New World (Sinsegye, Park Hoon-jung)
A veces me acuerdo de aquellos tiempos, cada día más remotos, en que esperábamos con impaciente expectación la llegada a nuestras pantallas —o, más habitualmente, a las redes P2P— del nuevo thriller coreano que reventaría códigos y reinventaría fórmulas con una mezcla de frescura narrativa y ferocidad revolucionaria. Y es verdad que, durante unos cuantos años, fuimos testigos de una buena racha, nueva ola o como quiera llamarlo cualquiera desde sus filias o fobias críticas; un aluvión de productos a veces sensacionales y a veces un poquito menos que eso, inflamados —no nos avergoncemos de asumirlo ahora— por nuestro entusiasmo desmedido y cierto «orientalismo» que erigía vencedora a la cinematografía coreana frente a otros «cines del mundo» —ay, qué expresión— en un claro caso de discriminación positiva crítica. Esa impaciencia pretérita hoy se trocado, al menos para un servidor, en la mayor de las perezas, con un puñado de insignes excepciones. Algo que comprenderéis si pensáis en los ejemplos que nos dejan las recientes El hombre sin pasado (Ajeossi, Lee Jeong-beom, 2010) y Nameless Gangster (Bumchoiwaui junjaen, Yun Jong-bin, 2012), tan lustrosas y pulcras en la superficie como clónicas y mecánicas en su ejecución. La organización del Festival parece conservar una fe inquebrantable en los valores y cualidades de cualquier cosa parida desde el país asiático. De vez en cuando, hay que decirlo, suena la flauta y los espectadores lo agradecemos. New World, dirigida y escrita por Park Hoon-jung —autor de los libretos de la magistral Encontré al Diablo (Akmareul boattda, Kim Ji-woon, 2010) y de la rescatable The Unjust (Bu-dang-geo-rae, Ryoo Seung-wan, 2010)—, pone en imágenes con muy notable solvencia una trama que discurre por terrenos archiconocidos: la historia del policía infiltrado que se ve sometido a un conflicto de lealtades. Sin embargo, el muy talentoso cineasta/guionista, sortea cualquier atisbo de cinismo, dando una interesante vuelta de tuerca a las encrucijadas identitarias que suelen proponer este tipo de relatos. Al final, nos dice el filme, nuestro bando está donde está nuestro corazón. Y eso es lo último y lo único que jamás deberíamos traicionar. Por lo demás, fluyen bastante bien las más de dos horas de engaños y traiciones, los escasos estallidos de violencia mantienen su capacidad de asombro —especialmente esa sangrienta danza de puñales en el ascensor—, el suspense se desarrolla en un loable crescendo y las estrellas Lee Jeong-jae, Choi Min-sik y Jeong-Min Hwang funcionan modélicamente como soporte expresivo de un trabajo tan notablemente realizado como conceptualizado.
Blackfish (Gabriela Cowperthwaite)
La veterana en el terreno del documental Gabriela Cowperthwaite se marcado con Blackfish uno de esos filmes sobre nuestra relación con la naturaleza que Werner Herzog debería ver quizás con una bolsa de papel bajo el asiento. Si bien la denuncia contra el mantenimiento de orcas en cautividad —ciñéndose a la historia Tilikum, que ha causado tres muertes y un puñado de accidentes en el SeaWorld de Orlando a lo largo de las últimas décadas— es inapelable, el conjunto resulta buenista y le falta mordiente a la hora de radiografiar las relaciones que se establecen entre los humanos y las fieras. Además, se trata del tipo de trabajo que se limita a denunciar una serie de situaciones concretas, impidiendo que el discurso rebase los límites de lo expuesto. Pero, y aunque Blackfish tire, al final, por el más ingenuo optimismo, de sus entrañas aflora otra película bien distinta, hecha de retazos de horror, exenta de artificios gracias a una excelente compilación de material de archivo donde el hombre es arrollado por una naturaleza de ferocidad absurda, imposible de comprender desde nuestras coordenadas racionales y emocionales. Que las almas bienpensantes se resguarden en el mensaje esperanzador, los espectadores perturbados nos quedamos con esa mirada de soslayo al abismo que late en su interior.
Rewind This! (Josh Johnson)
John Carpenter y Panos Cosmatos (Beyond the Black Rainbow) son dos de los nombres que se hallan tras la producción de este documental, que pega un buen repaso a la historia del VHS —desde los efectos que el nuevo formato tuvo para la industria como la manera en que trastocó nuestra forma entender el «consumo» audiovisual— a través de las voces de cineastas como Atom Egoyan, Mamoru Oshii, Jason Eisener, Frank Henelotter o el inefable David «The Rock» Nelson, a los que se suman figuras varias relacionadas con la industria del cine y unos cuantos coleccionistas obsesivos en cuyos jardines sería mejor no excavar. El producto cuenta a su favor con una cierta valía historiográfica y con un abultado y simpático anecdotario, pero al final lo que predomina es una nostalgia acrítica que bordea la estulticia, un desfile de frikis reivindicando las glorias del VHS con argumentos de dudoso peso. Sin embargo, entre tanto dislate, nos encontramos con un ataque a la industria cultural actual muy a tener en cuenta. Y es que, con la desmaterialización de los productos culturales, nuestra propiedad sobre los mismos se vuelve progresivamente más difusa y emerge el peligro del monopolio corporativo en torno a la libertad que tenemos —o dejamos de tener— para acceder a dichos materiales. La utopía de la Web 2.0 y de la cultura libre se han evaporado ante nosotros, dejando a la vista un intrincado entramado de trucos y trampas.
Evangelion 3.0: You Can (Not) Redo (Hideaki Anno, 2012)
Evangelion 2.0: You Can (Not) Advance es una de las experiencias más sugestivas, emocionantes y abrumadoras que desde mi punto de vista ha dado el anime actual. Con ella, Hideaki Anno —responsable tanto del anime como del manga Neon Genesis Evangelion— dejaba clarísimo que la tetralogía Rebuild of Evangelion no pretende realizar un remake sintético fiel a la serie, sino proceder a una reescritura —visual y narrativa— del inabarcable universo creativo del autor. Pero si la entrega anterior se desviaba acompasadamente de la línea argumental que los fans conocen de memoria y cuyos episodios recrean obsesiva e incansablemente en sonrojantes performances, el filme que nos ocupa pega un volantazo, se sale de la carretera principal y, a riesgo de volcar, se interna en un camino pedregoso e irregular hacia tierras ignotas. Anno pega un brinco temporal de catorce años, rompiendo definitivamente con el itinerario del anime —y cabreando a los seguidores más nostálgicos— con el fin de actualizar sus formas por medio de un reciclaje de sus elementos constituyentes. Porque ahí están, nuevamente, la peculiar historia de amistad entre Kaworu y Shinji, el incomprendido romanticismo de Gendo Ikari, el Plan de Complementación Humana, etc. Sin embargo, el protagonista, sumido en ese estupor paralizante, en esa incapacidad de trazar un relato coherente de su identidad y de sus acciones, en ese abocar el mundo al desastre intentando deshacer el traumático pasado, se nos antoja un héroe dolorosamente contemporáneo. La compacta complejidad conceptual —marca de la casa— y la narración anticlimática tras el épico subidón con el que culminaba Evangelion 2.0 terminan por ahogarnos de desconcierto. Es, por ello, un filme que hace casi obligatoria una o varias revisiones. Mucho nos queda para reflexionar mientras esperamos que llegue el cuarto y último episodio de este audaz falso remake.
Hell Baby (Robert Ben Garant, Thomas Lennon)
Da la sensación de que Hell Baby, en su sátira a las películas de posesiones diabólicas, tiene la pretensión de cuestionar las tradiciones narrativas del género y señalar la desactivación del carácter revulsivo de un fantástico en permanente peligro de atrofia, siguiendo la estela de obras como El último exorcismo, Tucker y Dale contra el mal o La cabaña en el bosque. Sin embargo, la película de Robert Ben Garant y Thomas Lennon se antoja una versión arrogante y algo pedantorra de las Scary Movie, con unos gags —solo eficaces en contadas ocasiones— cuyo retorcido absurdo y su búsqueda de la efectividad en la reiteración nos remite a los propios ZAZ. Un matrimonio, a la espera de mellizos, se muda a una casa emplezada en un decadente barrio de Louisiana. El mismísimo Satanás habita entre las paredes del no tan dulce hogar, poseyendo pronto a la embarazada y propiciando la aparición de una serie de estrafalarios personajes que parecen obra de un Quentin Dupieux poco inspirado. Para colmo, se suceden trasnochados intentos de incorrección política —humor racista, sátiras religiosas, burlas al esnobismo de la clase media americana más ligada al mundo académico— incapaces de trascender la gracieta en sí. Y es que, en fin, incluso la supuestamente acerada parodia genérica —plena en guiños— no dista mucho de los comentarios que haría una abuela que se topara casualmente, por ejemplo, con Expediente Warren.
Frankenstein’s Army (Richard Raaphorst)
Este insólito y disparatado primer largometraje de Richard Raaphorst llega tras un puñado de cortos y una destacable trayectoria, iniciada a finales de los 90, como artista conceptual y responsable de storyboards en películas como Beyond Re-Animator, Frágiles o El libro negro. El prolífico matrimonio entre el género fantástico y el found footage no siempre ha resultado tan estimulante como uno desearía, pero lo cierto es que esta Frankenstein’s Army, junto al cortometraje A Ride in the Park de Eduardo Sánchez —incluido en V/H/S 2, película proyectada durante esta edición del certamen—, son de lo mejor que ha nacido recientemente a la sombra de este formato. Raaphorst entiende lo agotada que está la fórmula que pone al cine de metraje encontrado al servicio de una recreación hiperrealista de los entornos, abogando por una estilización extrema, por la desnaturalización mediante el esteticismo, por la creación de un mundo con un aura de fantasía soñada o jugada en una videoconsola, como si se tratara de un cruce entre el steampunk de Bioshock y un delirio con nazis de por medio a lo Wolfenstein. Un punto de encuentro, al fin y al cabo, entre la tradición genérica y la vanguardia del audiovisual popular. Por otro lado, el realizador presta especial atención al concepto de imagen como instrumento de dominación: quienes creen tener un poder ilimitado sobre el relato —o sobre la Historia— porque pueden manipular el dispositivo que construye la diégesis no cuentan con el carácter a menudo indomesticable de las imágenes. Al margen de consideraciones formales, no podemos dejar de aplaudir lo plenamente disfrutables que son los noventa minutos de la cinta gracias a unas muy notables dotes para el storytelling, unos interiores de malsana ambientación y un diseño de criaturas —a cargo del propio Raaphorst— de una belleza sombría y desbordante. Asimismo, no conviene ignorar algunos apuntes interesantísimos acerca de lo que representó el fin de la Segunda Guerra Mundial —y con ella, de los grandes proyectos ideológicos. Basta recordar la secuencia en que el nieto de Victor Frankenstein trata, en su enajenación, de «coser» los pedazos de un mundo definitivamente desmembrado…
Battle of the Damned (Christopher Hatton)
La segunda producción de Christopher Hatton, director de la atroz Robotropolis, cae definitivamente del lado de los guilty pleasures: corporaciones malévolas, zombies, robots japoneses ¡y Dolph Lundgren, tan lacónico y zurrador como siempre! Basura de bajísimo presupuesto esculpida a cincelazo grueso que, no obstante, funciona porque sus responsables trabajan vigorosamente en que, pese a la falta de grandes ambiciones del producto, este no resulte una chapuza amateur. Un esfuerzo que podemos apreciar en su digna puesta en escena y en lo mucho que se toma en serio a sí mismo el filme pese a las limitaciones de su factura. Battle of the Damned es elemental, en efecto, pero no se le da mal dentro de esos límites, en parte gracias a una simpática mala leche y a un fuerte escepticismo hacia cualquier conjunto de principios que no sean los propios. Algo que no solo se refleja en los abundantes chascarrillos, sino en un pesimismo del que no se salva ni la familia, reflejada doblemente como una institución cruel incapaz de responsabilizarse de nuestra educación sentimental y como una cuasi secta más preocupada por mantener un orden aparente que por el auténtico bienestar de sus integrantes. Estos son los méritos de una película pequeña, que no pasará a la historia, pero que lo tiene fácil para despertar nuestra simpatía por su irreprochable y entregada honestidad.
Ignacio P. Rico
Haunter (Vincenzo Natali)
Conocimos a Vincenzo Natali con Cube (íd., 1997), una cautivadora historia de un grupo de personas que se encontraban, sin saber cómo ni porqué, en el interior de una construcción metálica en la que sólo podían avanzar de una sala (cúbica) a otra, sorteando numerosas trampas, algo así como un claustrofóbico y sintético Lost años antes de Lost… Haunter parte también de una premisa altamente atractiva. Lis, perpleja, vive (es un decir), un día que se repite, sin variaciones, constantemente, en su casa, en compañía de sus padres y hermano… sólo que no vive, han muerto y ella es la única que lo comprende. Durante la media hora inicial Natali presenta con habilidad este tétrico Dia de la Marmota que se inicia y acaba siempre siguiendo las mismas pautas para, a medida que avanza el relato, ir introduciendo variaciones que alertan a Lisa. Natali nos hace caer en la trampa y nos mantiene atentos en ella con una planificación y un montaje tan adecuados como sucintos consiguiendo una primera mitad de la cinta tan original como destacada. En su segunda mitad, tenderá a argumentos más conocidos, de idas y venidas un tanto gratuitas y con demasiados ecos de un subgénero, la casa encantada, al que el cambio del punto de vista (la mirada del fantasma) no basta para redimir.
The Dirties (Matt Johnson)
Uno de los problemas de los festivales no es topar con películas de mala calidad sino perderse, en la avalancha de títulos, algunas de las propuestas más interesantes. Es el caso de esta producción de Kevin Smith en torno al proyecto cinematográfico de dos alumnos de instituto que han sufrido acoso escolar. Owen y Matt (Matt Johnson, escritor, productor, editor, director y también actor que interpreta a un personaje llamado Matt Johnson) son dos buenos amigos que deciden efectuar una catarsis de sus cuitas mediante un remedo del thriller setentero a lo Starsky y Hutch, de fabricación casera (prácticamente una “suecada” al estilo Jack Black – Gondry) y en el que reflejan la maldad de los acosadores como si de una banda de gangster se trate y a la que eliminan. The Dirties alterna sabiamente, y con sencillez (y nos remite de nuevo a Gondry, en este caso a The We and The I, 2012) la elaboración del video, los planteamientos de realización y cómo su objetivo responde, específicamente, a las obsesiones y traumas de Matt. De modo inteligente se nos permite ver cómo el alumno maltratado se va aislando de su amigo del alma, desarrolla rasgos paranoides y, finalmente, asume la personalidad violenta de los justicieros, haciendo alarde de la misma. The Dirties es muy superior a muchas de las obras presentadas en Sitges y, sin duda, merecía mejor suerte en su acogida, por la frescura de su acabado pero también por la serenidad con que presenta el conflicto y su resolución, alejándose de dramatismos inútiles.
Prince Avalanche (David Gordon Green)
Una peli llena de presencias pero sin fantasmas… ¿o llena de ellos sin que unos u otros los sepamos? Prince Avalanche, lejos de ser la violenta historia que cabría esperar de su punto de partida (dos operarios de caracteres contrapuestos pintan las líneas en la carretera que surca un solitario bosque arrasado por el fuego el año anterior), se desliza suavemente entre la naturaleza maltrecha como para poner en evidencia que todo sigue adelante por poco que se desee. Lance y Alvin (Emile Hisrsch y Paul Rudd en dos composiciones memorables) están relacionados casi azarosamente por la relación del segundo con la hermana del primero. Nada más. El ardor sexual juvenil enfrentado a una buscada madurez que se entiende como reposo, fidelidad y lealtad. Desde la primera secuencia el enfrentamiento entre ambos no requiere de palabras y es consustancial a la naturaleza de ambos, siendo recogido en una puesta en escena tan precisa como adecuada al entorno de desolación. Apoyado por una mínima anécdota, Gordon Green nos presenta la evolución de esta relación en un ámbito de honestidad entre ambos y el desarrollo, inesperado, de una amistad. Una buena película sobre cómo se construyen las relaciones humanas.
The Congress (Ari Folman)
Si el año anterior Holy motors (Leos Carax, 2012) fue la auténtica sensación del festival (en todos los sentidos), podría considerarse a The Congress como su equivalente. Sin embargo ambas siguen direcciones opuestas. Mientras la obra de Carax era la celebración de la creatividad, fuera como autor o como actor, la glorificación de la narración, la obra de Folman, basada parcialmente en El congreso de Futurologia de Stanislav Lem (1971), se orienta más bien hacia la elegía. Folman opta por una apuesta rompedora, dividiendo la película en dos partes tan diferentes como coherentes en su objetivo final. En su primera mitad la actriz Robin Wright recibe una oferta que no puede rechazar. Si vende cuerpo y alma al mejor postor no deberá trabajar nunca más y será eternamente alabada. Wright cederá ante tan fáustica oferta tanto por un problema familiar como por la insistencia de su manager, Harvey Keitel, en una de las escenas más emotivas vistas últimamente. En su segunda mitad, años más tarde, Wright asistirá a un congreso de futurología dónde “sus” películas son el cebo para comercializar un nuevo producto. Una esencia que, inhalada, permite identificarse con la persona, el objeto o la acción que la originaron. Folman desarrolla un mundo distópico, recurriendo al uso de dibujos animados que mezclan la psicodelia y los Looney Tunes entre muchas otras referencias. Emparentada en tono y en dispersión con las obras de Terry Gilliam (de Brazil a The Zero Theorem), The Congress habla sobre la pérdida de sentido de nuestras vidas, sobre la pérdida de identidad y sobre la necesidad de mantener la dignidad en un entorno cada vez más hostil. Podría valorarse como un despropósito pero es una obra consistente, de riesgos asumidos y largo alcance. A ver más de una ocasión.
Only Lovers Left Alive (Jim Jarmusch)
Y si Folman reivindica la dignidad, los modos de perderla y sus consecuencias, Jarmusch presenta unos personajes que la mantienen a través de los siglos. Y estos vampiros no sobreviven sólo gracias a la sangre sino gracias al arte y el amor. Precisan sangre que obtiene elegantemente de mercaderes peculiares pero, sobre todo, necesitan el arte como motivación para sobrevivir. Como en Byzantium (Neil Jordan, 2013) y como en Kiss of the Damned (Xan Cassavettes, 2013), ambas vistas en el festival, los lazos familiares pondrán en peligro su existencia pero mantenerse fieles a sí mismos y uno al otro les permitirá tirar adelante, tal vez, unos siglos más. Jarmusch, como siempre, no desarrolla una historia sino una anécdota y en su peculiar estilo, salpimentado de referencias culteranas (que van de los modelos de guitarra eléctrica a los personajes de James Joyce) y gag sutiles (del uso de nombres de médicos como Caligari o Watson a la presencia de Christopher Marlowe, autor “auténtico” de las obras isabelinas llamadas, por ejemplo, La tempestad o El rey Lear). Cuatro años después de Los límites del control (2009) Jarmusch obvia la abstracción y se centra en dos personajes, amantes desde hace siglos, quienes, pese a sus limitaciones, pueden desarrollar una vida mucho más rica que el resto del mundo, a quienes definen como zombies. Delicada, fluida, Only Lovers Left Alive permite apreciar cómo la puesta en escena de Jarmusch, anodina en apariencia, tiene la capacidad de captar simultáneamente el ambiente decadente de dos ciudades aparentemente diversas (Tánger y Detroit) y el modo en que dos personajes mantienen su dignidad y una historia de amor tal vez eterno. Evidentemente estas líneas son harto insuficientes para una correcta apreciación de una obra de tal magnitud.
Antoni Peris