Retrato de una mujer vencida de la post-guerra española
La buena letra es el disfraz de las mentiras.
Con esta contundente declaración, tomada de la novela homónima de Rafael Chirbes en la que se basa, prologa la directora sevillana Celia Rico Clavellino su tercera excelente película, La buena letra. El escritor valenciano que con tanta verosimilitud plasmó las peores miserias de la sociedad española de los últimos setenta años, no quiso dejar pasar la oportunidad de plasmar con la contundencia de las palabras y el encubrimiento de la buena caligrafía, cual era la realidad esencial de su desoladora historia. Desde esta premisa de partida, lo que en la escritura de Chirbes conforma una impronta narrativa potente en la primera persona de su protagonista Ana, se torna en la plasmación cinematográfica de Rico Clavellino en un punto de vista fílmico certero y veraz. No requiere la directora de la voz superpuesta o de otras estrategias narrativas similares. Es su mirada clara e incisiva la que traspone a la perfección la crónica literaria al relato cinematográfico.
Porque en la película de Rico Clavellino la presencia de la escribiente de cartas apócrifas con las que calmar a la madre desgarrada por la pérdida de un hijo es constante y esencial. Pero es esta actividad solo una pequeña parte de la vida derrotada de Ana (Loreto Mauleón), casi como una única vía de escape ante la tristeza invencible. En realidad consume su cotidianidad asfixiante y soporífera entre los fogones y la sempiterna maquina de coser —permítaseme aquí una digresión, para recordar particularmente a mi abuela materna, y a tantas otras, que como Ana tuvieron que trasmutarse en modistas semiprofesionales para sobrevivir—. Siempre enclaustrada, enmarcada entre las paredes deslucidas y los marcos de las puertas y ventanas de esa casa que rezuma miseria en cada plano, trabaja sin pausa y espera a que su marido Tomás (Roger Casamajor), un hombre especialmente devastado, vuelva del taller donde apenas obtiene un salario, mientras se ocupa de su hija y de su suegra. Y es aquí, en sus silencios, en la sutileza de sus miradas y sus gestualidades contenidas, donde Rico Clavellino consigue aprehender la desesperanza de unos tiempos oscuros, de tantas familias rotas de exiliados interiores de la guerra civil española, entregando uno de los apartados más meritorios de su propuesta en base a la excelente interpretación de Mauleón.
Complementariamente, desarrolla una meritoria utilización del fuera de campo, para que nunca contemplemos los castigos cotidianos de sus protagonistas, que siempre suceden además fuera de esas cuatro paredes lastimosas. De esta manera, cuando Antonio (Enric Auquer) el hermano de Tomás presumiblemente encarcelado, regrese a casa, las angustias y resquemores sepultados en el recuerdo, volverán a las vidas de Ana y Tomás. La derrota individual y colectiva invadirá todo el espacio emocional. Dejará al descubierto las incoherencias del que era el artista y soñador de la familia, su desesperación, la huida fraudulenta y la traición final a unos valores que los que se quedarán atrás nunca abandonarán.
La aparición de Antonio es relevante además porque trae consigo la de una mujer, Isabel (Ana Rujas), que irrumpe en el relato como gran antagonista del encorsetamiento vital de Ana —no hay más que recordar cual es el último sugerente plano del film, con Ana sentada al sol—. Isabel ha vuelto de Londres, donde trabajaba como sirvienta, lleva pantalones y, sobre todo, tiene opinión, deseo, no se conforma con el comportamiento y las dinámicas excluyentes y machistas de los hombres del clan. Su presencia me parece especialmente importante porque desarrolla una vertiente fundamental del posicionamiento analítico de Rico Clavellino, que en su adaptación ha optado por la síntesis de las diversas subtramas de la novela en el personaje que aglutina a tantas mujeres de la postguerra española, aquellas que se alzaron en los pilares sociales y emocionales de familias destrozadas y masculinidades aniquiladas.
En el plano formal no se puede dejar de destacar la perfecta conjunción del registro actoral ya referido, con una puesta en escena teñida de tonalidades apagadas y atravesada por una luminosidad lúgubre, que solo hallará un ilusionante contrapunto en esa celebración frente al mar a rebosar de luz mediterránea. Aunque paradójicamente termine por desencadenar la última tragedia de un film que nunca renuncia a la sugerencia frente a la explicitud en su reivindicación de la dignidad irreductible y de la memoria histórica como necesaria herramienta de reparación socio-política y emocional especialmente centrada aquí en la condición femenina.





