En ocasiones la luz nos impide ver lo que tenemos delante de nuestros ojos. Llámalo luz, tristeza, ansia, ilusión, trauma… Llámalo como quieras pero la realidad es que no siempre es fácil saber dónde estamos y lo que está ocurriendo.
Sustituyendo el claustrofóbico y burocrático ambiente opresivo de oficina que planteaba The Assistant por una suerte de bar perdido en medio de la nada del árido sur de Australia, Kitty Green amplía miras con su segunda película. Allí, rodeada de canguros y kilómetros de carretera solitaria, se despliega su nueva historia en la que dos jóvenes turistas inscritas en un programa de trabajo temporal para viajeras, terminan sirviendo ingentes cantidades de alcohol a mineros locales en un ambiente a cada segundo más hostil, plagado de tensión e impregnado machismo.
Ante todo, Hotel Royal es una aventura para la directora. Recluida antaño en un formato más reducido y modesto en su ópera prima, las miras expansivas de Green son más que palpables y la película lo refleja: más personajes, más escenarios, más géneros y más recursos. Todo destinado a una clara apuesta por curtirse como cineasta. Y, si bien es cierto que no alcanza el gran resultado de The Assistant, el conjunto de su segunda película presenta toda una serie de elementos profundamente interesantes que vale la pena reseñar.
Nuestras guías en la historia son dos jóvenes huyendo de sus hogares en busca de fiesta y algo de dinero. Ansían experiencias y diversión, incluso aunque, sin darse cuenta, eso mismo sea lo que les está cegando. Precisamente por su turbulenta coyuntura, la película se transfigura a través de diferentes géneros para dar cabida a la vorágine emocional que padecen sus protagonistas. Tonteando con la comedia, el thriller y el terror, Hotel Royal nace como una especie de hijo bastardo entre Resacón en Las Vegas, As Bestas y Wolf Creek que, con el paso del metraje, va cuajando y, como toda criatura, aprendiendo a caminar.
Del mismo modo que las protagonistas están cegadas por sus motivaciones y bagaje, la película presenta una dinámica de planos y encuadres siempre permeados por la iluminación. Ya sea el contraste de una oscura discoteca con la luz del exterior, el omnipresente contraluz o la refracción del sol en los cristales y espejos, siempre hay algo de iridiscencia manchando la lente de la cámara. Es como si se nos quisiera cegar de un modo parecido al que lo están sus personajes, demasiado preocupados con sus propias desgracias como para darse cuenta de la gravedad de su situación. Unos personajes entre los que destaca una genial Julia Garner, que repite con la directora tras su contenido y ansioso personaje en The Assistant, y un irreconocible Hugo Weaving que encarna al alcohólico dueño del local.
Hotel Royal se desenvuelve y expande de manera caótica, divirtiéndose con la información que da al espectador y torturándolo tanto por lo que se ve como por lo que se desconoce. Y es que, como empieza a ser característico en el cine de Kitty Green, la acción se desarrolla en los márgenes de un conflicto mayor. Aquí, el pesadillesco viaje de las protagonistas, plagado de tóxicas dinámicas de género y abusos de poder, es tan solo una fracción de una problemática mucho más grande en la que, de manera sistematizada, se abusa de un perfil concreto de jóvenes (especialmente mujeres) tal y como demuestra el documental Hotel Coolgardie en el que se inspira la película. Pero en lugar de meterse en camisa de once varas sacrificando metraje para poder contarlo todo, Hotel Royal consigue de este modo librarse de ataduras narrativas innecesarias, siendo libre de explorar y de martirizar a sus personajes con impunidad para retratarlos de forma más honesta y a través de una lente diferente.
Kitty Green ha irrumpido en la ficción como una autora con las ideas muy claras. Usando su bagaje previo en el documental, parece estar expandiendo miras y creciendo como cineasta, aportando siempre un enfoque distinto o menos ortodoxo sobre problemáticas actuales y multidimensionales. Quizás Hotel Royal no sea ni pretenda ser su mejor película, pero se siente (al menos por el momento) una parte importante en el desarrollo de alguien a quien vale la pena seguir de cerca.