¿La vida es la inspiración para el arte o el arte inspira a la vida? En Tale of Cinema, Hong Sang-soo reflexiona sobre la relación entre ficción y realidad con una película/díptico que aborda las relaciones humanas, el vacío espiritual y la muerte a base de alcohol, tabaco y karaoke.
Sin duda, la genialidad de esta película radica en su estructura; pues, cuando el espectador se encuentra metido en la trama, Hong rompe la cinta de golpe revelando que todo lo visto hasta el momento era una ficción dentro de la historia. Este juego le permite conectar la realidad de su universo fílmico con la meta-ficción y elaborar una serie de tesis que van de lo puramente fílmico a lo espiritual. Estas conexiones se construyen a través de la repetición, tanto dentro del mismo relato como entre las dos historias paralelas; como si Hong Sang-soo se hubiera tatuado a fuego el manual de cómo hacer cine de Robert Bresson y lo plasmara en apenas 90 minutos.
Para desentrañar de qué habla la segunda parte de la película (la puramente narrativa), hay que entender la primera parte: la película dentro de la película. El director, sabiendo que no está plasmando la realidad, se permite movimientos de cámara menos orgánicos y plasma, de forma muy directa, un tema tan oscuro como el suicidio. Un encuentro fortuito entre dos conocidos conduce a conversaciones rohmerianas por las calles de Seúl, que metabolizan en sexo y en el deseo de abandonar este mundo. Aquí Hong Sang-soo se permite ser mucho menos sutil que en los últimos 45 minutos de Tale of Cinema y sienta las bases temáticas de toda la película.
Pero pocos directores más allá del maestro surcoreano pueden sintetizar toda una película en un corte. El que separa la ficción de la realidad. Aunque, para Hong hay más verdad en la ficción que en la vida, y los personajes que en la meta-narración eran directos y honestos se vuelven más opacos cuando conocemos a sus trasuntos en la vida real. En esta segunda parte, encontramos a los dos personajes conociéndose a través de su relación con el director ficticio del primer fragmento: la película que tanto el protagonista como el espectador acaban de ver. Entonces los dos personajes, desconocidos, reviven de forma aparentemente involuntaria los sucesos de la ficción. Él es un compañero de facultad del director, ella la actriz protagonista de la obra. La fuerte conexión que ambos sienten con la película los arrastra a replicar lo visto, como si el cine fuera el amo de sus destinos.
La última vuelta de tuerca que da Hong Sang-soo, aparece en el final mismo de la cinta, cuando el protagonista confiesa que la película que cataliza la acción está basada en su vida. Hong abre la puerta en esta escena, de nuevo inundada de alcohol, a un montón de posibilidades. Y es que es imposible dilucidar si el que habla es un obseso que no distingue la realidad de la ficción o si dice la verdad y se le ha robado la vida para llevarla a la pantalla. ¿Qué fue antes, el huevo o la gallina? ¿El cine o la vida?
El dilema que plantea el director surcoreano puede parecer algo banal para aquellos que no respiren cine, y es que es difícil adentrarse en su cine si uno no es un cinéfilo declarado. Pero para aquellos que amamos el séptimo arte, la pregunta tiene cabida. La vida bebe tanto de la ficción como el cine lo hace de los sucesos reales de las personas de a pie. Es cierto que las repeticiones metódicas en las acciones pueden frenar el dinamismo de una narración que es más experimento y tesis que narración clásica, pero si se consigue entrar en lo que Hong Sang-soo quiere contar, uno encontrará una puerta abierta a la reflexión y una gravedad ideológica que sorprende en una puesta en escena tan austera.