Comedias, retratos y western
Les nouvelles comedies
A la Comedie le sienta bien el cine de autor. Año tras año el D’A nos ofrece variaciones sobre las comedias de enredos en formatos más o menos formales. En esta edición la película inaugural fue, precisamente, Un hombre fiel (L’homme fidèle, Louis Garrel, 2018) en la que se reformulaban, una vez más, los juegos de poder entre sexos. Con una brillante “partitura” del veterano Jean Claude Carriere, la cinta sigue las peripecias de un bello y atolondrado personaje que se ve zarandeado por los caprichos del deseo de dos mujeres. Tan liviana como bien trabada, con precisos diálogos y giros de guion, Carriere recupera y actualiza el vodevil con auténtica veteranía y profesionalidad. Añadiendo, de paso, un nuevo fascículo a la enciclopedia del cine francés que la saga Garrel encarna.
Betes blondes (Maxime Matray, Alexia Walther, 2018) es absolutamente singular. Y divertida. Y, desafortunadamente, un punto triste en su tramo final. Surrealista e hilarante en la mayor parte de su metraje la película de Alexia Walter y Maxime Matray sigue las peripecias de un personaje cuya narcolepsia le lleva a despertar en lugares incongruentes sin que recuerde qué hace allí o cómo ha llegado a tal lugar. Ávido de bebida y alimento, Fabien se lanza al asalto de toda mesa de comida, aunque, como cuenta, carece de sentido de gusto o aroma. El cruce de su itinerario con el de otro personaje, en pos de la cabeza de su amante muerto, da pie a un deambular itinerante en un bosque lleno de gags (hasta el punto de parecer una parodia de The End, de Guillaume Nicloux, en la que Depardieu se perdía en un bosque pesadillesco). Betes blondes es surreal en su humor y en la pasión de sus personajes y se crece en su estructura deslavazada, errática. En el momento en que la estructura de guion pretende ir más allá, con personajes que pretenden abusar de Fabien, la fábula deviene más explicativa y pierde su encanto. Aun así, Betes blondes es un estimulante punto de vista sobre el buen salvaje y la naturaleza humana que no sienta nada mal.
Paul Sanchez est revenu! (Patricia Mazuy, 2018) llegaba con el aval del top Cahiers… discutible, una vez más, el sesgo chauvinista de los votantes. Sólido, atractivo e incisivo, este peculiar thriller adolece de una mayor dosis de sarcasmo. La trama gira en torno al supuesto regreso a una pequeña localidad de un asesino que una década atrás desapareció tras acabar con la vida de su familia. La falsa noticia desencadena una crisis psicótica en un vendedor de piscinas en situación familiar semejante a la del desaparecido asesino, dándole pie a suplantar su identidad. A partir de sus amenazantes mails se desencadena un torbellino de estupidez del que la torpe policía local, un periodista trepa y una agente más ambiciosa que espabilada son más cómplices que otra cosa en la ceremonia de confusión que se genera. Pese al indiscutible interés de la trama, la dosis crítica se antoja severa en exceso y se echa muy en falta el sarcasmo y la mala leche que podían haber aportado los hermanos Coen o, en el mismo contexto, el veterano Claude Chabrol, tan curtido en criticar la sociedad, la hipocresía y el egoísmo burgueses mediante historias noir. Muy posiblemente la opción tomada, con una contención excesiva, obedezca a una decisión de los productores entre los cuales destacan los hermanos Dardenne, un dúo tan creativo como poco orientado al sentido del humor.
Retratos
El D’A permite observar año tras año un tipo de películas, más o menos narrativas, cuyo rasgo principal es la capacidad descriptiva. El ritmo, la puesta en escena, el género incluso, pueden divergir, pero su principal punto en común es la capacidad de sus autores para poner el personaje en contexto y mostrar con imágenes motivos y razonamientos, arrebatos y decisiones, temores o ilusiones de los protagonistas. Resulta ciertamente apasionante identificar como cada autor se esfuerza en modelar personajes no sólo por acciones sino por gestos, miradas o por el entorno más inmediato que les envuelve.
Belmonte (Federico Veiroj, 2018) es el retrato de un personaje herido que reacciona de modo hosco. Tal vez más dibujante que pintor, Belmonte traza figuras que desvelan sexo, erotismo y dolor en grandes trazos de colores, en pugna consigo mismo y con los demás, flotando entre dos aguas, mientras él mismo va a la deriva, tratando de ignorar la separación de la mujer que ama y el embarazo que ella tiene ahora con otro hombre. Veiroj traza un retrato de un personaje retraído, que evita el contacto con los demás, huye de toda relación íntima excepto precisamente de quién ya no le quiere y adopta como filosofía el “vive y deja vivir”. Como los híbridos (animales – señor, según su hija) que pinta en los cuadros. La película se desliza ante nuestros ojos entre ida y venidas del personaje central, en una puesta en escena cuidada y discreta a la vez, resultando en u n brillante ejercicio de retrato.
Retrato de familia hecho por directoras en los casos de Las niñas bien (Alejandra Márquez Abella, 2018) y Sueño Florianópolis (Ana Katz, 2018) y, muy concretamente, de sus protagonistas femeninas. Alta burguesía mejicana, en el primer caso, que en los 80 sufre un descalabro económico y social. Casona con criados por encima del nivel de la familia de Cuarón, cumpleaños por todo lo alto, club deportivo exclusivo y sueños eróticos con Julio Iglesias. La cámara recoge con embeleso el delicado envoltorio de la mujer de porcelana, vacía por dentro, antes de enfrentarla a su némesis, una mejicana rotunda, orientada al ascenso, que desplazará a aquella hija de españoles de su sueño de gloria. Al final, salvando los muebles, la niña bien coreará el revanchismo en un último acto de sumisión para mantener el perfil de su estatus. La película de Alejandra Márquez hace una mirada entomológica sobre su personaje al que deja clavado en el cambio de época. Sin duda lo hace con un alfiler dorado. Retrato de grupo en el caso de la obra de Ana Katz, en la que una familia media bonaerense busca el paraíso en una popular área de playas brasilera. Pero ya nada es lo que antaño fue. Ni la playa, de la que quedan alejados en el peculiar reflujo en que recalan, ni la relación de la pareja protagonista, dúo psicoanalista que prueba el separados-pero-juntos (humor argentino al cuadrado). En una narración lánguida, de aire vacacional, los personajes se acercan y se separan, se atraen y se rechazan, bajo la mirada un tanto burlona, un punto conmisericorde, de la directora. Un viaje que no quedaría en el recuerdo sino fuera por la carga final que se llevarán a casa. Una comedia suave que camufla sólo lo necesario su poso de amargura.
La familia de Happy New Year, Colin Burstead (Ben Wheatley, 2018) quisiera estar a la altura de la de Las niñas bien pero se queda más próxima a la de Buenos Aires. Familia extensa con primos, tíos más o menos lejanos, cuñados y algún que otro amigo, son reunidos por Colin para celebrar el Año Nuevo en un palacete alquilado. No queda claro el motivo, aunque pronto los inconvenientes quedan claros. Una ex pareja como camarera destapa los celos en la mujer de Colin, a la par que atrae a un ex novio que se cuela en la fiesta; un padre con problemas económicos que demanda la solución a sus hijos, un abuelo con ganas de salir del armario, aunque sea por una vez al año, rodará borracho por los suelos; finalmente, el hermano pródigo vuelve del exilio al que fuera tras pasar por la piedra a parte de su familia… Ben Wheatley mezcla y enfrenta caracteres como hiciera en High Rise aunque no llega a los niveles apocalípticos de aquella ni caigan los cadáveres con en Free Fire o Turistas. Wheatley experimenta situaciones y desarrolla argumento con los actores y consigue una obra (una más) que dinamita la idea de la familia feliz (por si aun hubiera alguien creyendo en ella). No obstante, tal vez por que la situación ya ha sido vista anteriormente en obras con mayor contundencia, Colin Burstead se revela tan ácida como trivial, tan interesante en su construcción de conflictos como insustancial en la resolución.
Pero si hablamos de retrato no podemos dejar de destacar una de las propuestas más singulares y remarcables del festival. Tal vez Your Face (Ni de lian, Ming-liang Tsai, 2018) no sea una película y, sin duda, pueda exhibirse en galerías de arte. No es un documental y es difícil encuadrarlo como un ensayo, pero es, sin duda, arte. La obra de Tsai Ming-liang es, ni más ni menos, lo que su título anuncia. Rostros. Rostros retratados, recogidos, observados por la cámara. Un conjunto de personajes (algunos próximos al director) se sientan ante el objetivo y se dejan llevar por sus pensamientos, mientras los píxeles captan la mirada, sus sonidos, sus pequeños gestos. Alguna mueca, una sonrisa forzada, bostezos, una furtiva lágrima… Tsai Ming-liang les deja hacer durante unos pocos minutos. Algunos parecen no entrar en el juego y, literalmente, se adormecen. Otros hacen un pequeño gesto o murmuran algún comentario. Alguno, sin embargo, refiere episodios íntimos de su vida. Como los personajes de Bacon revelándose tras su máscara o, precisamente, ocultándose en ella. O como si los retratos de Lucien Freud se pusieran a hablar. Your Face no nos interesará por la calidad pictórica del retrato, sin duda. Sino por la posibilidad de entrever en cada rostro, en sus arrugas, en esa mirada hacia el interior que busca recuerdos, en una mueca o una media sonrisa, en unos párpados que se entrecierran… tantas y tantas historias, tantos recuerdos, tanta memoria acumulada. Ese es el mérito de Tsai Ming-liang. No es mostrarnos algo extraordinario sino hacernos ver aquello cotidiano que se nos pasa por alto. De modo parecido a cómo tantos pintores y fotógrafos han hecho, Tsai plasma la vida misma. Bien pensado, puede que esto sea también cine.
Western
Western contemporáneo, Continuer (Joachim Lafosse, 2018), se revela como fueron tantos westerns clásicos, una road movie. Una madre trata de recuperar el hijo del que se alejó en su primera infancia al conocer que tiene problemas legales por arrebatos de violencia. Como insólita estrategia para hacerlo, le embarca en una cabalgada en un área desértica de Kirguizistán. Joachim Lafosse ya había estudiado relaciones paterno filiales y de pareja harto conflictivas en sus obras previas, Perder la razón (2012) y Después de nosotros (2016). El dominio del paisaje y la inclusión de personajes en él, por otro lado, ya estuvo presente en Los caballeros blancos (2015). En Continuer repasa jornadas de galope y jornadas al paso que se jalonan de pequeñas anécdotas o duros enfrentamientos. Samuel es violento, desagradable con su madre y con los anfitriones, y rechaza por completo la idea de Sybille. Ella es reservada, padece en silencio la agresividad y falta de empatía de su hijo, pero se obstina en continuar. Extensiones llenas de guijarros, zonas de erosión y trampas de barro puntúan el camino. Progresivamente Lafosse pone las cartas boca arriba y nos permite conocer parte de la historia familiar. Podemos imaginar el resto o limitarnos a contemplar la suerte de duelo entre madre e hijo. La cámara observa la ruta, aunque es en las escenas de reposo cuándo podremos ver el conflicto o la resolución del mismo. En una de las escenas más bellas vistas en el festival, tras días de cabalgada, madre e hijo comparten tienda de campaña. Al amanecer ambos están relajados, aunque permanece la distancia. Lafosse no explica ni sugiere nada, pero sin duda la intimidad, en uno u otro modo, les ha acercado por primera vez en su vida. Los dos personajes se miran, beben café, contemplan el alba, suena la música. Nosotros les contemplamos cómo si estuviéramos junto a ellos en las planicies kirgizas.
Como en De óxido y hueso (2012) o en Dheepan (2015), The Sisters Brothers es otra historia de redención. Como el boxeador derrotado o el tigre tamil, Eli y Charlie se han criado en la pobreza y la violencia y cumplen los encargos recibidos a cambio de buenas recompensas. El nuevo encargo que reciben será determinante para sus vidas, no tanto por el peligro que comporta, como por haber de enfrentarse a alguien a quien llegarán a apreciar. Audiard trata este peculiar cuento mimando sus personajes. Los protagonistas, dos auténticos brutos sin emoción alguna, reciben el encargo de acabar con la vida de un tercero, un pisaverde llegado al Oeste pero con un proyecto de enjundia y unos conocimientos muy por encima del entorno. A éste llegarán mediada la traición de un cuarto, un vividor con actitud de colega y con menos escrúpulos que los dos hermanos. Sorprendentemente, todos ellos acabarán cambiando actitud y propósitos en una serie de escenas consecutivas narradas con auténtica sutileza. Audiard, ayudado por un conjunto actoral en estado de gracia, recoge destellos de emotividad y de empatía en sus imágenes y construye una fábula que, de rememorar algún western clásico, lo hace a Dos cabalgan juntos, en su mezcla de calma tensa (utiliza una estrategia estética que consiste en “ocultar” los tiroteos), comedia y tragedia, de historia de pérdida y de amistad.