Jade (1995)

Las vidas del noir

JadeNo deja de sorprenderme la pervivencia del cine negro, que ha legado para la posteridad un saldo considerable de obras maestras. Quizá porque, más allá de la etiqueta, remite a un estado de ánimo. También a una manera de ser y habitar el mundo. Por más que nos resulte perturbador abismarnos en estas historias maceradas en maldad, su vigencia actual se sustenta en el hecho de que nos gusta vernos reflejados en los arquetipos que, dominados por sus bajas pasiones, toman cuerpo en la pantalla. Desde la comodidad de la butaca disfrutamos la recreación de todas esas tipologías de desborde pulsional el cual, encerrado en la caja de siete caudales de la socialización, nos esforzamos denodadamente en no dejar aflorar en nuestras vidas corrientes… pero nos encanta ver encarnado en estos roles. Quede claro que, pese a la incoherencia subyacente a este placer culpable, va siendo hora de aceptar que el camino hacia el autoconocimiento pasa por aceptar que, en esencia, somos seres insatisfechos: inevitablemente escindidos ante la eterna disyuntiva entre la realidad y el deseo.

Un deseo que, sea de dinero, sea de poder —¿acaso existe diferencia?— alude inequívocamente al afán de notoriedad: la necesidad de ser alguien que no se es; también a la ausencia del más mínimo escrúpulo para mantener dicha posición una vez lograda, o bien heredada. A poco que pensemos acerca de nuestras obras de referencia del negro, en todas ellas encontramos personajes que están dispuestos a hacer lo que sea necesario para mantener su posición de privilegio, o bien alcanzarla cuando es vista como la única manera para escapar de la mediocridad de una vida sin horizonte. En el fondo el atractivo de estas historias remite a la consabida dicotomía moral que, y aquí reside uno de los principales hallazgos del género, se tiñe de tonalidades grises: si los villanos encarnan defectos con los que, a modo de espejos deformantes, todos podemos sentirnos identificados, los héroes no son, ni mucho menos, de una pieza. De hecho, su relación con las mujeres sería, cuando menos, problemática: que no puedan evitar caer rendidos a sus encantos resulta proverbial, pero ellas están lejos de ser un modelo de virtudes: la femme fatale se valdría del componente más voluptuoso de la femineidad para conseguir sus propósitos.

Instinto básico

Llegados a este punto es cuando, asumiendo el riesgo de lapidación pública, afirmo que si nos esforzamos en llevar a cabo una revisión contextualizada del periodo histórico en que estos títulos vieron la luz, estas figuras femeninas valientes y talentosas —vestidas de manera provocativa y fumando un cigarrillo tras otro—, decididas a jugar la partida en un mundo de hombres lucen más que favorecidas. Que la sociedad de posguerra era estructuralmente machista no admite discusión, con lo que la sexualización de los roles femeninos presentes en estas ficciones estaba, como no podía ser de otro modo, cocinada al gusto masculino, a medio camino entre la sublimación y el fetichismo. De ahí el mérito indudable de subvertir el estereotipo desde dentro, elevando la apuesta hasta visualizar, en todo su patetismo, la renuncia al sentido común, cuando no el infantilismo de estos tipos duros de gabardina y sombrero de ala ancha. Gilda (íd., Charles Vidor, 1946) aporta al respecto un modelo canónico: a la sobredosis de sensualidad de los números musicales de la susodicha, que tienen mucho de liberación personal, responde el atribulado personaje encarnado por Glenn Ford con una sonora bofetada: ¿masculinidad hegemónica? Impotencia pura y dura.

De la rutilante corista encarnada por Rita Hayworth a la sofisticada psicóloga de día/prostituta de noche interpretada por Linda Fiorentino en Jade (íd., William Friedkin, 1995) median cinco décadas de metamorfosis del arquetipo de la mujer fatal, en las que si algo se ha mantenido inmutable es el poder de actuación que les confiere —en una sociedad tan bienpensante, en el peor sentido de la palabra, como la estadounidense—, su atractivo sexual. Herederas directas de las emulaciones hitchcockianas de De Palma, en la década de los 90 el género se acerca decididamente al mainstream, aunando la vertiente más espectacular del policiaco con una mayor carga de erotismo, en línea con la redefinición contemporánea de lo que se consideraba aceptable mostrar en la gran pantalla, siempre dentro de un orden. El modelo a seguir será el aportado por una alumna aventajada de Vestida para matar (Dressed to Kill. Brian de Palma, 1980) o Fuego en el cuerpo (Body Heat. Lawrence Kasdan, 1981): Instinto básico (Basic Instinct. Paul Verhoeven, 1992) trasciende ampliamente su condición de producto manufacturado para reventar la taquilla por la calidad que destilan todos y cada uno de sus componentes, poniendo en valor la máxima de que si no tienes nada nuevo que contar, al menos esfuérzate en que luzca en pantalla con todo lujo de detalles.

El valor de la veteranía

Más allá de su culterana recuperación de los códigos del noir, en Instinto básico la pulsión sexual que alimenta a sus protagonistas se traslada a una puesta en escena que sabe ser explícita, por momentos transgresora, articulando una trama precisa como un mecanismo de relojería. De hecho, sin entrar a valorar que el modus operandi de Catherine Tramell (Sharon Stone) linde con el ámbito de la psicopatología, lo cierto es que le permite manejar a su antojo a los hombres que le rodean —con la aparente excepción de Nick Curran (Michael Douglas)—, en un revitalizado alarde de poderío femenino. ¿Podríamos decir lo mismo de la Jade del título homónimo? La comparación no es odiosa, a viva cuenta de que esta última surge a rebufo del exitoso título de Verhoeven, en una de estas operaciones de indisimulado regusto comercial a que Hollywood nos tiene tan acostumbrados. Para más similitudes repite en los créditos el ínclito Joe Eszterhas, reincidiendo en todos y cada uno de los tópicos que funcionaron como reclamo para la taquilla. Si era lo pretendido, objetivo cumplido: el visionado de Jade sigue remitiendo poderosamente, transcurridos casi treinta años de su estreno, a Instinto Básico. Afortunadamente, más allá de su condición de pálido reflejo en lo dramático y conceptual, afloran indudables aciertos de puesta en escena que no debemos pasar por alto.

La apuesta por William Friedkin, decisión menos previsible de lo que pudiera parecer a simple vista, para dirigir una obra de encargo con escaso espacio para reivindicarse, se rebela afortunada. Lo cierto es que, tras varias décadas de filmografía a sus espaldas, su deriva hacia la insignificancia en la década de los ochenta amenazaba con perpetuarse en los noventa, con lo que Jade, pese a su condición de título de productor/guionista, aportaba la posibilidad de contar con el favor de la industria, con lo que ello supone como elemento revitalizador de carreras en dique seco. Quizá consciente de ello el firmante de El exorcista (The Exorcist, 1973) se prodiga ya desde los primeros compases del metraje en dar espesor a los encuadres: la secuencia de apertura, en la que de la mano de una cámara ceremoniosa, en plano subjetivo, recorremos con parsimonia las estancias de una lujosa mansión —deteniéndonos ante una ominosa máscara que parece devolvernos, enigmática, la mirada— hasta llegar al dormitorio principal en el que, en off visual, escuchamos los estertores de un salvaje asesinato —del que sólo veremos el flujo de sangre derramada— constituye un alarde de puesta en escena: su cualidad malsana, desasosegante la vincula con su obra magna mediante la concreción sutil de una atmósfera de malignidad. Cuando unos minutos después veamos el resultado de tamaño ensañamiento, en una película que no escatima en hemoglobina precisamente, no será ni mucho menos tan perturbador como lo habíamos imaginado merced a esta hipnótica comunión de música e imágenes.

Jade

El hecho de que en Jade funcione mucho mejor la sugerencia que la explicitud, sumado a unos estallidos de violencia que hacen gala de una contundencia expositiva ciertamente estimulante, constituyen asideros que permiten sobreponerse a las inconsistencias de la trama, que conforme se va revelando, sin margen para la sorpresa, rebela sus muchas deudas contraídas. En todo caso sus ajustados 95 minutos de metraje, que ni permiten grandes circunloquios narrativos ni profusas justificaciones psicologicistas, juegan a su favor: la obligada concisión de las secuencias beneficia especialmente a las que desarrollan la investigación policial, centrada en el ayudante del Fiscal del Distrito encarnado, con escasa convicción, por David Caruso, devenido en cicerone del espectador por un ecosistema policial macerado en testosterona, recreado con la verosimilitud que aportan un puñado de intérpretes rocosos, que tan pronto exhiben su misoginia reconcentrada ante un video de alto voltaje sexual como, a la mínima que sienten cuestionada su virilidad, pasan a las manos como gallos de pelea ¿Cómo no recordar French Connection. Contra el imperio de la droga (French Connection, 1971)? La apelación al propio bagaje fílmico consigue dotar a estos pasajes de una poderosa fisicidad, con mención especial para la espléndida persecución automovilística, filmada con autentica pleitesía visual, que comienza con un sádico atropello y, tras recorrer durante varios minutos los hitos urbanos más reconocibles de San Francisco, termina en los muelles con un ejercicio de suspense que nos da la medida exacta del estatus de William Friedkin como maestro del cine de acción.

En su decidida apuesta por reflejar la virulencia de la cacería, con un excelso uso de la dilatación temporal que logra trasladar al espectador la impotencia al volante del cazador finalmente convertido en presa, se establece de modo inequívoco la filiación de dicha persecución con su celebérrima predecesora, motivo último por el que esta se incluye en la acción y, por descontado, el firmante de French Connection se hace cargo de la dirección de Jade. Poco que objetar en lo que respecta a la excelencia audiovisual de los planos y secuencias que llevan su sello pero ¿resulta suficiente? Sea por incomparecencia del propio Friedkin, sea por claudicar al abrazo del oso de Eszterhas, las idas y venidas del triangulo protagonista —al que se suma un abogado, enamorado de su reflejo, encarnado por un Chazz Palminteri algo más entonado que el resto—, que a fin de cuentas constituyen la medular del relato, carecen de mayor interés. Fundamentalmente porque la doble vida del personaje de Fiorentino adolece de consistencia dramática y lo que es peor: la tibieza de su encarnación de la femme fatale traiciona el espíritu de sus predecesoras mencionadas al principio del artículo, quedando lejos, muy lejos de la imbatible Stone. Así las cosas, queda a juicio del espectador sopesar si la domesticada contribución de un cineasta con nombre y apellidos supone reclamo suficiente para dar por válidas dichas insuficiencias. Para el que esto suscribe el interés de obras como Jade reside, precisamente, en mostrarnos la medida exacta de la pervivencia, cuando las circunstancias no acompañan, del pedigrí autoral. A William Friedkin al menos le supuso renovar el crédito de Hollywood —Reglas de compromiso (Rules of Engagement, 2000)— por algunos años más.

Reglas de compromiso (Rules of Engagement, 2000)