Eviscera mis vergüenzas. O la adolescencia en el cine hoy

¿Cómo hablar de la representación de la adolescencia en lo audiovisual? Dado su permeabilidad como temática tenemos demasiada tela que cortar, por su tradición en la bildungsroman necesitaríamos salirnos hacia lo literario en exceso y por su extensión en lo que respecta al cine resulta imposible, en una brevedad agradable para el espacio que nos ocupa, poder hablar de cuanto deberíamos. Es lógico. La adolescencia es un tema universal, que afecta en mayor o menor medida a todo hombre o mujer vivo de cualquier época del mundo. Es un tema que no puede obviarse. Lo cual no excluye que cualquier acercamiento que no sea desde nuestro tiempo, requerirá un esfuerzo añadido de contextualización que resulta difícil de crear: de fortuna, otro problema añadido. La necesidad de escoger un periodo muy concreto, del 2007-2008 en adelante, en un medio específico, el cine, tiene algo de caprichoso y mucho de coyuntural. Hay un cambio en esa época. También hubiera sido interesante ver la transformación que ocurriría en las series por aquella época, pero la crisis fue un caldo de cultivo, incluso aunque no fuera consciente, apasionante para retratar la adolescencia: cuando todo se viene abajo, ¿cómo no pensar, para regocijarse o para acusar, a los que tendrán que lidiar con las consecuencias?

El retrato es incompleto como incompleto es todo retrato. No podría ser de otra forma. Eso no excluye para que el análisis de la cuestión que aquí hacemos, que empezará según acabe esta breve introducción, no sea un intento de dar una tesis al respecto de como ha representado el cine la adolescencia, con sus contradicciones y coincidencias; hay subtexto, siempre lo hay, incluso cuando éste se pretende ausente. Como para empezar, hay que empezar por algún lado, empecemos por la base del discurso: hablamos de Project X (íd., Nima Nourizadeh, 2012).

A diferencia de la mirada clásica que hace el cine hacia la adolescencia, mirada normativa nacida de la sospecha hacia aquello que aún no es adulto y por ello fruto probable de disrupción y tampoco niño y por ello ya no objeto de adoctrinamiento mercantil, en Project X destaca que sus protagonistas no son, de facto, populares triunfadores: son losers, mal considerados geeks, que tienen más de rareza patosa, patanes amados y por amar como los de Chronicle (íd., Josh Trank, 2012), paradigma de Lo Adolescente en muchos sentidos, no sólo por su tratamiento cinematográfico, sino también por el mitológico—, que con las alucinadas fantasías masturbatorias de los enfant terribles del trash, o el glamour mal entendido. Hablar de Project X es hablar del intento más disparatado, por disparatado certero, de caracterizar lo que supone, en un sentido alegórico, una adolescencia plena, ideal, en tanto construida, y no recibida, a medida. Es un espejo de fantasía donde los deseos se hacen realidad, donde los niños se hacen hombres y donde, en general, cualquier cosa es posible siempre que se desee con la fuerza suficiente. Se desee con la fuerza suficiente mientras no implique ir más allá del puro caos desatado.

Su propósito para montar una fiesta, fiesta que acaba disparándose hacia una catarsis que no deja de escalar como nunca escalan las fiestas —ya que sólo las historias escalan así: con un perfecto equilibrio temporal que acaba en catarsis; quizás ahí guarda cercanía con otro gran motivo adolescente, la sexualidad, del que depende controlar un tempo ideal para no perder el interés del partenaire antes de tiempo—, es conseguir una popularidad que les es negada. Como paradigma de la fiesta, momento por excelencia adolescente —o al menos, momento catártico adolescente por excelencia; o, tempo(ra)—, conmuta la adolescencia como festividad: en tanto rito de paso, la fiesta, la adolescencia, hacer el cafre hasta lo apocalíptico no sólo no es penalizado sino que es espoleado en tanto resulta un paso deseable a través del cual hacer efectivo el tránsito desde la niñez hasta la edad adulta. La adolescencia es tierra de nadie, porque es momento de demostrar algo. Aunque pueda parecer una lectura desquiciada, es algo que está ahí: el padre del protagonista, lejos de censurar su comportamiento, lo felicita; el perpetuador de la fiesta, lejos de ir a la cárcel, es encumbrado como epígono absoluto de la sociedad.

La fiesta como rito de paso hace entender la adolescencia como algo serio, tan serio como descabellado. Descabellado en tanto la destrucción del tejido social es el único medio a través del cual se puede penetrar, o ascender, en el mismo; en un sentido anarquizante, ya que tenemos que tirar de Mikhail Bakunin para justificarlo, es pura destrucción creativa.

Por qué es descabellado es menos obvio de lo que parece. Lo es porque la fiesta debería ser un paradigma reglado a través del cual el adolescente se integra en la sociedad adulta, una fiesta pre-establecida como Halloween o carnaval donde las reglas sociales son puestas en suspenso, cuando, en el caso que nos ocupa, la fiesta es reglada en exclusiva aparte de las otras fiestas. No hay justificación social para ella, porque no hay tiempo de excepción institucional para hacerla. Es algo que veremos, en igual medida, con Spring Breakers (íd., Harmony Korine, 2012): la fiesta es un terreno donde se perdona todo, pero donde se espera que después de la fiesta los ánimos adolescentes, los ánimos destructivos, queden aplacados. En Project X aquellos ánimos impetuosos, lejos de censura, son espoleados como un acto de orgullo público, no secreto, y por ello su mensaje se ramifica: aquello que sirve, en pequeña escala, para medrar en el contexto de la microsociedad del instituto, sirve también para medrar en el contexto social si se lleva, en equivalencia, a gran escala. O lo que es lo mismo, una buena fiesta sirve tanto para ser popular en el instituto como una fiesta fastuosa sirve para ser popular en la sociedad entera.

adolescencia1

He ahí lo distinto del retrato de la adolescencia en Project X. Tratan a los adolescentes como una medida de posibilidad, un reflejo en pequeña escala de lo mismo que ocurre en sociedad, que puede escalarse en cualquier momento para llegar más allá; su fiesta llega hasta tal punto, dilapidan de tal modo sus recursos, que no queda más óbice que reconocerlo. Muy americano, también muy humano: la adolescencia como potlach. Potlach que puede ser tanto una fiesta desmedida donde se dilapide la fortuna y el futuro de uno mismo como, en el contexto del capitalismo americano, una fiesta comedida donde se despilfarra regalando, asociación mediante, un edificio o una cantidad obscena de becas para el disfrute comunal. Project X democratiza el potlach, la posibilidad de ser importante en la sociedad, a través de la vía primitivista: cualquier adolescente puede ya no ser popular, sino considerado como tan o más importante que cualquier adulto, siempre que sea capaz de derrochar, o hacer derrochar en su nombre, cantidades obscenas de recursos con el único propósito del disfrute del prójimo.

¿Cual sería su contrapunto en semejante retrato audiovisual de lo adolescente? Contra todo pronóstico, sería Supersalidos (Superbad, Greg Mottola, 2007). Casi contrapunto total de cualquiera de las películas nombradas en el artículo, por aquello de hablar desde y hacia perdedores que no escalan posiciones sociales en sus actos más allá del escalar en su condición interior, aquello que lo une con Project X es como enfocan aquello que hacen: en ambos se realiza un potlach, pero donde en uno era desmedido y excesivo en el otro es íntimo y privado. No necesitan darse al exceso. No buscan fama o reconocimiento. Supersalidos trata aquello que en Project X queda desdibujado, demasiado fastuoso para hacer un avance hacia la experiencia interior sin desdibujarla en el proceso —lo cual no excluye que lo intente, con un final que resulta un conato tan innecesario como burdo, si es que no vergonzoso, de mostrar una evolución personal—, sirviendo como complemento a la narrativa en su contexto social; sus personajes viven todo por aquello que tiene de esencial, de viaje del héroe, de donde salen ya maduros de otro modo. Su experiencia es exclusivamente interior. Su triunfo, modesto, sirve para que aprendan algo de sí mismos en el camino; sus compañeros de lo fastuoso, fastuosos en exceso para hacer un avance exterior=interior pleno, no aprenden nada esencial sobre sí mismos salvo aquello que aprenden sobre como tejer el mundo. Son dos películas antitéticas y complementarias que, tratando un mismo punto común (la fiesta como salvoconducto para granjearse popularidad), llegan hasta dos conclusiones completamente diferentes. Mientras en Project X la progresión es sólo social, en Supersalidos la progresión se centra en exclusiva en aquello más netamente personal.

¿No hay ningún caso en que ambos niveles se complementen, aunándose en un viaje donde lo interior/exterior es lo exterior/interior? Sí, uno: Chronicle.

Hablar de Chronicle es hablar de aquello que tiene de metáfora de lo adolescente, aunque se salga de la norma al respecto de como la retrata el cine contemporáneo. Su interés nace por funcionar en dos niveles bien diferenciados, diferenciados pero comunicantes: como película de superhéroes y como metáfora de la adolescencia. Si bien el subtexto de la primera puede entenderse sin necesidad de la segunda, pudiendo hacer una lectura exclusivamente ética al respecto de los acontecimientos de la misma —una constante en el cine de supers: el superhéroe es, por definición, mito contemporáneo del heroísmo—, cuando tenemos en cuenta el carácter adolescente es cuando, además de una excelente película, se nos presenta como un despliegue ejemplar de aquello que hay de universal en la adolescencia: el cambio.

Sus adolescentes no son adolescentes inanes, adolescentes sólo en nombre, sino que son la quintaesencia de la adolescencia: entre el geek, el popular y el que ni del todo geek ni del todo popular, agraciado como para ser popular pero con gustos y amistades que no lo son, toda la película consiste en el estigma que supone ser adolescente. En todo nivel. La popularidad se vive como un vacío orden donde la pose está por encima de la sustancia; quien no alcanza esa pose vive en una impostura equivalente donde la sustancia acaba por ser impostada en una pseudo-rebeldía que no deja de ser un ataque hacia aquello que no se puede ser. Adolescencia, poco cambia. ¿Qué son entonces sus poderes? Un reflejo de su cambio adolescente; unidos porque tienen algo en común, porque no pueden negar ese cambio, como quienes se unen porque su interés por el sexo opuesto, cierta música o las drogas, interés descubierto entre lo casual y lo heredado por el entorno, ha nacido en común en ellos. Sus poderes son, más que poderes, una expresión de aquello que son y, por extensión, guarda su potencia en el nivel de lo simbólico: su ascensión personal es no sólo universal, o como mínimo reconocible, sino también ascensión social. Les crecen poderes como les crece vello en los genitales.

Aunque resulta evidente que puede leerse desde sólo una de sus aristas, desde lo adolescente o desde lo super-heróico, cuando resulta fascinante es cuando se lee en común. La ascensión interior se confunde con la exterior, lo personal con lo social, en tanto sus poderes crecen en la misma medida que se va abriendo un abismo entre sus sentimientos y su posición de poder con respecto de la sociedad; su lógica, de fundamento mítico, se sostiene tras la idea de que no sólo todo poder conlleva una gran responsabilidad, sino que todo poder conlleva un gran crecimiento interior. Para bien o para mal. Sus poderes pueden entenderse en el plano ético, físico o adolescente, ninguno excluyendo a los otros, sino aupándolos: los actos malvados (plano ético) y la capacidad de destruir ciudades enteras (plano físico) hacen que el sentimiento de desarraigo (plano adolescente) carcoma al protagonista cada vez de forma más profunda e inevitable. Quintaesencia de lo adolescente, su mérito es ser capaz de mostrarnos lo que sospechábamos, pero que nunca nadie nos había dicho: tener super-poderes, tener habilidades que no se rechazan sino que se espolean, es vivir en un eterno estado de tránsito. O como nos daba a entender ya el potlach, ser adolescente requiere más madurez que ser «adulto».

Otro que parece amar los potlach es Harmony Korine. Aunque su carrera es irregular y más celebrada cuanto más a los márgenes, quizás porque cuanto más a los márgenes más talento demuestra, consiguió su particular desenfreno pop a través de su última película, Spring Breakers. Contándonos la historia de unas jóvenes universitarias, en los últimos estertores de una adolescencia que se pretende cute —pretende, al menos, en tanto a las niñas Disney dan más ganas de darle una bofetada que bailarles el agua—, se sumerge en un remolino de caos y fiesta y crimen y supuesta actitud vital liberadora que lleva hasta una catarsis profunda, que limpia y purifica, para volver al redil regenerados; el que no lo hace es un patético hombre-niño peterpanesco que muere como vive: por nada. La antítesis del potlach.

adolescencia2

Spring Breakers, quizás por tratar una fiesta institucionalizada, quizás porque vive por ironismo, se revela como una mirada contraria a la de Project X en tanto, lejos de ser las aventuras de gente quebrando los límites sociales para integrarse, trata sobre gente quebrando los límites sociales para someterse. Algo bastante poco interesante. Las Chicas Disney®, maniquís irónicos, salen luciendo palmito, palmito de poca tela, donde su mayor atractivo es ver como hacen una progresión desde una inocencia naïf hacia una actitud delincuente del mismo modo naïf; no hay catarsis, no hay reconocimiento: antes de emprender su gran golpe, de asesinar de forma despiadada a un grupo de mafiosos, todo queda bien puntuado por sus llamadas: «mamá, cuando ésto acabe volveré al redil». No hay castigo, no hay liberación. Después de quebrar todos los límites conocidos, lo único que ocurre es su vuelta a casa para ser unas perfectas Don Nadie® cuya experiencia catártica no ha significado nada. O lo que es lo mismo, la institucionalización del potlach lo vacía de todo significado: sin consecuencias, sin ruptura, acaban en el mismo punto en el que empezaron en una fábula circular que, en último término, afirma que la adolescencia es el tiempo de la locura sin consecuencias.

¿Qué problema hay en ello? Que desvirtúa el concepto de la adolescencia. Concibe la adolescencia es un rito de paso, un momento donde uno hace el imbécil pero no debe contar ya que después vuelve al buen camino y es alguien productivo, aborregado, si es posible, haciéndose «adulto». Muy cómodo subtexto normativo, que no desentona en nada con el estilo desplegado, en tanto sirve para afirmar como ese status quo es inviolable. No hay nada reaccionario en ello. Si tiene en algún ámbito un sentido de potlach, de exceso, de pretensión de introducirse en la sociedad a través de un movimiento de despilfarro, sería en todo lo que tuviera que ver con el estilo: ironismo pop. Su retrato de la adolescencia como algo hipster, como «me gusta pero de forma irónica», tiene bastante poco que ver con la adolescencia —la adolescencia, tierra de tomarse las cosas como si fuera la vida en ello; quizás lo único que tienen en común todas las películas comentadas— y mucho con la impostura vacía de contenido. Hacer una versión a piano de Britney Spears o hacer con descaro una escena final que se enorgullece de ser un mix entre Ladrón (Thief, Michael Mann, 1981) y Drive (íd., Nicolas Winding Refn, 2011) sobrexplicado tendría sentido si no fuera, en último término, un caso agudo de «tú sabes que yo sé que tú sabes que estoy siendo irónico a muerte». Éste último caso es paradigmático: donde los personajes de Mann y Refn acaban, quedando iluminados por las luces artificiales de la noche de sus vidas, las protagonistas de Korine se van felices sabiendo que entonces empiezan sus vidas. Ni serio ni reaccionario ni catártico.

La fiesta institucionalizada, oficial, no sirve como acto catártico porque no es adolescente. Incluso saliéndose de la ruta oficial, se les perdona porque están dentro de esa ruta oficial; es el spring breaker, pueden hacer lo que quieran, y de ahí, de la consciencia que pueden, no sienten remordimiento alguno. No es potlach porque no crea orgullo y hermandad con la sociedad, sino todo lo contrario: se someten a la sociedad, libres, dispuestas a dejar de ser adolescentes, de poder llevar las riendas de su vida, después de un último desfogarse. No es potlach sino su antítesis, rumspringa: rito de paso hacia la edad adulta institucionalizado, desahogo, no búsqueda del yo. Desmadre, pero en espacios externos a la comunidad.

La diferencia entre los espacios internos y externos de la comunidad, de cualesquiera comunidades (micro o macrocomunidades; el grupo de amigos, el instituto o la sociedad), es uno de los motivos recurrentes en el audiovisual cuando hablamos de adolescencia. Por eso resulta más extraño que, actualmente, el instituto y la universidad estén prácticamente desaparecidos del imaginario adolescente: son un espacio literal de esos otros metafóricos. Más que desaparecidos, están camuflados. Es obvio que en todas estas películas tiene una presencia de algún grado las instituciones académicas, pero quedan diluidas como escenario y no como parte inherente de la trama, ya no digamos el subtexto; la institución académica ya no vende. Eso no excluye para que existan, para que estén ahí, y en algunos casos sirvan también como una lectura paródica, que no irónica, que le falta en buen grado a la acomodaticia Spring Breakers.

Negar que el retrato de la adolescencia que hace Monstruos University (Monsters University, Dan Scanlon, 2013) es amable sería caer en la boutade. Es muy amable. Lo cual no excluye para que, en su parodia de las películas universitarias, películas sobre y para adolescentes, de en el clavo de forma constante en aquellas formas particulares propias de la adolescencia; aquí encontramos el conflicto de pseudo-clases, la amistad nacida de intereses comunes y, también, la amistad creada por la pura necesidad. ¿Por qué se unen los Oozma Kappa? No porque tengan algo particular en común, que es por lo que se unen Mike y Sully, sino por aquello que no tienen en común: algo de valor. Son perdedores, quien nadie quiere ni respeta, y por ello su comunidad se basa en esa necesidad de sentirse reconocida, aunque sea, por otros tan pringados como ellos. Esa será una constante que veremos, hacia el final, en la que quizás sea la mejor película (naturalista) sobre adolescentes. El perdedor como objeto de admiración que escala puestos, como el Loser de Beck, canta generacional no por nihilista sino por adolescente, es aquí el que no acepta sus limitaciones sino que descubre como debe ajustar sus expectativas a sus virtudes particulares.

¿Cómo escalan puestos? Por un lado, ganando la Olimpiada de Sustos; por otro, sólo cuando crean su propia fiesta. Aunque sea difícil considerar que quedarse encerrados en el mundo de los humanos pueda ser considerado como una fiesta, el conseguir asustar a un grupo de hombres adultos haciendo uso de su inteligencia —aquí está el aprendizaje de la virtud; Sully no da miedo, ni lo necesita: es inteligente como para dar miedo de otro modo; ser diferente sólo significa que puedes hacer las cosas de otro modo— demuestra una voluntad de superación que consigue algo que va más allá de lo que consiguen al ganar las Olimpiadas de Sustos: ser expulsados de la universidad y, con ello, cumplir sus sueños. Viajar al mundo de los humanos es su potlach particular, mientras la olimpiada de sustos era su rumspringa. Mientras con lo primero son académicamente censurados, popularmente aclamados, y emprenden un camino alternativo para llegar hasta sus propósitos, con la segunda consiguen volver a los caminos institucionales que les habían expulsado por no cumplir con el perfil. Monstruos University nos deja clara la diferencia: la sociedad busca objetivos que puedas cumplir por tus propias habilidades, las instituciones buscan perfiles a los cuales debes ajustarte. Potlach o rumspringa; la adolescencia es decidir si asumir el camino duro de la dilapidación ciega, la carrera campo a través, o la cómoda senda disciplinaria hacia el triunfo oficial, la maratón asistida por mil árbitros que pueden cambiar las reglas según capricho.

The Bling Ring (2013)

De ahí hasta The Bling Ring (íd., Sofia Coppola, 2013), que comparte muchos puntos en común con Spring Breakers (en lo estilístico) pero también con Project X (por el trato que los medios dan a la fama), hay un paso de distancia. La película de Sofia Coppola se nos presenta como una fiesta constante donde el exceso acontece a través no de ninguno de los caminos establecidos hasta el momento, sino de un tercero: el puro ego. Sofia Coppola, experta en el retrato de la adolescencia entre niños ricos, hasta el punto de que no ha hecho película que no trate de ello, nos entrega aquí las aventuras de un grupo de críos obcecados en el robo y asalto de casas de famosos para conseguir una popularidad impostada basada, en exclusiva, por un instinto de notoriedad. Otro aspecto de la adolescencia tratado quizás más de puntillas: la necesidad de notoriedad. Aquí no hay pretensión de establecerse como fuerzas vivas de la sociedad, de aportar algo, aunque sea una fiesta, sino que todo se define por su desmedidas necesidades egotistas.

Aunque su subtexto acaba por no ser una lectura adolescente, ya que se interesa por como hemos creado un medio que hace entender que lo único valioso en la vida es ser famoso, si que sirve como retrato de un tipo muy específico de éstos. Ricos, o que anhelan serlo, cuyos referentes vitales son aquellos que han cultivado su vida a través del cotilleo malsano. ¿Cómo es ahora la forma más común del nihilismo adolescente según el cine? No la introspección y la masacre, motivo adolescente en boga a principio de los 00’s en el audiovisual, sino la búsqueda de la fama a cualquier precio.

Volviendo al instituto como punto omega de la adolescencia, bien sea por rebelión o por supeditación, nos quedan las dos últimas películas que han tratado la adolescencia, tan próximas, aunque tan lejanas, que resulta absurdo contraponerlas en un primer acercamiento. Brick (íd., Rian Johnson, 2005) es una estupenda historia de detectives llevada a un contexto ajeno: el detective es un estudiante de instituto y todos sus posibles rivales, antiguas novias, femme fatales y problemas se dan en un contexto puramente adolescente. De instituto. Con un tono oscuro, además de una narración veloz, lo interesante es como en un retrato de novela negra consigue hacer, al tiempo, un interesante retrato sobre la adolescencia: los embarazos adolescentes como motivos de asesinato o la droga como motivo de organización criminal que acaba en guerra quizás resulte excesivo, ya que son motivos que se dan en mucha menor escala en el instituto, hasta que pensamos en un término: «escala».

Es innegable que la película de Rian Johnson debe más a Dashiell Hammet que a cualquier director de películas de adolescentes, pero eso no excluye para que su retrato esté cargado de aciertos. Sus adolescentes son adolescentes. Dudan, son crueles, actúan dentro de su actuar —en un clásico adolescente que se suele obviar, pero ocurre: el adolescente finge ser otro, otro más intenso e interesante que un mero estudiante de instituto— y se ven sobrepasados constantemente por una vida que no han elegido, sino que se les da impuestas. Exactamente como cualquier adulto. Afirmar que la única diferencia entre los adolescentes y los adultos de Johnson es la experiencia, que los adultos ya han vivido ésto para conocerlo, sería caer en la trampa conceptual de Spring Breakers. Los adolescentes son adultos. Tienen exactamente los mismos problemas, en el mismo grado, con la misma experiencia; los hay quienes ya lo han vivido todo, quienes no han vivido nada y quienes, la mayoría, han vivido tantas cosas como les quedan por vivir. Sus adolescentes son como sus adultos porque no se interesa en retratar a acelgas, personas mal llamadas «maduras», sino personas que son como adolescente, personas que son personas: con dudas, que fingen ser otros, que no se ajustan a lo que la sociedad ordena, que luchan por sus sueños.

Adolescentes sensatos son los de Las ventajas de ser un marginado (The Perks of Being a Wallflower, Stephen Chbosky, 2012). Adolescentes con traumas, que han sido discriminados, que forman una comunidad de marginados, que descubren que las cosas se ponen mejor cuando se abandona la evidente sociedad disciplinaria del instituto. Lo más interesante de la última película de la que hablaremos, es que su retrato de la adolescencia, incluso siendo amable, está cargado de las dudas que parecen sólo permisibles para los adolescentes: dudan de sus sentimientos, de su sexualidad, de sus romances y de sus estudios. Dudan como dudan los adultos. Con un protagonista que siempre compara sus debilidades y las de sus amigos con las de su tía muerta, que luego resultará en una subtrama tan mal llevada como perturbadora, el mensaje es claro: la adolescencia es el momento de la magia y, aunque creas que cuando te haces adulto has abandonado la adolescencia, estás muy equivocado: nadie deja nunca de ser adolescente. Ser adolescente es descubrir que el mundo es un lugar frío, inhóspito e incoherente donde no hay ninguna verdad absoluta, sino que toda verdad se construye en el proceso.También que por frío, inhóspito y falto de verdades seguir el camino oficial no es la única opción, puedes forjarte tu propio futuro, juntarte con quien quieras, descubrir buena música y buena literatura; ¿ser escritor es absurdo y nadie lo consigue? No lo conseguirás si no lo intentas. Ser adulto no es madurar, dejar atrás los sueños, ajustarse al sistema; ser adulto es madurar, seguir persiguiendo los sueños, dilapidar la fortuna propia (literal, por monetaria, o metafórica, por talento) para la sociedad sin pedir nada a cambio.

El fresco que cabe retratar con la producción audiovisual de los últimos años es interesante, contradictorio y desquiciado. En algunos casos, peca de ser mera propaganda del sistema, barato moralismo de guardería. En otros, en la mayoría, va más allá: la adolescencia no existe, o sí, existe, por aquello que tiene de constante vital. En lo que parecen coincidir las mejores producciones actuales es en lo segundo, en como nos han vendido por madurar algo que es más bien someterse a los grilletes de una minoría de edad perpetua; ser adolescente, tener curiosidad, ir más allá de todo límite, es madurar: ya habrá tiempo de ajustarnos a los cánones cuando estemos muertos.