Dos (y alguno más) en la carretera
En esta época extraña en que nos ha tocado vivir, y no estoy hablando de la pandemia, se hace lo posible por convertirnos en máquinas de consumo, pero sobre todo por convertirnos en máquinas, conectados a nuestras pequeñas pantallas para que podamos generar ingresos (para otros) de la forma más rápida y cómoda posible (para ellos), y eso que todavía está por llegar en serio el Metaverso (todo se andará, y más pronto que tarde). A pesar de estos males, a pesar de las redes sociales, a veces también surgen buenas (a priori) iniciativas, colaborativas, como esas aplicaciones para que la gente ponga su coche a disposición de otros y compartir gastos y trayecto, donde sigue habiendo quien se lucra de por medio pero al menos el usuario obtiene un beneficio tangible, y, más importante, al contrario que en la mayoría de redes sociales estándar, el utilizarla implica obligatoriamente un acercamiento físico a otros seres humanos que al final nos ayuda a no olvidar lo que somos (que no siempre es bueno), o lo que de momento seguimos siendo.
El cine siempre es un vehículo para trasladar la realidad (y/o subvertirla para poner en relieve su lado menos amable) y el año pasado surgieron ya dos películas que abordaban este fenómeno social relativamente nuevo, ambas, obviamente, road-movies. La primera, una estimable comedia de suspense titulada Con quién viajas (Martín Cuervo, 2021). La segunda es La pasajera, presentada en el pasado festival de Sitges y que se estrena ahora en salas, con una aproximación también cómica, pero desde el terror. Puede parecer curioso como ninguno de los dos trabajos se limita exclusivamente al humor, al que por supuesto la situación se presta de forma casi natural, sino que lo revisten con una capa turbia, pero si pensamos fríamente en que cuando hacemos uso de estas aplicaciones nos estamos metiendo en un coche con tres desconocidos es bastante natural que la mente trabaje en sentido siniestro —sería una buena idea recopilar alguna historia truculenta al respecto, que las habrá, y si no se inventan, en un documental tipo True Crime al estilo de El peor compañero de piso imaginable (Worst Roommate Ever), próximo estreno de la Blumhouse en torno a otro síntoma de nuestro tiempo con algo más de solera pero igualmente abierto a tétricas posibilidades como es el de compartir vivenda—.
En La pasajera, de Fernando González Gómez —Estándar (2020)— y Raúl Cerezo (que debuta en el largo con este trabajo tras un amplio bagaje en el mundo del corto), el dueño del coche compartido (que en realidad es una furgoneta bautizada como «La Vane») es Blasco (Ramiro Blas), todo un dechado de virtudes (exguitarrista, extorero, machista orgulloso de serlo y amante del pasodoble) que decide compartir el trayecto a su pueblo. Sus compañeras serán Mariela (Cecilia Suárez), mexicana y muy devota, Lidia (Cristina Alcázar), madre divorciada, y Marta (Paula Gallego), la hija adolescente de la anterior, que tienen sus particulares motivos para desembocar en una de esas localidades pertenecientes a la España vaciada. Pero al poco de comenzar el viaje se producirá un incidente que complicará las cosas. Como comedia funciona muy bien: diálogos fluidos, personajes carismáticos, cada uno a su manera, con su chispa y la muy particular química entre Marta y Blasco, a pesar de que se pueda acusar la autocensura que puede restar algo de naturalidad (se eliminaron chistes en montaje buscando un tono inocuo que no molestase a ningún sector del público). En cuanto a la puesta en escena hay muchas y variadas soluciones que hacen la propuesta interesante: Por un lado el empleo del dron para mostrar desde las alturas la soledad (a posteriori podríamos decir indefensión) de los viajeros; También un genial plano secuencia donde dos de las protagonistas van contando testimonios importantes que comienza fijamente en Mariela y una vez ha contado su historia pasa a Lidia, que comienza a contar lo suyo pero dejamos de oírlo porque se nos lleva a los asientos delanteros (separados por una mampara) donde Marta y Blasco hablan de algo intranscendente para la trama (pero que igualmente se ve reflejado en el cristal, otorgándole una extraña belleza adicional), generándonos así algo de inquietud que desaparece cuando la cámara regresa para escuchar a Lidia terminar lo que estaba contando. Su narración se interrumpirá cuando el plano se corte al llegar al punto de inflexión de la historia que provocará el giro al terror (ya anticipado por el prólogo que antecede a los créditos y la presentación de los personajes). Por otro lado hay un par de ocasiones en que la alternancia de planos simétricos sirve para reforzar o construir la historia de otra forma, a través de las imágenes: la primera cambia sucesivamente entre el plano de Blasco conduciendo con Lidia atrás en el lado opuesto y otro de Marta de copiloto con Mariela en su diagonal trasera (de alguna forma denotan, anticipan, quienes son los personajes principales y quiénes los secundarios, que es otra forma de decir quién morirá antes); en la segunda simetría se alternan Marta y Blasco en varios planos oblicuos (esta vez desde fuera de la furgoneta) que representan en imágenes una situación que en ese momento ya sabemos torcida.
Por la parte del terror la película se inscribe en la vertiente inaugurada por Invasores de Marte (Invaders From Mars, William Cameron Menzies, 1953) y en la que se adhieren títulos como La invasión de los ladrones de cuerpos (Invasion of the Body Snatchers, Don Siegel, 1956) (y sus remakes), Vinieron de dentro de… (Shivers, David Cronenberg, 1975), Hidden: Lo oculto (The Hidden, Jack Sholder, 1978), Slither: La plaga (Slither, James Gunn, 2006) o Splinter (íd., Toby Wilkins, 2008) y demuestra que en España se puede hacer cine de género con maquillaje y efectos especiales que poco tienen que envidiar a las producciones estadounidenses. También adolece de algunos de los tics del género más reciente (el movimiento acelerado de «la pasajera», que exagera el tono fantástico del relato reduciendo la implicación del espectador, al menos en mi caso) o del de toda la vida, el efectismo sonoro (hay quien lo llama jump scare, lo que viene siendo asustar con el sonido más que con lo que vemos en pantalla), del que afortunadamente no abusa (e incluso omite en alguna ocasión que se presta a ello), aunque reconozco que el prólogo que fusiona ambas cosas para terminar fundiendo a créditos, Paquito Chocolatero mediante, no me gustó y me predispuso a la contra. Pero después vas cogiendo cariño a los personajes, en concreto a dos, que nada más empezar la película probablemente querrías que fueran los primeros en desaparecer del mapa. Blasco, que no deja de ser un cuñao pero sin mal corazón, más bien lo contrario (y aparte de los pasodobles, que funcionan sospechosa e inesperadamente bien como banda sonora en una película de estas características, en la guantera también tiene cintas de Rosendo y La Polla Records, lo cual dignifica de alguna manera su persona), un antihéroe de manual. Y Paula, una adolescente aparentemente insoportable que como cualquier joven de su edad no se despega de su teléfono, pero que poco a poco se irá abriendo y nacerá la magia. La carretera hace extraños compañeros y estos dos lo son, pero bastante menos que esa misteriosa pasajera del título, que esos encuentros en mitad de la noche, y que los lugareños en ese bar Vista Alegre donde enfrentarán a su destino, un final tal vez inevitable, sin más concesión al espectador que un brindis de despedida antes de abandonar toda esperanza.