Las tinieblas de nuestro corazón
Difícil escribir, a estas alturas, sobre True Detective (íd.; 2014-?. HBO), sin repetir conceptos comentados mil veces: una serie impactante, unos títulos de crédito con gancho, dos personajes que pasarán a la historia televisiva, una narración que juega hábilmente con extensos flashback, un travelling del que nos gustaría ver el making of —¡ríase usted de Welles y Scorsese, vaya prodigio de planificación y coreografía!—…. Cierto, True Detective es una serie redonda. En su justa medida. No debía durar más de lo que duró. Nudos y planteamientos mezclados, sazonados con inteligencia y desenlace en su punto. Un guion que lleva la literatura —construcción de personajes y diálogos inteligentes, más allá de chascarrillos o frases ingeniosas— a las imágenes sin desmerecer uno u otro arte. Unas imágenes que, una vez más, nos recuerdan que actualmente gran parte del mejor cine se ve en la pequeña pantalla.
La brillantez de la puesta en escena de Cary Fukunaga se quedaría coja de no contar con la base servida por un escritor metido, con deslumbrante atrevimiento, a guionista. Nic Pizzolatto bucea en los clásicos del género mezclando el horror con el policíaco. Y aunque es tentador rememorar a aquel detective revenant que era Harry Angel en su pesadillesca pesquisa por Lousiana —El corazón del ángel (Angel Heart; Alan Parker, 1987—, hay que referirse a dos obras y a un autor muy concretos: Seven (Se7en; David Fincher, 1995) y Zodiac (íd.; David Fincher, 2007). Si la sordidez de la trama, su morbosidad, la ritualidad de los asesinatos, remiten a la primera película citada, la laberíntica investigación, las pistas falsas y la progresiva desesperación de los policías que las siguen nos aproxima a los frustrados protagonistas de la segunda. Rust Cohle y Martin Hart, buddies forzosos, antitéticos y a la vez complementarios, toparán, una y otra vez, con un muro que les cierra el camino de la investigación. Y es ahí donde acaba por desatarse el último nudo de la trama. Porque, si bien van en pos de un psicópata (o varios) que de modo ritual asesina mujeres en zonas de la América profunda, el terror no está tanto en lo que vemos como en aquello que no llegamos a ver. Hay terror en las cabañas ocultas en la maleza, en sus tumbas con cadáveres mal enterrados, en las zonas semi inundadas que no controla la autoridad. Y, como en tantos slashers rurales, hay amenaza en las sonrisas de los rednecks que vienen a tomar unas copas en la ciudad, en los grupos religiosos que lanzan improperios contra el diablo, en los caminos equivocados por los que nos podemos perder…
Y, aun así, el peligro es más íntimo. El terror está en Carcosa. Carcosa, la ciudad maldita, referida inicialmente por Ambrose Bierce, posteriormente por Lovecraft y citada posteriormente en obras de George R.R. Martin y Neil Gaiman, entre otros muchos. Carcosa, el corazón de las tinieblas. Carcosa, citada por testimonios demenciales y escrita en documentos producto de la locura. Carcosa, amenaza abstracta para la zozobra de dos detectives que tratan de mantener su cordura siguiendo el método científico. Y ahí radica el auténtico horror contemplado en True Detective. No en los asesinatos, ni en la incertidumbre que se oculta en la oscuridad. El terror yace en el interior mismo de los dos personajes. En el desmoronamiento de su mundo. En el vacío en que vive Rust, desprovisto de vida social, de familia, de amigos. Habitante de un apartamento sin vida, repleto únicamente de referencias laborales. En el Rust que se agarra al caso por investigar porque, literalmente, no tiene nada más en su vida. En el Rust que es, está obligado a ser, un Auténtico Detective, porque no es ninguna otra cosa, porque no tiene nada más que eso. En el Rust que no cree en Dios ni en el Más Allá, pero a quien le horroriza pensar que nada de lo que ha hecho pueda servir de nada. En el Rust que se da cuenta de que el sinsentido no está Más Allá sino aquí mismo. Y el terror también está en el interior de Martin. No porque haya perdido mujer e hijos. Sino porque ha tenido que reconocerse a sí mismo en la mentira en la que vivía. Ni Dios, ni Patria, ni Familia, todo asidero moral le ha fallado. Y él se ha fallado a sí mismo. Como a aquel compañero a quien cree odiar, al que querría haber olvidado, pero que regresa una y otra vez, recordándole el trabajo no terminado, el enigma no resuelto y, también, el fracaso de sus creencias. Ahora ya no les queda sino recuperar la dignidad mediante la profesionalidad. Rust ha hecho de la investigación su motivo de vida; si falla, el sinsentido de cuya existencia hablaba, casi habría que decir del que se jactaba, será una realidad que acaba absolutamente con todo lo vivido. Martin, que ha falsificado su vida entera, y que ahora, la ve abocada, como su compañero reaparecido, al vacío más absoluto, también está en la misma situación.
El horror al que se enfrentan está, por tanto, dentro de sí mismos. Y por ello, no tanto para buscar una redención como para darle un mínimo sentido a sus vidas, para apagar, para disolver, el horror cotidiano que les asfixia, tendrán que ir hasta el final. Y ése es el auténtico terror que nos muestra True Detective. Un terror que, tal vez en otra medida, nosotros también vivimos. Entender que no hay justicia, que no hay una moral universal que ponga las cosas en su sitio, que no hay un final feliz ni en este mundo ni en el otro. Aun peor, comprender que, en una u otra medida, hemos sido cómplices de todo ello. Reconocer, después de tantos años, que ya estamos en Carcosa…