El hombre joven

El hombre joven, de Annie Ernaux

Una de las cosas que más me fascina acerca de teorizar sobre la que una es son las contradicciones. Cómo, cuando crees haber llegado a principios sólidos y los has defendido cerveza en mano en cualquier terraza del barrio de Gracia, algo o alguien irrumpe para desmoronar todo. Esos momentos de desobediencia a lo que te juraste ser, a veces provocan crisis, otras transformaciones. A mí, llegada ya a cierta edad, tan solo una sonrisa. 

La última contradicción que me atravesó tenía once años menos que yo. No es una gran diferencia dependiendo como se mire, pero su llegada desplegó múltiples y nuevas preguntas en mi forma de entender las relaciones y el deseo. Desde siempre mi forma de resolver dudas vitales ha sido a través de la lectura y así llegué a El hombre joven de Annie Ernaux. Leí el libro en un tarde de domingo y en las semanas siguientes, leí todos los demás.  

El hombre joven rememora una relación que Ernaux mantuvo con un hombre considerablemente más joven que ella en los años noventa. No lo hace desde la nostalgia o el  juicio, sino desde la lucidez de quien escribe para entenderse a sí misma a través de lo vivido. No hay una historia romántica convencional, hay vivencia que se escribe con el cuerpo y resuena en la memoria. 

El joven no es un personaje con voz o trayectoria propia. Es una superficie sobre la que Ernaux proyecta los recuerdos, el deseo, las preguntas; espejo que devuelve imágenes antiguas y a través del que la autora recorre todas las edades de su vida. Una suerte de arqueología emocional. 

En un momento, Ernaux menciona la película Teorema de Pier Paolo Pasolini y ahí el click en mi cabeza en que la lectura se vuelve experiencia doble, porque durante el resto del libro ya no pude sacarme la película de la cabeza. Me ha ocurrido esto con canciones, referencias cruzadas o incluso ciudades. Me maravillan estos momentos en que las obras se ramifican y mezclan con todo lo demás que consumimos, que somos.    

Teorema, estrenada en 1968, es quizás una de las películas más radicales y desconcertantes de Pasolini. El cineasta y uno de mis disidentes favoritos, construye una fábula sobre el deseo como fuerza revolucionaria. En la película un joven bello y silencioso llega a una casa burguesa en Milán, seduce a todos sus miembros (madre, padre, hijo, hija, criada) y se va. Cada personaje cae entonces en una crisis de identidad y sentido que no tiene vuelta atrás. 

Es una película sin lógica narrativa, profundamente alegórica, casi litúrgica, donde el cuerpo y el misterio se confunden. El joven en este caso, que no queda claro si es una figura angelical o demoníaca, tampoco deja rastros explícitos de su propia identidad. Es un catalizador que refleja, activa y revela los deseos, miedos y verdades ocultas en los demás personajes. Lo importante no es quién es, sino lo que provoca. 

El hombre joven y Teorema son relatos donde el deseo funciona como motor de desestabilización: una fuerza que interrumpe el tiempo lineal, el orden social, la identidad estable. Un huésped que llega para alterar el curso de lo vivido, relatado por Ernaux desde lo íntimo y por Pasolini desde lo simbólico.   

«A menudo he hecho el amor para obligarme a escribir» dice Ernaux. Me identifico de una forma un tanto inquietante con esa frase. El sexo como un acto que la lleva al limite, al cansancio absoluto y en ese agotamiento o vacío posterior es donde encuentra las condiciones para escribir: vulnerabilidad, sinceridad absoluta, pérdida de control. Se podría entender como una forma de escapar de uno mismo, pero en Ernaux parece justo lo contrario, enfrentarse y explorarse profundamente hasta llegar al núcleo, vaciado de todo lo superfluo. 

En Teorema el sexo tampoco es culminación de nada. Es detonante. Cada personaje al entregarse al joven pierde su forma anterior. La madre deambula por la ciudad en busca de cuerpos jóvenes, la hija entra en una especie de mutismo catatónico, el hijo se dedica a orinar sobre sus cuadros, la criada se entierra viva y obra milagros. No hay redención. Hay mutación. 

Palimpsesto, palabra difícil de pronunciar pero que creo no voy a olvidar: “Era inherente a su presencia en mi vida que había transformado él en un extraño y continuo palimpsesto”. La relación como una superficie donde cada experiencia reescribe experiencias anteriores.

Me pregunto si no son eso todas las relaciones amorosas, podemos pretender vivirlas como únicas, pero deseamos, sentimos y reaccionamos desde lugares que no se originan sólo en el presente sino que vienen de capas de memoria efectiva. Construimos vínculos sobre los restos de lo vivido, como una hoja donde ya se ha escrito antes y ahora se vuelve a usar. Presente que no es más que un pasado por duplicado. Suena resignado, pero quizás no lo es, ¿y si esa repetición no es fallida, sino reveladora? Repetimos para entender, para sanar o para confirmar lo que no cambia. 

Pasolini también trabaja desde el palimpsesto, pero colectivo en su caso. La familia burguesa se convierte en una alegoría de Italia, de Europa, de la crisis espiritual y política del capitalismo tardío. Cada personaje representa una función social y su derrumbe es la caída de un orden. El joven no los ama, los expone. 

«Comulgábamos imaginariamente con nuestra pérdida recíproca con un placer extremo» dice Ernaux hacia el final del libro. Esa conciencia del fin, sin proyección futura. Tengo que decir que algunas de las mejores relaciones que he vivido son aquellas que se iniciaron como un duelo anticipado, ese saber del vínculo efímero, es terriblemente liberador. 

Me hace pensar también en Anne Carson y la idea del deseo triangulado, no entre tres personas, sino entre dos cuerpos y un vacío. El deseo como algo que se dirige hacia una ausencia y que no se consume: se evoca. Se habita como se habita una pérdida que nunca duele del todo porque estábamos avisadas desde el principio. Ernaux no dramatiza la separación. Se limita a indicar que él ha cumplido su función como “acomodador del tiempo” y lo que queda es el texto, la transformación inscrita. 

La película acaba con un grito del padre que camina desnudo por el desierto, despojado de todo. Su desnudez no solo es física sino existencial y el grito la manifestación de haber sido atravesado por algo que aún no entiende del todo y lo ha dejado en estado primigenio. Me gusta la idea del desierto como espacio bíblico, lugar de prueba y revelación. 

Me fascinó también en Teorema el uso del Réquiem de Mozart. Quizás porque siempre he tenido una ligera obsesión por esa composición, llegando a saberme algunas partes de memoria, no soy objetiva aquí. Lacrimosa especialmente aparece en la película no para acompañar la tristeza de una muerte física, sino algo más profundo, el colapso de una forma de vida, la disolución del orden burgués y el nacimiento de una conciencia nueva, dolorosa pero reveladora. 

El Réquiem no es lamento, es tránsito. De la misma forma Ernaux con la escritura convierte la pérdida en otra forma de existir, porque en ambas obras lo que se va no desaparece. Se vuelve marca que revela y transforma. Y que, de alguna manera, sabemos que sigue sonando.