¡Qué sonrisa tan rara!
Es llegar octubre y uno empieza a notar el suave revoloteo de las mariposas en el estómago. O quizá sea el movimiento de viscosas culebras, pútridos escarabajos, hediondas cucarachas o abominables parásitos (esto último sería un movimiento viral, en el sentido primigenio del término, y no es descartable en realidad). Sin darnos cuenta nos hemos plantado en la Spooky Season, como les da por llamarla en la tierra de las oportunidades, donde llevan desde noviembre preparándose para Halloween. Y por aquí también hemos heredado esa costumbre, que sin duda prefiero a otras festividades menos paganas. También Sitges está cada vez más próximo, o su espectro, pues ya hace algún año que uno no pisa aquellas tierras más que en nostálgicos recuerdos. Y este mes también regresa Michael Myers, aunque sin embargo ya no ansíe su presencia como antes de conocer esta nueva versión pergeñada por un David Gordon Green y un Danny McBride que harían mejor en dedicarse a la comedia, que es lo que se les da mejor (sobre todo al segundo). Pero sí tenía ganas, o al menos curiosidad, por esta Smile (que también se desarrolla en octubre) del debutante Parker Finn, una película que, como tantas otras, iba tristemente destinada a ser carne de plataforma pero que gracias al buen resultado de algunos pases previos con público hemos podido catar finalmente en salas. Y tenía esa curiosidad desde que vi un tráiler (siempre los evito, pero en el cine me toca comerme aunque sea el sonido si no quiero parecer imbécil tapándome los oídos, con lo que además no lograría gran cosa, y de este, de un título que no conocía, no pude retirar la mirada), que me provocó sensaciones contradictorias, y porque a pesar de que viene apoyada por una campaña publicitaria discreta pero llamativa, en el fondo soy un blando cuando hablamos de terror. Además… ¿he dicho ya que estamos en octubre?
Sin dar demasiados detalles, el argumento puede recordar parcialmente a Cure (Kiyoshi Kurosawa, 1997), film que Finn confirma haber tenido en mente cuando escribía y rodaba Smile, con la que también comparte una construcción atmosférica del suspense, y también a un título reciente e importante del género como es It Follows (David Robert Mitchell, 2014) y, a pesar de sus diferencias, como en aquella, hay alguna capa extra que le aporta algo más de interés al tema de la «maldición» itinerante de cuerpo en cuerpo —qué gozada es Shocker (1989), y qué pena que se nos fuese Wes Craven, a todo esto—. Desde siempre es una constante en el género de terror la constatación de que, ante fenómenos difícilmente explicables desde la ciencia, los personajes sean tomados por locos si tratan de explicar a otros lo que les ocurre. En Smile la protagonista es Rose (Sosie Bacon), una psiquiatra que cuando le cuentan ciertas experiencias piensa en alucinaciones y delirios provocados por el estrés o en paranoias desencadenadas por intensos traumas, pero que cuando le suceden a ella no es capaz de aplicar el diagnóstico en el mismo sentido (esto le pasa a mucha gente en todo tipo de ámbitos, lo de ver la paja en el ojo ajeno y no ver la viga en el propio, aunque se lo estén atravesando y se queden ciegos en el proceso), y gracias a esto ocurren dos cosas: por un lado, el espectador se plantea a su vez qué es real y qué no pues la película se expande, ahondando profundamente al respecto (y a nada que se razone un poco se concluye que si son realmente alucinaciones son complejas e implicarían que está imaginando prácticamente todo lo que sucede a su alrededor, lo cual sería difícilmente defendible), algo que constituye también un lugar común del género; pero lo más interesante es cómo la película, en el tramo intermedio en el que se olvida un rato de los jump scares y se centra en la cruzada de Rose por intentar ser comprendida (que finaliza en su coche con una nueva aparición enfrente de casa de su hermana), se las apaña para revelar una verdad incómoda en un momento en que, tras una pandemia mundial que nos ha dejado a todos más o menos secuelas, la salud mental parece estar en boca de todo el mundo: y es que la enfermedad mental es algo que sigue siendo temido (y estigmatizado) en nuestra sociedad, podríamos decir que más que los fantasmas (si bien es cierto, que una existe y no así los otros). Así, la protagonista ve como su novio y su hermana (un importante punto a favor del film es el dibujo de personajes secundarios como estos dos e incluso su exnovio o su cuñado; descripciones construidas a partir del estereotipo, pero que resultan auténticas a pesar de, o precisamente gracias a, que son llevadas al extremo) rápidamente le dan la espalda en cuanto descubren (piensan) que algo no anda del todo bien en su cabeza, y eso en teoría debería ser más aterrador que cualquier sucesión de sustos, que por bien planificados que estén, pecan del abuso de efectos sonoros en su culminación. Pero por supuesto una cosa es la teoría y otra la práctica.
A nivel de puesta en escena la película hereda algunas desidiosas costumbres demasiado asimiladas por el género y de los que pocas propuestas actuales se atreven a liberarse: el exagerado desenfoque de los fondos que los hace prácticamente indistinguibles o los citados jump scares (que afortunadamente no se basan exclusivamente en el susto sonoro, estando más que trabajada su elaboración), nada nuevo bajo el sol. También peca con las prácticamente obligatorias tomas desde un dron siguiendo a un coche, y en una de estas gira la cámara hasta invertirla replicando casi literalmente un plano de Ari Aster en Midsommar (luego recupera este recurso, pero ya abordando el paisaje directamente boca abajo, quizá apuntando a que ya no hay vuelta atrás para la protagonista; está sentenciada), al que también está hermanado de algún modo por ese intento de construir una arquitectura en torno a la que desarrollar el suspense para desembocar en el terror. Y es que a pesar de no desprenderse de esos lastres, Smile sí logra (como los films de Aster) construir una atmósfera siniestra. La película de Finn se apoya para ello en su atípica banda sonora (de Cristobal Tapia de Veer) a base de zumbidos y átonos sonidos discordantes en bucle insertados entre minimalistas y repetitivos pasajes musicales que pasan así más desapercibidos pero que igualmente contribuyen a enturbiar el clima (si elegimos un tema al azar es probable que nos recuerde a lo que escuchamos cuando nos hacen un TAC o una resonancia), y también de esos primeros planos que encapsulan a los personajes de modo que somos ignorantes (pero también conscientes de la posibilidad) de las amenazas que los circundan (un buen ejemplo es la discusión de Rose con su novio en el coche, que sin embargo termina sin el temido susto). El diseño sonoro también es destacable en su contribución a conseguir ese ambiente malsano, y las voces que llaman a Rose (que me recuerdan a Freddy Krueger llamando a Tina por la ventana de su habitación), concretamente en la escena donde la protagonista repasa el audio de la sesión previa a los créditos, son ejemplares al respecto.
Smile también habla de los traumas, instigadores de la maldición que atormenta a Rose, y de las formas que tiene la mente de lidiar con ellos, pero por supuesto apostando por el terror y el fantástico; ahí está el plano que abre el film (que incluye también un giro, aunque esta vez de solo de noventa grados porque aquí todavía hay tela que cortar, y un travelling), sobre el que se regresará en puntuales momentos clave, a modo de declaración de intenciones. Como amante del género, se agradece y mucho esa construcción, que además es escalonada, de una atmósfera, y que ya comienza desde ese mismo inicio, del mismo modo que la ausencia de una explicación final al fenómeno, que de producirse seguramente sería insatisfactoria a todos los niveles. Las pesadillas, o alucinaciones, que va sufriendo Rose, son también progresivamente más macabras cada vez (me quedo con toda la secuencia del cumpleaños, concretamente el juego con el sonido en el momento en el que cantan el Happy Birthday, donde Rose está directamente en otro plano sensorial, algo también representado muy bien con el sonido, o con su aislamiento, en la cena con su hermana y su cuñado), culminando con pieles arrancadas a tiras que pueden recordar al Frank del desván de Hellraiser, del mismo modo que los cuadros de Muñoz parecen pintados directamente por Clive Barker, y toda la parte del desenlace en la cabaña apuesta descaradamente por la exageración y un tremendismo desbocado, que podríamos interpretar como un intento por epatar pero que termina convenciéndonos por su perseverancia, siendo llevado al límite, exhibiendo finalmente un plano de esos que dejan sin palabras, sin duda para el recuerdo. Y sobre todo, la conclusión es coherente (entendido esto de la única forma en que puede entenderse), obteniendo un final redondo que, no por menos esperado, nos deja, sí, con una sonrisa.