La modernísima Prometea
Parafraseando la máxima futbolera de Jorge Valdano, podríamos decir que los grandes iconoclastas, como los grandes futboleros, están destinados a encontrarse. Algo así ha ocurrido con el director griego Yorgos Lanthimos y el novelista escocés (pues cualquier otro gentilicio lo haría removerse en su tumba), Alasdair Gray. Pintor antes que escritor, su formación permitía a Gray acercarse a la literatura con una falta de prejuicios y una inventiva formal sorprendente y atractiva. Lo hacía, sin ir más lejos, en la novela que nos ocupa, su obra más reconocida, merecedora del premio Whitbread. La historia se presenta en forma de ejercicio metanarrativo de hasta tres fuentes: el manuscrito encontrado, que firma el propio Gray y acompaña de unas notas aclaratorias finales; la autobiografía del doctor Archibald McCandless, que relata la historia de la singular heroína Bella Baxter; y un comentario de la doctora “Victoria” McCandless (siendo las comillas aportadas por el autor de manera nada inocente). En sus páginas, además, se incluyen ilustraciones pretendidamente científicas, correspondencia y garabatos varios. Cada voz obedece a un propósito narrativo: Gray siembra la duda del narrador poco fiable; McCandless realiza una disparatada crónica; “Victoria” (recordad, el entrecomillado es importante) enmienda la plana a su marido y nos da la clave de su contenido en la página 289 cuando, al referirse a la narración de Archibald apunta: «¿De qué mórbida fantasía victoriana NO ha robado algo?» En el recuento figuran, como mínimo, tres tradiciones de la época. El latrocinio principal es el Frankenstein de Mary Shelley. La acción se sitúa en Glasgow, en 1881. La revolución industrial funciona a todo vapor y el mundo cambia con cada movimiento de pistón. El estrafalario émulo del Doctor Frankenstein que responde al nombre de Godwin Baxter decide revivir a una ahogada embarazada implantándole el cerebro de su hija nonata y rebautizarla como Bella Baxter. Con su cerebro en fase de desarrollo, la novela es la historia de como Bella alcanza la vida adulta intelectual, enfrentándose a las convenciones sociales con una total libertad y falta de prejuicios en la que, por supuesto, el sexo es uno de sus grandes arietes. La novela deviene así una fábula rabiosamente moderna sobre el empoderamiento personal y sexual femenino, escrita en un 1992 en el que no era, desde luego, ni mucho menos habitual defender una posición tan inequívocamente feminista. Los hombres que rodean a Bella son patanes, sátiros, incapaces y, por encima de todo, cercenadores de la libertad de obra, cuerpo y pensamiento de las mujeres. Una realidad de la que se va percatando la protagonista en sus reflexiones cuando afirma, por ejemplo, que: «mi pobre hombre no tomaría consejo de mí porque se sentía débil cuando lo hacía y fuerte cuando no» (p. 142). Es, sin duda, el mensaje fundamental de la novela y el que más ha interesado a Lanthimos. Pero no es el único. La parodia de la ciencia ficción, por la que también se filtra el mundo de H.G. Wells, se complementa con la de la novela decimonónica realista de corte dickensiano. Esas historias de pobres huerfanitos que, en un giro final de los acontecimientos, tienen más dinero que el Banco de Inglaterra. Por supuesto, como buen escocés y mejor laborista de la era pre-Tony Blair y, por lo tanto, de cuando el laborismo significaba algo, Gray detestaba profundamente a Margaret Thatcher y Pobres criaturas puede leerse como una descripción de cómo los vicios y crueldad victorianos perviven en un presente en el que la clase trabajadora vuelve a ser humillada por los poderosos. Imposible no pensar en aquellos años de salvaje liberalismo al leer párrafos como: «Nuestros nuevos y enormes conocimientos científicos son siempre aprovechados primero por las partes más condenadamente codiciosas y egoístas de nuestra naturaleza y nación» (p.95). La posibilidad de cambiar el mundo, explicitada por dos compañeros de viaje de Bella Baxter, contrapone la utopía posible con el nihilismo más acerado, para congoja de una Bella decididamente soñadora. Queda, por último, la narrativa de viajes, en la que sobrevuela una última crítica política de nuevo rabiosamente actual, como es la del colonialismo. Un crucero por el Mediterráneo, con parada en Odesa, Alejandría o Gibraltar (lugar este de infausto recuerdo para Gray, pues allí fue hospitalizado y robado), muestra las diferentes escalas de las desigualdades incentivadas y promovidas por Occidente desde finales del XIX.
Shelley tituló su seminal novela como Frankenstein o el moderno Prometeo. Homenajeaba así el viejo mito griego del pobre titán que solo quería ayudar a los hombres y hacerles la vida más sencilla robándole el fuego a los dioses, siendo condenado a que un águila le devorara los higadillos cada día. Bella Baxter, modernísima Prometea creada por Alasdair Gray, también se empeña en mejorar la vida de los hombres (y mujeres) y, aunque en esta divertidísima novela no todo sale bien y sabemos que el fuego no ha acabado de prender, nos ofrece chispazos suficientes como para confiar en que lo haga en un futuro.