese sentido de la armonía: todo debe encajar para que nada cambie. “El pasado es obstinado”, advierte Epping. Se resiste una y otra vez a ser modificado. Y cuánto mayor sea el cambio que se pretende realizar, más obstinado se mostrará. Así que el enemigo del protagonista no es solo Lee Harvey Oswald, al que espía para saber si forma parte de una conspiración o actúa en solitario, sino el propio Tiempo. De esa tensión entre el agente del cambio y la tenacidad del pasado surgen algunos de los mejores momentos de una novela que sostiene que el universo es implacable, que las cosas ocurren sin razón aparente. Y que lo único que puede salvar al mundo es el amor, una y otra vez.

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Mientras King me mantenía fascinado en la Tierra de Antaño, ese lugar en el que todo huele a humo de tabaco, la fruta es más sabrosa y los jóvenes bailan el du-wop, empecé a repasar las películas que han abordado en los últimos años los viajes en el tiempo. Y resulta que la novela de la que hablamos dialoga directamente con varias de ellas. Déjà Vu (Tony Scott, 2006), como bien explicaba Diego Salgado, parte de la misma premisa —volver al pasado para evitar una desgracia, en este caso la muerte de 500 personas— para derivar en una sublimada y trágica historia de amor. Primer (Shane Carruth, 2004), pese a su hermetismo, también guarda una semejanza con 22/11/63: el uso de la máquina del tiempo que inventan Abe y Aaron puede producir consecuencias inesperadas y dramáticas, que en el caso de la novela se explican en uno de los últimos capítulos, con el presente convertido en una apocalíptica distopía. En ese endiablado laberinto que es Código Fuente (Source Code, Duncan Jones, 2011), el héroe lo es a su pesar y se ve obligado a repetir acciones, a actuar sabiendo exactamente lo que va a ocurrir. Epping también utiliza a su favor algunos eventos de los que tiene constancia previa, ya sea para ganar dinero en las apuestas o para hablar de los Rolling Stones con conocimiento de causa. Son muchas más las referencias e interconexiones, pero tampoco pretendo ser exhaustivo.

Para cerrar el paralelismo con el cine, aparte de la inabarcable lista de adaptaciones de sus obras (lo suyo es de récord y tiene unas cuantas a punto de ver la luz), Jake Epping, o George Amberson como se hace llamar en el pasado, podría ser uno de esos americanos medios que el perverso Hitchcock ponía en situaciones más allá de su control. Un James Stewart de la vida, un don nadie enfrentado a sus propios miedos, capaz de sacar fuerzas de flaqueza cuando es llevado hasta el límite. Bravo por él.

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Volvamos a 22/11/63. Hemos quedado en que no es una novela de terror. Sin embargo, hay en ella ciertos elementos que King parece incapaz de evitar. “Algo genético”, lo llama él en Mientras escribo, esa mezcla de memorias y curso de escritura, de lectura imprescindible para todo aquel que quiera adentrarse en su universo. Es un ímpetu que le empuja siempre hacia el mismo territorio: la creación de esa sensación turbadora y desasosegante que casi siempre asocia con lugares o personas. King ha explorado en la ficción todos los rincones, reales o imaginarios, del estado de Maine, y en 22/11/63, ese lugar del que emana el Mal es Derry (y, posteriormente, Dallas). “Algo andaba mal en esa ciudad, y creo que lo supe desde el primer momento”, cuenta Jake Epping nada más llegar al entorno en el que se desarrolla el primer tercio de la novela. King insiste una y otra vez en las impresiones que le produce ese lugar al protagonista. Procede de manera directa, (“Derry me provocaba sentimientos de agria desconfianza, la sensación de violencia apenas contenida”), mediante el humor, (“El centro de Derry solo parecía marginalmente más encantador que una fulana muerta en el banco de una iglesia”) o con metáforas (“En Derry, la realidad es una fina capa de hielo en la superficie de un profundo lago de agua oscura”).

Los más fieles lectores de King saben que al maestro le encanta cruzar elementos de sus novelas. Y resulta que Derry es el mismo lugar en el que se desarrollaba It, y que algunos personajes de aquella historia se dejan caer por las páginas de 22/11/63. Pero, aparte de ellos, lo que se percibe tras cada línea de los capítulos dedicados a Derry es la sombra de ese monstruo que tomaba la forma del payaso Pennywise, y el persistente rechazo de los habitantes de la ciudad ante forasteros como nuestro atribulado protagonista.

El otro elemento terrorífico de la novela es el que mejor maneja King, con toda probabilidad el secreto que le ha convertido en el millonario escritor que es hoy en día. En su vasta obra, el verdadero horror no suele provenir de monstruos o encuentros con lo paranormal, sino de la propia psique humana. Es algo que está muy presente en Carrie, El resplandor, La mitad oscura La historia de Lisey y otra decena de novelas y relatos cortos de King, quizá aquellos en los que más y mejor brilla su dominio narrativo. Aquí el rastro de lo terrorífico y su aroma putrefacto se puede percibir en la mente perturbada del marido de Sadie Dunhill, la torpe y espigada bibliotecaria que se enamora del hombre del futuro. Es un tema recurrente en King, el del maltrato a la mujer, aquí expuesto en toda su irracional crudeza. El rostro y la autoestima de Sadie quedan marcados para siempre por la locura asesina de su marido, John Clayton, en lo que supone, además de una crítica a la América más asquerosamente puritana, uno de los horrores más reales de los que ha creado King en toda su dilatada carrera.

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Ese escritor y lector compulsivo con aspecto de haber salido de una de sus historias, al que Harold Bloom calificó como “un autor de folletines baratos”, lleva consigo los estigmas de su prolijidad y sus millonarias cifras de ventas. Es insultante, tanto para King como para sus lectores, el rechazo sistemático de la crítica literaria hacia su obra. Como si no fuera posible, desde la perspectiva de un lector desprejuiciado, tener en la mesilla lo último de Cormac McCarthy o la reedición de la primera novela de David Foster Wallace, por nombrar a dos escritores americanos encumbrados por la crítica, y un libro de relatos de Stephen King. Esos mismos que piensan que en las páginas de Carrie, Cementerio de animales o La mitad oscura no hay más que descripciones pueriles, sustos baratos o reflexiones insustanciales sobre el género humano, deberían releer gran parte de la obra de King y rendirse a la evidencia: es uno de los mejores narradores norteamericanos de los últimos 40 años, por más que en alguna ocasión se haya dejado el talento en su retorcida cabeza.

Querido lector, no les hagas ni caso. Si todavía te resistes a su influjo, si crees que King “solo es un autor de terror”, piérdete un rato en las páginas de La larga marcha, Christine o Apocalipsis, date un paseo por Castle Rock o acompaña a Ronald Deschain por las desoladas praderas de las Tierras Baldías y descubrirás lo mucho que puedes disfrutar pasándolo mal. Tras el miedo inicial, después de sentir el puñal rasgando tu carne, descubrirás que quieres más. Ya nada podrá saciar tu sed, solo un poco más de King.

Larga vida al Rey.