Existen siete monstruos legendarios en la mitología guaraní, descendientes de Taú y Keraná. Lobisón —o Luisón— es el séptimo engendro, mitad hombre, mitad bestia, que equivale al licántropo de la cultura europea. Esta leyenda dio lugar a la creencia popular en la que se inspira Pau Calpe en su segunda película: cuando una familia tiene siete hijos varones, el último, al cumplir los 15 años, se convierte en lobisón.
El director catalán vuelve a un entorno rural parecido al que los campesinos Joan y Pep habitaban en su ópera prima Tros (2021): un espacio hostil que, lejos de generar el bienestar que uno suele buscar en estos lugares, parece ser el origen de la violencia latente. Calpe subvierte el tópico literario del locus amoenus para advertirnos que la maldad existe a lo largo y ancho del territorio. De hecho, no hay nada más terrorífico que deambular solo de noche por el bosque, aunque bajo la luz del sol este sea un paraje idealizado por la mayoría.
Sin ser una película de terror al uso, Llobàs abraza el fantástico desde el inicio. Adrià, el protagonista, abre el film con una peculiar y a la vez escalofriante confesión: su difunto padre es ahora un perro negro que lo persigue. Durante esas primeras escenas vamos descubriendo a un personaje de naturaleza salvaje: el chaval duerme a la intemperie, es incapaz de articular palabra y le cuesta horrores relacionarse. Siempre come aparte y su comportamiento cambia radicalmente las noches de luna llena: durante el día es un joven retraído, con esa típica curvatura en la parte alta de la espalda del que quiere esconderse de los demás; pero algunas noches, Adrià sale a pasear por el pueblo en busca de algo (o alguien) que sacie su sed. Y cuando despierta manchado de sangre (tal y como avanza el póster promocional), su hermano Ramón (Pol López) y la pareja de este, Tona (Maria Rodríguez Soto), deben recoger sus bártulos y volver a poner en marcha su furgoneta en busca de otro pueblo donde poder empezar de cero. Del mismo modo, en Hasta los huesos (Luca Guadagnino, 2022), el padre de Maren iba cambiando de localidad con el fin de proteger a su hija, una adolescente con instintos caníbales.
Calpe utiliza este universo mitológico para hablar de la diferencia. El chico es maltratado e insultado por la gente de su edad, adolescentes incapaces de aceptar lo extraño; aunque el primero que presenta dificultades para abrazar su naturaleza es él mismo, que parece algo así como un “lobo estropeado”. Pertenecer a una minoría implica el miedo a la soledad, y tanto él como su familia sufren el rechazo de vivir apartados de la norma: el primero por su irrefrenable impulso animal, los segundos por su modus vivendi, basado en la resistencia consciente ante convenciones sociales tales como tener una casa propia o trabajar. Esta pareja cree en la libertad de poder llevar su casa a cuestas y sobrevivir vendiendo chatarra, sin embargo, Tona pronto se cansará de los traslados constantes y empezará a fantasear con la aparente comodidad del sedentarismo, hecho que acabará distanciándola de su novio Ramón.
Conocemos los orígenes del joven gracias al uso de la voz en off y varios flashbacks protagonizados por su padre. Ambos tiempos avanzan a un ritmo similar, hasta que nos topamos con la muerte del progenitor, que ocupa narrativamente tanto el inicio de la película —en el momento presente—, como su desenlace —en el recuerdo del joven—, dibujando un relato circular que simboliza la jaula sin salida en la que vive el pequeño lobisón.