Principios del siglo XXI. Con la democracia todavía en construcción y bajo la alargada sombra de la dictadura de Ceaucescu, emerge en Rumanía un grupo de jóvenes cineastas que impulsan un cine con marcado carácter social, que retrata desde la cotidianeidad y con una mirada realista y austera, así como con destacables dosis de humor negro, las entrañas de la sociedad rumana, desde finales del régimen hasta los días actuales. Durante las dos últimas décadas, la denominada Nueva Ola del Cine Rumano —con nombres tan destacados como Cristian Mungiu, Corneliu Porumboiu y, por supuesto, Radu Jude y Cristi Puiu, presentes este año en el D’A— se ha consolidado como uno de los movimientos cinematográficos más prolíficos y consistentes del panorama mundial, gozando de un amplio reconocimiento en los grandes festivales de todo el planeta.
En No esperes demasiado del fin del mundo, de Radu Jude (Oso de Oro por Un polvo desafortunado o porno loco), seguimos a Angela (sensacional Ilinca Manolache), una ayudante de producción que trabaja para una pequeña productora rumana. Angela se pasa el día conduciendo por un Bucarest infernal, visitando a víctimas de accidentes laborales, en busca del candidato ideal para participar en un spot sobre seguridad laboral de una compañía austríaca. Durante las eternas jornadas —a veces, de hasta 20 horas—, los únicos momentos de desconexión para Angela —y, en cierto modo, su pequeña revolución— son los vídeos que publica en TikTok imitando al polémico «alpha male» Andrew Tate, reproduciendo el infame discurso misógino y pro-Putin del ‘influencer’, haciendo de la caricatura su expresión de protesta.
En paralelo al presente, Jude incorpora escenas de la película Angela merge mai departe (Lucian Bratu, 1981) —cuya protagonista Dorina Lazar aparece también en la cinta que nos trae entre manos—, que sigue el día a día de una taxista en Bucarest y su romance con un cliente. Si bien la Angela de Jude emula en cierta manera a la de Bratu, las visiones que presentan sendas películas sobre Rumanía son radicalmente opuestas: la del pasado, realizada durante la dictadura, muestra un idealizado Bucarest, a través de una puesta en escena hiperestilizada y de agradables tonalidades pastel. La del presente, caótica y desalentadora, filmada en largos planos en blanco y negro. Y todavía es mayor el contraste con las imágenes feístas de las pantallas digitales, como si de una especie de evolución deteriorada del presente se tratara.
A través de planos cada vez más largos y de situaciones cada vez más insólitas —incluyendo, por supuesto, el delirante cameo del polémico director alemán Uwe Boll—, Jude deforma las situaciones cotidianas hasta llevarlas al absurdo. La cargada atmósfera sonora, compuesta de cláxons, alarmas de teléfonos y gritos de viandantes o conductores, superpuestos al variado repertorio musical de la radio del coche —que va de la música clásica al trap rumano—, nos sumerge de pleno en la vorágine del presente. Y de pronto, en medio del caos, se para el tiempo. En el más pulcro silencio, se suceden imágenes de los cientos de cruces cristianas que pueblan los márgenes de la carretera más letal de Rumanía, en recuerdo a todas sus víctimas. Entre el gris del asfalto y el verde del campo, la vida y la muerte se dan de la mano. Las imágenes, de una belleza apabullante y devastadora, condensan la esencia de un país en eterna contradicción. Es en ese preciso momento cuando la excelente película deviene una obra maestra.
La mirada hiperrealista de Jude, siempre mediante un humor incisivo, arremete contra el pasado —los estragos de la dictadura, cuya herencia retumba en una democracia todavía joven, la instrumentalización del cine como medio propagandístico—, pero sobre todo contra el presente. El capitalismo como medio de destrucción masiva, que nos evoca irremediablemente a la explotación y a la miseria. Y el papel de una Europa pudiente que se lucra de las carencias de su vecina pobre —con una divertida Nina Hoss canalizando el poder de Austria sobre Rumanía—. Resulta irónico que la melodía del teléfono de Angela sea el himno de la libertad. Pese a ser una mujer extremadamente culta, una ferviente lectora —así lo demuestran sus extensas referencias literarias— y rebosar vitalidad, se ve relegada a dejarse explotar por gente mucho menos capaz. Viviendo en la era de la libertad, no hay más libertad que la de ser pobres.
MMXX —2020 en números romanos—, la última cinta de Cristi Puiu (La muerte del Sr. Lazarescu, Sieranevada), resulta, en comparación, bastante menos incisiva. Dividida en cuatro capítulos, cada uno de ellos retrata, desde perspectivas bastante dispares tanto a nivel de forma como de tono, la nueva realidad de la Rumanía post covid. Los tres primeros episodios, que podrían funcionar de manera independiente, más allá de una conexión anecdótica entre los personajes, se ubican en un marco cotidiano y urbano, mientras el cuarto y último se desplaza hasta una zona rural y se desmarca del tono costumbrista, para derivar en un inquietante thriller policíaco que se adentra en los secretos más oscuros de la sociedad rumana.
El primer capítulo sigue la conversación de una terapeuta con su nueva paciente. Filmado en un solo plano estático —de hecho, cada capítulo se compone por una sola secuencia—, la cámara se mueve tan solo en dos ocasiones, delimitando bien la frontera entre los dos espacios de la casa de la terapeuta: el «dentro», la habitación donde tiene lugar la conversación, ya sin mascarillas y cada vez más absurda, entre la terapeuta y la extravagante paciente. El «fuera», la vía de entrada, donde la realidad del mundo externo se revela de vez en cuando. Si bien Puiu hace gala de un humor afilado y parece acercarse a ideas interesantes —el aislamiento, lo absurdo del presente, incluso una mirada de clase—, ninguna de estas se acaba de desarrollar con demasiada hondura. El segundo y el tercer capítulo siguen respectivamente al hermano y al marido de la terapeuta. Alargados innecesariamente hasta provocar el tedio, plantean dos situaciones anodinas —¿qué nos quiere contar Puiu exactamente?—, que en el mejor de los casos no van más allá de una anécdota curiosa, y cuya propuesta visual resulta plana y simple.
Puiu se reserva para el final —y tras 120 minutos que pesan en la paciencia del espectador, que el director parece empeñado en poner a prueba— el capítulo más trascendente y, pese a su inconexión con el resto, el que dota de sentido a la película. Filmado con una incomodísima cámara en mano, seguimos las investigaciones de dos policías hasta la celebración de un funeral en la campaña rumana. Allí, nos adentramos, siempre a través de la narración oral, en el horror de la explotación sexual y del tráfico de mujeres y de niños. Puiu penetra con pulso firme en las tinieblas de la sociedad europea, planteando una escala de grises en torno a la figura de una mujer —¿víctima o verdugo?, tal vez ambas— que narra su espeluznante testigo.
El visionado de ambas películas se plantea casi como una carrera de fondo cinéfila. No sólo por su extensa duración, sino por la densidad del discurso que suscitan. Pero mientras MMXX, pese a su mirada de profundo desasosiego, acaba resultando bastante superficial e incluso bastante plana en términos cinematográficos, No esperes demasiado del fin del mundo explora las inagotables vías que el medio ofrece, para articular un discurso radical, subversivo y de una extrema contemporaneidad. Una película que no solo habla de la Rumanía actual, sino que captura la esencia del presente en un sentido mucho más amplio, revelándose como una experiencia cinematográfica apasionante y transformativa. Al finalizar la proyección de No esperes demasiado del fin del mundo, y tras una merecidísima ronda de aplausos, un espectador exclamaba entre risas «¡Están locos estos rumanos!». No se me ocurre una mejor manera de terminar este texto.