Estoicismo y rock n’roll
Aunque quizás no haya sido destacado suficientemente, el sentido del humor se revela importante en el cine del director finés Aki Kaurismäki y está presente en muchos de sus films, incluso en los más pesimistas, como pueda ser La chica de la fábrica de cerillas (Tulitikkutehtaan tyttö, 1990). En una secuencia de esta terrible película, la protagonista (Kati Outinen) acude a una tienda para comprar un matarratas con el que planea asesinar a su ex-novio. Una vez que la dependienta le da el paquete, la chica pregunta: «¿Qué efectos tiene?». Secamente, la dependienta le responde: «Mata». Este es el tipo de humor, negro of course, y un tanto desesperado, que le gusta a Kaurismäki, y que se acopla a la perfección con su cine sombrío y austero. La frialdad, lo seco de los personajes y ambientes, hacen que estas injerencias humorísticas cobren mucha fuerza, resultando enormemente efectivas, y ayudando a digerir las penalidades que atraviesan los personajes.
Por otro lado, la relación de Kaurismäki con la música de su país ya se manifestaba en 1981, cuando junto a su hermano Mika firmó el documental The Saimaa Gesture (Saimaa-ilmiö), dedicado a tres bandas finlandesas de rock, y acabaría concretándose en una larga colaboración con su grupo más querido, los inimitables Leningrad Cowboys, para los que ha filmado dos películas, un concierto —el Total Balalaika Show, celebrado el 12 de Junio de 1993 en Helsinki, ante más de 70.000 personas (1)—, amén de unos cuantos vídeos musicales, de los cuales he podido ver dos: «Those Were The Days» (1991), simpático, y «These Boots» (1992), vídeo también gracioso de una versión de Nancy Sinatra.
La unión del modo de afrontar la vida y el humor de Kaurismäki con el de los Leningrad Cowboys no pudo ser más feliz y acertada, pues ambos encajan como un guante y se nos presentan en su máxima expresión en Leningrad Cowboys go America, la presentación mundial de la banda, con todos los honores. ¿Y quienes son los Leningrad Cowboys? Pues el grupo de rock más estrafalario y heterodoxo de la historia, capaz de mezclar en sus conciertos versiones de Led Zeppelin, Los Beatles o Tom Jones con canciones tradicionales rusas o algunas propias (como «Space Tractor»), y que incluso llegaron
a hacerse acompañar en directo por el coro del ejército ruso (escuchar «Yellow Submarine» cantada por esas voces viriles
es una experiencia inigualable), desmarcándose de los problemas históricos entre ambos países (Finlandia y Rusia). Además,
los Cowboys tienen una suerte de iconografía propia: Vestimenta de mal gusto, gafas de sol, tupés impresionantes puntiagudos (el llamado «peinado unicornio»), zapatones a juego con los tupés, y pasión por el vodka, la cerveza, los tractores y, cómo no, el rock. Su gran carisma procede de su actitud ante la vida, que es de una impasibilidad increíble. Nada parece afectarles, son muy parcos en palabras, y el rock se convierte en su prioridad aun en las peores circunstancias.
Pidiendo perdón de antemano por los posibles errores y omisiones, pues no me ha sido posible revisar el film antes de escribir esto, procedo a contarles algún detalle del mismo. La película comienza en la tundra siberiana. Los Leningrad Cowboys culminan una actuación (la canción popular «Oh, tierra») en una caseta, y hay una especie de empresario que les está observando. Una vez finada la performance, el empresario se levanta y comenta al mánager del grupo: «Son malísimos. Que se vayan a América, allí se tragan cualquier cosa«. Así es como la numerosa banda decide volar a los Estados Unidos, en busca de un hueco en el que poder practicar su particular visión de la música y la vida. En este viaje les acompañará un colega suyo fallecido, o casi, cuyo cuerpo congelado, aferrado aún a la guitarra, transportarán a todas partes dentro de un féretro previamente agujereado para que sobresalga el instrumento musical. También les seguirá los pasos un chico que desea ser como ellos, entrar en el grupo. El chico en cuestión lleva el pelo rapado al cero, a excepción de un minúsculo micro-tupé en la frente.
El humor absurdo, como el de los ejemplos anteriores, caracteriza toda la obra, que nos narra, en estilo totalmente cómic,
una serie de viñetas en las que se mezcla lo patético y lo tronchante con gran armonía. Una vez llegados a Estados Unidos, tras un vuelo en el que han estado intentando aprender un poco de inglés (pronuncian fatal, pero con qué gracia…), el
grupo consigue una audición en un local desconchado, muy underground (al igual que la película, que, en caso de que la haya visto, lo cual es posible porque se estrenó en EEUU, encantaría a gente como John Waters) de la ciudad de Nueva York. Tras la actuación, el dueño del local les dice, a las claras, que prueben suerte en California, pues quizá allí sí haya sitio para ellos (menuda indirecta, por cierto…). De este modo deciden atravesar el país (la América profunda está muy bien reflejada en la película) y, tras comprarle un coche enorme a un vendedor con los rasgos de Jim Jarmusch (2), ponen rumbo a la costa Oeste.
La película es una genuina road movie con gags contínuos (y cáusticos) que, además, nunca están subrayados o forzados más de lo necesario, y que suelen basarse en felices ideas visuales (por eso es poco efectivo que yo los cuente) y también en el poder de los silencios y las miradas (ídem). Tiene momentos antológicos, sobre todo por parte del caradura mánager Vladimir (interpretado por el malogrado Matti Pellonpää, actor fetiche de Kaurismäki) que dirige los pasos de los Cowboys. En una ocasión, y ante el hecho de que sus pupilos tienen hambre, entra en un establecimiento a comprar algo con
qué alimentarlos. Tras unos instantes sale de allí portando una malla de cebollas, que les entrega a los chicos, mientras él
se retira a una esquina a comerse sabrosa comida que les ha ocultado a los demás (3). En otra ocasión vemos
al mánager bebiendo una lata de cerveza mientras va en el coche. Una vez acabada, la arroja a la parte de atrás, y abre otra lata. Después vemos un plano del coche deteniéndose y, al abrir la puerta, salen de dentro cientos de latas de cerveza, que ocupaban ya casi todo el habitáculo…
Hay muchas más peripecias, como la actuación en un bar de carretera, en el que interpretan su memorable versión
del mítico «Born to Be Wild» de Steppenwolf ante un puñado de camioneros y motoristas borrachos, o la iniciativa de Vladimir para que sus chicos, pálidos, cojan colorcito, «como los Beach Boys» (genial el plano con los Cowboys tumbados al sol). Y, en última instancia, el periplo de nuestra banda favorita no terminará en California, no, sino que lo hará en México. Al final del
film, les vemos tocando en una cutre boda en el país del tequila, perfecto broche de oro para las andaduras de este singular grupo de rock.
Lo mejor de todo es que, tras ver Leningrad Cowboys go America, además de divertirse de lo lindo, uno se contagia de la filosofía de la existencia que muestra la película. Una filosofía que concede igual importancia a una actuación en un tugurio minoritario que a otra en un gran estadio ante miles de personas. Kaurismäki filma todo, aún lo más gracioso, con rigurosa (y pertinente) falta de entusiasmo, y no recarga el lado sórdido de la aventura (que lo tiene), ni tampoco subraya el surrealismo
de las situaciones (que también lo tienen), careciendo el film, y sus protagonistas, de pretensiones de ningún tipo. Ellos no se consideran unos «perdedores» porque, en realidad, nunca han intentado ganar… ni siquiera competir. Se han limitado a ser como son, sin preocuparse por lo demás. Da igual todo, parecen decirnos… Eso sí, el rock n´ roll y el vodka se revelan como elementos que, si bien no nos darán la felicidad (aunque tampoco es lo que se busca), sí sirven para alegrarnos un poquito la vida.
Las aventuras de estos admirables antihéroes no terminan aquí. Hay una secuela titulada Leningrad Cowboys Meet Moses (Die Leningrad Cowboys treffen Moses, 1994), film que, lamentablemente, no he tenido ocasión de ver, pero que, según
parece, estaba lleno de guiños a La Biblia, que el público, y Kaurismäki lo lamentaba, no supo apreciar. Su sinopsis, en palabras de Isabel Lueje, la transcribo a continuación (atención, porque no tiene desperdicio): «¿Qué pasó con
los Leningrad Cowboys tras su desastrosa gira americana? La respuesta está en esta segunda entrega: perdidos en México y sin un centavo, intentan llegar a su hogar en Siberia. Tras sus pasos anda un agente de la CIA, disfrazado de profeta Elías, que intenta recuperar la nariz de la Estatua de la Libertad que ha robado Vladimir, el incompetente líder del grupo, que ahora se hace llamar Moisés y proclama que los conducirá a la tierra prometida.» Leído el argumento, creo que sobran las palabras.
(1) Este dato lo señala Peter von Bagh en el booklet del disco «Total Balalaika Show», y describe el concierto en estos términos: «Un momento de emoción, inspiración y tolerancia, y enorme humor, transformado en un palpable AHORA. Felicidad en estado puro, en estado absoluto«.
(2) Kaurismäki tiene cierta inclinación a este tipo de guiños; no en vano, hacía aparecer a dos realizadores tan poco usuales (y tan olvidados) como Sam Fuller y Louis Malle en La vie de bohème (1991), su adaptación de la ópera de Puccini.
3) Había un gag parecido en el film japonés El verano de Kikujiro (Kikujiro no natsu, 1999), de Takeshi Kitano, cuando su personaje comía a escondidas del niño que le acompañaba. Kitano, por cierto, practica un humor (raro) que comparte algunos elementos con el de Leningrad Cowboys go America.