Representar la locura ha sido una obsesión bastante frecuente en el ámbito del arte, aunque no siempre se han logrado los resultados más certeros en lo que respecta a la hora de equilibrarlo narrativo y la versión distorsionada de lo real. Si partimos de la concepción de que lo narrativo es la ordenación de un caos primigenio de acontecimientos, el caos primigenio es el desorden producido por la percepción distorsionada de lo real: de entrada, la locura es antitética y contraria a toda representación narrativa de la visión de quien la sufre. Eso sería un problema sólo sí pudiéramos atestiguar la existencia de una percepción objetiva, común a la totalidad de las personas; ahora bien, en tanto toda representación es la elección de una mirada, que implica una manera interesada de mirar, la dificultad que tiene representar la locura es que nos exige fusionar fondo y forma para evitar que la locura sea la mera representación del actuar inverosímil o incoherente de un hombre cualquiera. Si se representa bien, los actos del «loco» —permitámonos las comillas por prudencia, por eso de considerar que no sólo se aplica a quien tiene una psicopatología— debe mostrarse como un modus vivendi coherente con respecto de como percibe el mundo esa persona: él tiene su propio orden de las cosas, diferente a nuestra percepción fenoménica del mundo, y como tal se debe plasmar.
El mayor logro de Maniac (Franck Khalfoun, 2012) no es tanto desvincularse de su origen, creando su propio sentido interno a pesar de no caer lejos de la película que rehace, sino conseguir fusionar en un perfecto orden armónico lo que cuenta y cómo lo cuenta. Grabada en primera persona, la película nos obliga a mirar el mundo desde los ojos de un psicópata; es la autobiografía de un crimen escrita desde los ojos de alguien que no percibe siempre el mundo tal cual es, pero incluso cuando lo hace su mirada está condicionada por una psique turbadora: en una de las mejores escenas de la película vemos como conduce por la ciudad siguiendo con la mirada a diferentes mujeres, persiguiéndolas con la vista, evaluando sus cualidades como haría un depredador acechando a su presa. El carácter literario de esa mirada resulta evidente, pues la primera persona parece el privado coto narrativo de la literatura, salvo porque Maniac no se arroga ese carácter para sí hasta sus últimas consecuencias: no tenemos acceso a los pensamientos del personaje de Elijah Wood, el psicópata a través de cuyos ojos vemos el mundo, sino que sólo podemos ver como vislumbra el mundo en toda su extrañeza. Esta ausencia de verborrea interna puede interpretarse como un logro, precisamente, por aquello que tiene de convertir su locura en un proceso visual al cual asistimos en primera persona: el remanente es literario, pero el resultado fílmico.
Todo este juego con la mirada no serviría de nada si no viniera acompañado de una narrativa bien planteada. La historia del personaje, con alucinaciones que funcionan como flashbacks que nos narran su trauma infantil, se fundamenta a través de sus maniquís, haciendo que la mayor parte de sus visiones tengan que ver con la objetificación de las personas —que además, permitiría una interesante lectura feminista de la película: cómo los hombres convierten a las mujeres en objetos para sus propias necesidades internas, aquí de forma literal—, con los cuales pretende restablecer un orden de verdad que pueda comprender, ya que habita entre lo que percibe como real y las fugas de consciencia. No nos narra la historia de un loco, nos es narrada una historia a través de como la interpreta un demente.
Ese tránsito hacia la primera persona en la que se infiltran otros planos diferentes que añaden intensidad al montaje, siempre justificados al ser cambios producidos sólo en el ámbito de las visiones del protagonista —si está sufriendo una fuga psicogénica es absurdo pensar que debe ver, por necesidad, todo desde la misma perspectiva: no es desconocido la situación de presenciar los acontecimientos de un determinado momento desde fuera del cuerpo—, la fotografía se aprovecha con buen gusto de la desconexión fenoménica del personaje para plagar el metraje de una belleza arrebatadora. Desde los juegos de espejos y cámaras donde se ve el personaje a sí mismo como reflejo, que sirve también como referencia del reflejo como conocimiento del yo: en esos momentos o no puede sostenerse la mirada o se ve a sí mismo como un maniquí, hasta el uso de colores saturados, distorsiones o juegos de luces para enfatizar la percepción distorsionada del protagonista. No es sólo que vea de forma diferente en un plano perceptual inmediato, no es sólo que vea maniquís donde hay personas, es que también percibe diferente las cualidades secundarias del mundo, los colores y las formas, en un evidente problema de percepción fenoménica.
El único problema que se le podría achacar, y más por ganas de forzar algún fallo de cierta entidad en la película, es lo que funcionaba en Maniac (William Lustig, 1980) no lo hace del mismo modo en el remake. Donde la estupenda película de Lustig conseguía firmar una de las escenas más desasosegantes y brutales en la persecución en la estación de metro, la primera persona de Franck Khalfoun convierte la escena en una cacería menos intensa al quitar de la ecuación todo posible factor sorpresa; la entidad de la persecución se transforma en el cambio de perspectiva: donde la original se centraba en el sufrimiento de la presa, el remake nos hace seguir la psicología del depredador. Humaniza al monstruo convirtiéndolo en un loco homicida, en un enfermo, no en un monstruo sobrenatural de aires slasher. Más que defecto, un interesante cambio de vista narrativo.
Si sumamos todo lo anterior a una banda sonora de excepción que sabe dotar a cada instante del tono preciso, unas cuantas referencias hacia el cine de terror bien salpimentadas a lo largo del metraje —referenciando desde Los ojos sin rostro (Les yeux sans visage, Georges Franju, 1960) hasta El silencio de los corderos (The Silence of the Lambs; Jonathan Demme, 1991) pasando por, como no podía ser de otro modo, la Maniac original en un descacharrante guiño metanarrativo— y unas bien salpimentadas dosis de gore, lo que nos encontramos es una estupenda revisitación de un clásico del cine de terror que ni ha envejecido ni puede ser sustituido, y por eso no lo pretende, haciendo de su nueva versión un gran tratado artístico sobre la locura.