Martes antes de navidad (Nightmare Before Christmas, 2013)
Ayer tuvimos en el piso una situación muy parecida a otra de Gente en sitios (la que acontece entre Tristán Ulloa y Maribel Verdú), una radiografía de la sociedad en clave de absurdo que da más en el clavo de lo que puede parecer si pensamos en que esas cosas no pueden suceder de verdad. Llamó a la puerta el vecino de abajo diciendo que hacíamos mucho ruido e inmediatamente le pedimos disculpas y le dijimos que quitábamos música, bajábamos volumen de voz y que íbamos a bajar a la calle a continuación. Sin embargo, esto pareció decepcionarle, como si esperase vehementemente una acalorada discusión que terminase a golpes o avisando a la policía. La gente está muy loca.
We are What We Are, de Jim Mickle (EE.UU., 2013)
Remake confeso de la película mexicana que se vio en este mismo festival en la edición de 2010, según me cuentan (yo no llegué a verla) solo toma de aquella el punto de partida y poco más, algo que tiene bastante sentido dada la corta distancia temporal entre ambas. Se puede hablar de canibalismo con sentido del humor, y la prueba nos la ha dado Eli Roth y su The Green Inferno. Pero esto es otra cosa, es una historia de tradición y religión, en la que dos hermanas, tras la muerte de su madre y la consecuente herencia de ciertas desagradables responsabilidades, empiezan a renegar de la primera bajo el temor a la segunda, representada por la autoritaria figura paterna (Bill Sage). A partir de ahí, las salidas de tono del drama son para entrar en el terreno de lo malsano: por ejemplo, el coitus interruptus de Iris con el ayudante de policía, o la comida familiar con reminiscencias shakespearianas que sirve de desenlace. Jim Mickle, autor de las interesantes Mulberry Street y Stake Land cocina un relato perturbador y sobre todo muy crudo, como hay que tomar la carne si se quiere apreciar mejor su sabor.
L’étrange couleur des larmes de ton corps, de Hélène Cattet y Bruno Forzani
Es fácil que esta película descoloque a la gente (numerosas fueron las huidas de la sala), también lo es decir que esta pareja de directores belgas van a terminar haciendo siempre lo mismo. Pero es complicado que esta película disguste de algún modo a los que disfrutaron con Amer —Ratifican con ella algo que se veía claro en su primer trabajo, son unos autores cien por cien personales con todas sus consecuencias: sería como decir que te aburre Ride the Lightning (Metallica, 1984) porque te recuerda a Kill’em All (Metallica, 1983) o que no disfrutas contemplando La persistencia de la memoria (Salvador Dalí, 1931) porque se parece mucho a El gran masturbador (Salvador Dalí, 1929)—. L’etrange couleur des larmes de ton corps es técnicamente igual de prodigiosa que su primera película, desde el brutal empleo del sonido (con fines desasosegantes o incluso con intención de irritar en algunos momentos) o un montaje brillante en el que el uso de la pantalla dividida es para quitarse el sombrero al margen de que está empleado con bastante inteligencia (el asesinato del detective es perfecto a este respecto, más allá de su simetría y de su coherencia formal) y su peculiar fotografía con esa debilidad por verdes, rojos y azules. Aun así, narrativamente hablando es completamente diferente. Por un lado la historia que nos cuentan en esta ocasión está más desestructurada (por su alambicado montaje y porque prácticamente todas y cada una de las secuencias se hallan a medio camino entre lo onírico y lo alucinatorio), y por otro el argumento es mucho más complejo, la simplicidad de Amer (tres momentos de la vida de una mujer, convertidos en monumentos visuales y sonoros) se complica en un thriller psicológico que podría haber firmado Hitchcock, aunque por supuesto lo habría rodado de una forma completamente diferente.
Sergio Vargas
Nobody’s Daughter Haewon, de Hong Sang-soo (Corea del Sur, 2013)
Cada vez más modesto formalmente, el cine de Hong Sang-soo se ha convertido en un continuo juego de repeticiones y pequeñas variaciones sobre un mismo tema. A estas alturas, probablemente pocos directores hayan conseguido encontrar mejor el sentido a la esquina de una calle o a la puerta de un bar que Hong. Al fin y al cabo, sus películas nos recuerdan hasta qué punto nos movemos por los mismos lugares, cómo nuestras vidas se concentran y acomodan, en lo emocional y en lo rutinario, en dos o tres sitios. Haewon, la protagonista de su película, no deja de recorrer los mismos lugares, las mismas conversaciones banales o los mismos sorbos de alcohol que bebe con los ojos bien cerrados. Y, sin embargo, cada pequeña variación introducida por Hong le confiere un matiz, entre severo y dramático, a esa veinteañera cuya rutina nunca se detiene. A cada rato, la repetición va restando elementos del paisaje de Haewon: si el primero en desaparecer es su aspiración de futuro (en una estrambótica escena junto a Jane Birkin), a continuación es su madre quien la abandona para marchar a otro país y, por último, es ella misma quien decide poner un punto, final o seguido, sobre la relación intermitente con su amante. Habituado a rodar miniaturas sobre las relaciones personales, Hong ha pulido una de esas virtudes que no tienen todos los cineastas: conseguir, incluso en el tedio de la rutina y los tiempos vacíos, que sus personajes nunca dejen de crecer. Algo así como la sensación que tenemos al volver a pasar por el mismo sitio de cada mañana y sentir que, esta vez sí, nos hemos hecho viejos.
El desierto de los tártaros, de Valerio Zurlini (1976)
Tarde o temprano, a Valerio Zurlini se le reconocerá su talento a la hora de tomar algunas de las mejores novelas italianas de la primera mitad del Siglo XX y trasladarlas al cine. El desierto de los tártaros, de Dino Buzzati, es tal vez la gran obra sobre la postergación de la esperanza, sobre la gloria de la aventura que termina engullida por el tiempo. Protagonizada por un grupo de militares abandonados en una fortaleza en mitad del desierto, Buzzati convocaba las obsesiones de Kafka y el espíritu burlón de Italo Calvino para reflejar el otoño de un héroe atragantado por la angustia del vacío, resignado a desaparecer sin probar el sabor de la aventura. En su película, Zurlini prefirió dotar a sus personajes de un aire más severo, prisioneros de una esperanza que nunca se cumple en ese desierto inabarcable. Marcados por la burocracia interna que no quiere que nadie escape de la fortaleza militar -una paradoja como la de aquel personaje kafkiano que no podía entrar al castillo-, los personajes consumen sus vidas mientras aguardan una señal, débil, de la guerra que está por venir. Si bien la novela de Buzzati abarca más de treinta años de historia, Zurlini elimina pasajes y condensa ese sentimiento de envejecer en el rostro cada vez más ajado del actor Jacques Perrin, el Giovanni Drogo que asume con melancolía la juventud que le ha robado el tiempo. Una tristeza que Zurlini plasma en las imágenes sensuales del desierto surcado de pequeños puntos y luces, tras la promesa borrosa de una aventura que nos obliga a esperar mientras el tiempo pasa.
Óscar Brox