Escondite de gran cine
En uno de los pases del Asian Film Festival se nos invitó (ojalá fuera más que un elegante saludo) a asistir al nuevo y deslumbrante Festival de cine de Macao. Curiosamente, en la misma sesión, Ivo Ferreira nos presentaba Empire hotel (Hotel Imperio, 2018), una cinta centrada sobre la decadencia del viejo Macao… Contradicciones de un Continente, de un área geográfica y social en cambio permanente en la que conviven tradición y cambio. Contradicciones, tal vez, de un Festival que trajo una ingente cantidad de largometrajes distribuidos en diversas salas y diferentes semanas. Difícil de digerir, tuvimos, no obstante, la suerte de disfrutar media docena de grandes películas.
Pasado, presente… ¿y futuro?
El referido Empire Hotel fue uno de los citados títulos. Con un pretexto argumental, la pugna por la venta de un viejo hotel, Ivo Ferreira (de quién disfrutamos hace unos años sus Cartas de la guerra) revisita un Macao que, más que en decadencia, se halla en decrepitud. Cuenta la historia de un anciano (un sosia del Falstaff wellesiano) y su hija alojados en un viejo edificio que alberga un grupo de cabareteras, un viejo actor de ópera china e interminables partidas de mahjong. La oferta de compra del edificio, facilitada por un bróker, puede salvarles de la precariedad, pero también sacarles del último reducto que les vincula con su propia historia. Anécdota alargada mediante la aparición del hermanastro, propietario legal de la mitad del inmueble, que entabla con la joven una inexplicada relación de atracción y humillación, Empire Hotel se enriquece por la mirada de Ferreira, una mirada prácticamente documental. Callejones estrechos surcados por motocicletas y con ropa tendida a lo largo y ancho, gatos caminando por los tejados, prácticas de Tai Chi, mujeres que sobreviven leyendo el porvenir o arreglando ropa, números teatrales callejeros y minúsculos cubículos dónde pasar la vida entre trabajo y trabajo. También viejos casinos flotantes que ceden el paso a gigantescos complejos. Es la inevitable mutación de una ciudad que no sólo es insalubre para nuestros estándares actuales, sino que ya no es práctica para la línea de negocio imperante. En la entrada de la sala se nos ofrecía información para viajar y disfrutar de los dos Macao, el exótico puerto que conserva algunas escaleras, plazoletas e iglesias portuguesas y el rutilante Macao que busca equipararse con el vecino Hong Kong. Mientras no podamos ir personalmente, nos podemos quedar con las imágenes de este Hotel Imperio. Y, de entre todas ellas, guardar en la retina una de las más hermosas secuencias en la que las luces del viejo casino flotante, línea por línea de bombillas, van apagándose hasta dejar la bahía en la oscuridad.
Un poco más arriba en el mapa y a la derecha de Macao podemos encontrar Hong Kong, dónde transcurre The Crossing (Guo Chun Tian, Bai Xue, 2018). Veremos en este caso una pretendida historia de crecimiento personal, pero en lugar del coming of age viene a ser un uppcomeance, el paso a la edad adulta llega con un “se lo tenía merecido”. The Crossing arranca con dos adolescentes soñadoras que pretenden escapar a Japón, viendo simultáneamente las nieves del invierno y los floridos almendros de la primavera… Kyoto, o Tokyo, como el sueño parisino de las jovencitas protagonistas de Samaritan Girl (Kim Ki Duk, 2004), aunque en esta ocasión la película no tenderá hacia el melo gore sino a un thriller muy seco y naturalista. Pei Pei, a diferencia de su amiga, no vive de hecho en Hong Kong. Es una de los 12 millones de habitantes de Shenzen, ciudad de” interés económico especial” que, al otro lado de la frontera china, representa el sueño capitalista en tierra comunista. Allí vive con una madre dedicada al juego y las juergas y a la que el alcohol le nubla la visión de su hija. Pei Pei no tiene familiares con fincas de lujo que prometen mandarla a un internado europeo ni amigos que celebran fiestas de lujo. Sin embargo, ella tiene algo que puede ser muy útil para los amigos (aparentemente) prósperos de su colega. Puede atravesar a diario la frontera sin levantar sospechas con su ropa de colegiala. Y aquí entra el verdadero punto de interés de la cinta. Si en Huachicolero (Edgar Nito, 2019) se nos presentaba la desmesurada tragedia de un obrero mejicano al decidir conquistar el amor mediante la compra de un iPhone, The Crossing revela no sólo el contrabando de estos móviles sino la enfermiza obsesión china por poseerlos. El mérito de la cinta radica no sólo en seguir la trayectoria sobre la cuerda floja de su protagonista (que progresivamente se va transformando en una crónica negra) sino en la descripción de una sociedad obsesionada por la riqueza y el lujo. A remarcar la secuencia en que se busca reparación para el modelo dañado y una multitud sigue a la protagonista tratando de hacerse con él o simplemente tratando de verlo. The Crossing es, al fin y al cabo, un relato sobre la ambigua situación de la sociedad y del estado chino, reivindicando un supuesto bienestar tecnológico a la par que reprimiendo la entrada de objetos extranjeros. Bai Xue mantiene el equilibrio entre la denuncia hacia una sociedad moralmente poco regulada y la ambigüedad política del gobierno.
Variaciones sobre un tema
Corea y Japón se disputan las pantallas aportando rarezas que, en muchas ocasiones, son variaciones sobre temas conocidos. Believer (Dokjeon, L. Hae Young, 2018) era un thriller notable (remake de Drug War, Johnnie To, 2012), con secuencias destacables como la de la entrevista duplicada en el hotel entre unos agentes infiltrados y un señor de la droga al estilo Scarface. Tiene lo mejor y lo peor del cine coreano, con la energía desatada y las escenas de acción innecesariamente alargadas… y un déjà vu en su voluntad de reciclar a Sospechosos habituales (The Usual Suspects, Bryan Singer, 1995). Spring, again, por su parte es una comedia fantástica que arranca con la salvación in extremis de una suicida que verá como a partir de ese momento va viviendo, un día tras otro, su vida hacia atrás, lo que le permitirá reunirse con su hija fallecida y descubrir una historia alternativa. Una felicidad a lo Benjamin Button que, no obstante, la lleva a la fase anterior al parto y, paradójicamente, a la desaparición de su hija. Una obra tranquila, de premisa excelente, que se resuelve del modo más simple posible.
Melancholic (Merankorikku, Seiji Tanaka, 2018) las batía a ambas. Comedia sobre un nini treintañero, aparente fracasado pese a su licenciatura, negado para las relaciones, que se refugia limpiando unos baños… hasta que descubre que se utilizan para ejecutar víctimas de la yakuza y adopta una nueva visión de la vida. Melancholic hace reír cuando lo pretende y mantiene una tensión insospechada en una comedia inocente. A ello no le son ajenos ni la mirada irónica del director que equipara las comidas familiares (siempre filmadas en el mismo ángulo, desde un extremo de la mesa, con los padres en buscada ignorancia de las actividades o inoperancia del hijo) con el ritual de limpieza y eliminación de rastros del crimen ni la interpretación que combina un hieratismo caricaturesco con el histrionismo nipón.
El eterno retorno
Call for Dreams (Ran Slavin, 2018) por su parte, se desmarcaba del conjunto de obras enlazando una serie de situaciones oníricas encuadradas y fotografiadas con cuidado extremo. Con el pretexto de recolectar imágenes de sueños (algo que el propio director realizó), se establece una trama tan onírica como tenue dónde no se plantea la distinción entre realidad, sueño o engaño. Las secuencias nos llevarán de un túnel en construcción a un apartamento dónde escenas de amor y crimen son (tal vez) representadas para un observador que espía desde otro lugar semejante… o que tal vez sueña con ello. Blow-Up y De Palma resuenan en una obra tan hermética como fascinante, tan rica en sugerencias como vacía de explicaciones y con ecos más que evidentes a Lynch (explícitos en la secuencia del cabaret, con el baile descoyuntado, la música suave y la iluminación de las cortinas).
Jinpa (Pema Tseden, 2018)se sitúa allá dónde China pierde su nombre, en las remotas estepas tibetanas de Kekexili, aunque la historia pudiese haber tenido lugar en cualquier lugar solitario. Veremos un conductor llamado Jinpa atraviesa la estepa cantando O sole mio, oculto tras unas peculiares gafas de sol. Tras el atropello de una cabra, recogerá un viajero, un tibetano de origen tribal, también llamado Jinpa, que busca venganza por un crimen cometido años atrás. No hay mucho más pero el director firma con decisión su obra. Contrapicados, encuadres que marginan al individuo a un extremo de la pantalla, dejando el resto vacío, tomas que evitan unir en un plano a los dos individuos, otras contempladas a través de un agujero en la pared y un trato del color mediante degradación y virados que hacen de la travesía por la estepa una alucinación próxima a la sensación desprendida de Call for Dreams. El director pondrá en evidencia la idea de la reencarnación y el ciclo de la vida (no sin ironía) mediante el esforzado intento de pedir oración por la difunta cabra y tratar de que ascienda (literalmente) a los cielos al ser devoradas por los buitres, una idea que reverbera en la búsqueda posterior del segundo Jinpa por parte del camionero, tratando de evitar el crimen, y en la sensación de ciclo continuo narrado desde distintos puntos de vista. El final, con el paralelismo creado con las secuencias iniciales, dará pie a un círculo narrativo o al planteamiento de historias paralelas que, puntualmente, se han entrecruzado. Pema Tseden construye un cuento absolutamente etéreo que se diluye en el ocre estepario pero que no renuncia a secuencias de extremo naturalismo como la de la taberna que retrata la sensualidad de la camarera, el barullo de la parroquia, los juegos y los rezos como sonido de fondo y unos bellos claroscuros. Sin duda alguna un autor a seguir.
Los festivales nos regalan en ocasiones auténticas joyas. Hace unos años disfrutamos en Sitges de una obra de mérito más estético y coreográfico que técnico. Fish and Cat (Sharam Mokri, 2013) seguía en un rotundo plano secuencia de más de dos horas a un conjunto de personajes que deambulaban y se cruzaban en una zona boscosa, cada uno con sus preocupaciones y actividades, en un movimiento sin fin que unía a unos y otros en el mismo plano con saltos temporales resueltos con el propio montaje interno. Invasion (2017) es la nueva obra del director y no desmerece en absoluto a su predecesora. Construida también sobre la base de un plano secuencia único (¿tal vez dos?) es, en apariencia, la reconstrucción de un asesinato sucedido en un estadio deportivo, coordinada por las autoridades (policías, militares y fiscales) e interpretada por los presuntos culpables y testimonios de un crimen sin cadáver, de un suceso que nadie vio. Realmente, Invasion se emparenta con Call for Dreams en la representación y con Jinpa en la búsqueda de un culpable de un crimen que tal vez no sucedió nunca. El director refuerza tal sensación tanto a nivel narrativo (el país se ha separado del resto del mundo mediante muros, tratando de evitar una enfermedad que corrompe a la sociedad, los poderes del Estado tratan de reprimir la violencia y las fugas al otro lado de las fronteras, aunque, dicen, hay quien vuelve por que no hay nada mejor al otro lado) como visual. Al humo que flota tanto en el campo de juego como en algunas partes de los vestuarios, a las luces verdosas o amarillas, hay que sumar un movimiento casi continuo de la cámara, lo que produce una absoluta desorientación del espectador. Invasion, sin embargo, juega otra carta que no aparecía en Fish and Cat pero que en cierto modo también comparte con Jinpa y Call for Dreams. A medida que la historia se desarrolla, se multiplican las posibles interpretaciones: no hay cadáver, no se sabe si hay asesinato, si son varios o no hay ninguno; el supuesto muerto reaparece travestido en una hermana gemela de la que nadie sabía nada aunque parece que todos la conocían creyendo que era él mismo… Mokri se permite, nos permite, diversas metáforas, diversas interpretaciones que van desde la obvia referencia a una sociedad iraní cerrada, encerrada tras un muro, a la obsesión por la fuga a un idealizado mundo exterior o a la represión contra los homosexuales, referencia nada oculta en el conjunto de deportistas ataviados y maquillado como Freddie Mercury y a las relaciones ocultas que mantienen entre sí. La gran baza que juega, la sorpresa que se guarda hasta muy entrada la obra, cuando el protagonista y los policías han dado varias veces la vuelta al campo, las gradas y los vestuarios, cuando ya se ha puesto en duda la veracidad de la narración oficial, cuando se abren grietas en la historia, es la sustitución del personaje por otro de los deportistas. Inesperadamente, el hasta ahora sospechoso se hace a un lado, interviene otro de sus compañeros y el interrogatorio y las pesquisas continúan con él como si tal, revisitando espacios y pasillos, viendo escenas antes contempladas desde otro punto de vista y que ahora revelan una realidad absolutamente distinta, escuchando declaraciones que varían y contradicen lo hasta entonces dicho… hasta que Mokri decide, de nuevo, repetir el ciclo con otro personaje y, una vez más, rizar el rizo, hacer aparecer nuevos sospechosos aunque se repitan trayecto y preguntas. Al final tendremos tantos interrogantes como posibles explicaciones, pero tal vez al espectador le corresponda creer que todo, en aquella sociedad, es una gran mentira. Y que Mokri es un gran director.