La reinvención de la bestia
Para aquellos que no hayan leído —espero que todavía— el libro Frankenstein o el moderno Prometeo, escrito por la afamada Mary W. Shelley, hija de la —lamentablemente— no tan recordada Mary Wollstonecraft, icono del feminismo ilustrado, coincidirán, seguramente, conmigo en el más que razonable parecido en cuanto a la temática y la estructura narrativa que, a simple vista, la versión cinematográfica de este memorable libro filmada por James Whale en 1931, guarda con la película Tiburón (Jaws, 1975) de Steven Spielberg —al igual que con otras tantas películas del cine mainstream norteamericano. Como en Tiburón, una bestia despiadada amenaza con destruir el orden establecido que, posteriormente, será restablecido con la muerte del monstruo. Pero si ahondamos un poco en la superficie —y, sobre todo si leemos el excelente libro de Shelley—, nos encontramos con que, verdaderamente, ni el tiburón es tan feroz como nos lo pintan, ni la criatura ideada por la mente de Victor Frankenstein —en el filme de Whale llamado Henry—, obsesionada con los fundamentos de la filosofía natural, tan malvado y terrorífico. Se trata, tan sólo, de revestir la historia con trampas en el guión que hagan más vendible lo vendido. Más allá de deliberados ejercicios distorsionados de reinvención sobre el mito de la bestia, la conclusión parece clara: la bestia no es tan mala. Sólo ataca cuando huele la sangre.
Ciertamente, versionar en la gran pantalla uno de los grandes clásicos de la literatura universal, no es tarea fácil. En ese sentido, la película de Whale, reinventa la historia literaria sobre la que se basa, derivado del hecho de adaptar directamente la obra teatral realizada por Peggy Webling sobre la novela de Shelley. Si bien es cierto que este arriesgado ejercicio implica simplificar en exceso la historia original, no lo es menos que la habilidad de Whale parezca residir en suplir estas carencias dotando al relato de un cariz cómico que le aporta, no obstante, cierta frescura. La torpeza del ayudante jorobado de laboratorio de Henry, al que éste trata despectivamente; los modales toscos del barón Frankenstein, que rozan la grosería, pero que provocan la más hilarante de las carcajadas; la rigidez de un monstruo que adquiere una fisonomía, cuando menos, precursora del Terminator que ideó James Cameron (The Terminator, 1984); el postizo final acorde con los postulados del happy end made in Hollywood. Con semejante panorama, parece lógico pensar que a Mel Brooks no le fuese particularmente difícil la empresa de caricaturizar el mito del monstruo creado por la, entonces, adolescente mente de Mary W. Shelley, en la excelente El jovencito Frankenstein (Young Frankenstein, 1974), partiendo de la versión de Whale como precursora.
El final de la obra de Whale, sin embargo, está exento de esa comicidad que impregna el tratamiento de la trama. La destrucción del monstruo a manos de las gentes del pueblo, al tiempo que evidencia la crueldad de un mundo que no está preparado para el progreso que propone la vida moderna, supone la imposibilidad de asumir lo otro como propio, pues, al fin y al cabo, estas gentes resultan, en sus arranques temperamentales contra la incomprendida bestia, tan monstruosos como él. La inexacta definición identitaria sobre la que se basa el filme, cargando las tintas sobre la bestia, el villano, frente a su creador, el héroe, sirve para redimir los pecados del joven aprendiz de brujo que ha osado jugar con la vida humana y después, para rematar la faena, renegar de ella. El final de la criatura no podía ser más cruel y despiadado: el pueblo, inmerso en un estado de cólera, recurre al crimen colectivo —como modo de expiar sus culpas—, ante la ineptitud de su creador, que no sabe —ni se atreve— a poner fin a lo que él mismo empezó con sus propias manos. Como dice el refrán, «entre todos lo mataron y él solo se murió».