El triunfo de la voluntad
Las blue chips a las que alude el título original (en España un Ganar de cualquier manera que añade ciertas connotaciones a ese triunfo muy en la línea de lo que muestra la película) hacen referencia a aquellas empresas bursátiles que los inversores consideran valores fiables, aquellos en los que depositarían su dinero prácticamente con los ojos cerrados. En la película lo menciona uno de los jugadores refiriéndose a sí mismo para solicitar una considerable cantidad de dinero para aceptar ser fichado por el equipo. Lejos de la visión romántica que pueda tener un aficionado, el deporte no deja de ser un negocio, en algunos casos multimillonario, y como tal es tratado por aquellos responsables de que los equipos funcionen como se espera de ellos, es decir, ganando, pero también, y sobre todo, generando beneficios económicos. De la misma forma, se puede reducir a análisis numéricos (acordémonos de la estupenda Moneyball, basada en hechos reales, no lo olvidemos) y tratar a los jugadores como hacen las grandes empresas con sus empleados, como meros recursos, generadores de estadísticas que si se analizan y explotan correctamente pueden redundar en los consabidos beneficios. Y dicho esto, no es de extrañar que sean también considerados como una inversión, se paga un dinero por ellos con el objetivo de obtener una rentabilidad posterior. El problema es que en la época en que se desarrolla la historia narrada por la película de Friedkin todavía existía algo de ese romanticismo y estaban prohibidas las contraprestaciones económicas en el baloncesto universitario. Es decir, los jugadores pertenecían al equipo por estar inscritos en la universidad, pero no les podían pagar de ninguna forma para que tomasen dicha decisión.
Ganar de cualquier manera es una rara avis dentro de la filmografía de Friedkin, pero también dentro de su género, pues bajo la apariencia de un drama deportivo al uso se esconde la denuncia de un sistema corrupto, y todos los esfuerzos del guion de Ron Shelton (Los blancos no la saben meter) se centran en enfatizar este aspecto. En cualquier ejemplo canónico del cine deportivo, de una u otra forma se generarían expectativas en el espectador respecto al desempeño final del equipo protagonista: si ganarán el torneo, si se vengarán (sobre la cancha o fuera de ella) del equipo rival, en fin, una serie de convenciones que sin embargo aquí son pasadas por alto, centrando el peso de la historia en el personaje de Pete Bell, un entrenador que trata de mantener su integridad en un mundo que le arrastra irremediablemente a la corrupción. Le imprime vida y carácter un Nick Nolte desencadenado; no hay más que ver la charla motivacional en tres tiempos que abre el film y nos mete de lleno en la realidad de un vestuario caldeado por una sola persona: el entrenador y sus gritos (y alguna silla recibida estrepitosamente por el suelo desde el que la cámara, apoyada estáticamente, registra la salida de tono, que no será la última), alternados intermitentemente con los rostros cariacontecidos de unos jugadores que desearían estar en otra parte. Inmediatamente después la cámara le sigue al interior de la cancha y nos sumerge en el partido. Tanto este como todo los momentos de juego que aparecen en el film se ruedan desde dentro de la pista, con casi cada jugada en una toma, sin apenas montaje, con la cámara siguiendo la bola para hacernos sentir como si estuviésemos a pie de pista. Los jugadores pertenecen al baloncesto universitario real, y casi todos los partidos también son auténticos, en general no son recreaciones ficticias. Incluso se contó con algunos jugadores profesionales para los papeles protagonistas (por ejemplo Shaquille O’Neal o Penny Hardaway, ambos jugadores de Orlando Magic cuando se estrenó la película). En el segundo partido, segunda derrota que observamos, según va aumentando la diferencia de puntos adversa, Friedkin muestra el juego a cámara lenta, intercalando el rostro de Nolte, pura desesperación, aislando parcialmente el sonido ambiente e incluyendo una música de saxofón propia de un telefilm erótico, pero que sorprendentemente funciona para meternos en el pellejo de este entrenador que definitivamente no está acostumbrado al fracaso y necesita un equipo ganador. Tiene en mente los jugadores que quiere, pero necesita convencerles de que su equipo es la decisión correcta para ellos.
Después la película entra en un tramo donde al son de temas populares de blues y rock sureño, el entrenador visita Chicago, Indiana, Louisiana, buscando a sus futuras estrellas, tres set pieces que conforman una fase de reclutamiento para «montar el equipo» como si nos encontrásemos en una película de atracos. El problema es que todos (más casi sus familias que ellos mismos) quieren algo a cambio. El personaje de Nolte se niega repetidamente (incluso de forma virulenta) ya que es consciente de la prohibición de tales prácticas que además podrían acabar con su carrera. Aún así, finalmente el milagro sucede y consigue su equipo soñado. Pero todos sabemos que los milagros no existen. Pete actúa como si no supiese lo que ha ocurrido, quizá solo lo sabe en su su subconsciente, pero de alguna forma se traiciona a sí mismo, se convierte en aquello de lo que siempre renegó. Quizá porque el sistema está corrupto y es imposible escapar de sus garras. Un entrenador que es honesto e íntegro y aún así sucumbe. Precisamente de esa honestidad surge su decisión final de tirar de la manta y dimitir del cargo, en un monólogo concesivo y algo moralista, con el malvado Happy (villano estereotípico interpretado por J. T. Walsh) que no se come su gorro de rabia porque no tiene, pero también consecuente con un personaje bien construido por Nolte y realmente creíble. Las derivas argumentales con su relación de pareja (una ex con la que se lleva mejor que si llevasen una semana de relación) apuntan en la misma dirección, cero turbulencias en una historia que podría haber tomado derroteros más turbios y seguramente más naturales. La integridad moral existe, seguro, pero no es lo habitual, y aunque para muchos el desenlace de Bell será un fracaso vital, en el fondo no es otra cosa que un triunfo moral. Y es por ello que Ganar de cualquier manera es también un trabajo insólito en la filmografía de Friedkin, que no destaca precisamente por destilar optimismo en sus historias, más bien lo contrario, y aquí, por si no es suficiente el discurso de dimisión, se subraya esa victoria espiritual de su protagonista anticipando su futuro como entrenador infantil en una coda donde, al acercarse a una cancha de barrio al aire libre, no puede evitar lanzarse a enseñar a los chavales que la pueblan.
A día de hoy los jugadores universitarios ya pueden recibir compensaciones económicas por inscribirse en uno u otro equipo, y una vez más la realidad aplasta y engulle a la ficción, demostrando que el sistema se transforma siempre implacablemente en la misma dirección toda vez que cualquier esfuerzo individual a la contra no podrá hacer nada por evitarlo.