Parafraseando a Michel Mourlet [1] cuando hablaba de Charlton Heston: Ester Expósito es un axioma. Constituye el privilegio en sí misma, su presencia en cualquier película es suficiente para introducir la belleza o, más bien, la idealización de la belleza. La amplitud de sus ojos verdes, el trazo nítido de su perfil, la claridad de su cabello, la armonía de sus rasgos jóvenes: materia cinematográfica que le ha sido dada, y lo que ni el peor de los directores puede degradar.
Lo que se podría reducir a simple imagen, Expósito lo transforma en narrativa: cada quiebre de voz, cada gesto tenso o grito violento sostiene la escena, convirtiendo la objetualización en materia dramática.
Expósito ha vivido, desde muy joven, un proceso de sexualización: desde su aparición como Cayetana “la marquesa” en la serie adolescente Élite (2018-2024), su imagen estelar vehicula la noción de belleza como arma de doble filo: privilegio y fuente de culpa y sufrimiento en un mundo misógino y patriarcal. Pero su figura no se reduce a una imagen que otros explotan: Expósito actúa con el cuerpo, transformando expectativas externas en matices dramáticos. Ese equilibrio entre fuerza y vulnerabilidad la convierte en una actriz de lo físico más que de la mera apariencia.
Reconoce, en las entrevistas que dio con motivo de la promoción de la película, que lo que le atrajo del guion de El talento (Polo Menárguez) era su capacidad para denunciar cómo se objetualiza el cuerpo de la mujer. Su figura pública, además, se ha reforzado con gestos políticos, como sus declaraciones de denuncia contra el genocidio del pueblo palestino. Y son más que loables las intenciones de la talentosa intérprete, pero es una auténtica lástima que el guion del proyecto no esté nunca a la altura de esa conciencia. Ni a la altura de la mordaz obra que adapta.
La señorita Elsa, la novela de Arthur Schnitzler publicada en 1924, relata desde el monólogo interior cómo Elsa, una joven vienesa, recibe la orden de pedir dinero a un rico huésped del hotel en que pasa las vacaciones con su familia para salvar a su padre de la ruina. El hombre acepta, pero exige a cambio verla desnuda. A partir de esa premisa, Schnitzler sumerge a Elsa en un torbellino de angustia, deseo y represión. El ritmo propio de la tragedia clásica anticipa el catastrófico desenlace con las obsesivas reflexiones de la protagonista en torno a la muerte. Polo Menárguez y León de Aranoa, coguionistas de El talento, optan por constreñir el material en una narración de rápida ingesta y digestión pesada, apoyada en una planificación efectista que lima las aristas de la ya comercial obra de Schnitzler. Frente al vértigo y la confusión que provoca Schnitzler –deudor del desarrollo del flujo de conciencia en Marcel Proust y de la experimentación formal de James Joyce–, la película sustituye la vorágine de recuerdos de infancia, ironías sobre la sociedad de principios del siglo pasado y angustias y deseos sexuales por un discurso simplificado y subrayado.
Incapaz de asumir lo trágico del relato, el libreto se emperra en masticar una lección para el espectador más despistado, reduciendo a la Elsa española –Ester Expósito– a vehículo de un paternalismo bienintencionado. Sin embargo, en la materialidad de su grito de negación, la actriz introduce una fisura: allí donde el texto busca certidumbre, su intervención devuelve la ambigüedad y densidad emocional. Incluso en un marco “buenista”, Expósito logra abrir grietas en la superficie moralizante del relato. En ese desfase, se hace evidente que aporta la densidad emocional que el guion rehúye: donde este subraya, ella matiza; donde la película moraliza, ella encarna la contradicción.
El talento termina por encorsetar la modernidad formal y discursiva de Schnitzler en una simplificación rampante de los grandes conflictos sociales que planteaba. La visión liberal del filme, reacia a cuestionar las estructuras que sustentan la violencia patriarcal, se acomoda en el fácil catequismo. Si la novela insinuaba una severa crítica al matrimonio como forma aceptada de prostitución, la adaptación desfila impasible ante cualquier posibilidad de sutileza. Una reflexión implícita sobre la violencia de una institución como el matrimonio es imposible cuando todo elemento discursivo se desnuda para el espectador.
Lo interesante del filme emerge en la ambigüedad que aporta Ester Expósito, sin la cual no tendría sentido la existencia de esta adaptación. Sin desmerecer al brillante Pedro Casablanc con un villano que entronca con la capacidad demostrada por el actor catalán para ejecutar los gestos del todopoderoso que se cree por encima de toda ley (véase el Luis Bárcenas de B (David Ilundain, 2015) o el Íñigo Gorosmendi de Querer (Alauda Ruíz de Azúa, 2024) como ejemplos puntuales de una carrera que merecería, también, su análisis). Pero es en torno a Expósito sobre quien orbita el proyecto: una vez más, una chica adinerada pero amarrada por las convenciones sociales. Cada vez, la joven estrella parece ser más consciente de su propia imagen y, en un proceso gradual, desprende cada vez más veracidad, al margen de su innato magnetismo.
Esa consciencia de su propia imagen trasciende la pantalla. La actriz no solo representa la dicotomía entre objeto y sujeto, sino que también articula gestos políticos que complejizan su estatus de estrella, proyectándola como figura pública que sabe que su ventaja estética y mediática puede volverse herramienta de denuncia.
El filme, constreñido como la caja de resonancia del violonchelo en que aparecen los créditos iniciales, es cogido en manos de la intérprete para despedazar el instrumento contra una columna de cemento con toda la rabia apresada en sus adentros. Ese chelo roto condensa la idea de la actriz como axioma: el cascarón del cine se deshace, pero la figura de Expósito permanece.
Ester Expósito se ha convertido en una de las actrices más físicas del panorama español actual: más allá de su belleza, no es una intérprete de la locución sino del gesto primario, esencial. Una presencia que marca y sostiene la escena con la precisión de su grito y de su llanto, que le ha valido para ganarse el título de “reina del grito” con Venus (Jaume Balagueró, 2022) y complejizar su carrera con El llanto (Pedro Martín-Calero, 2024).
Ester Expósito, como Elsa, está marcada por su físico y por las expectativas. Materializa una dialéctica gutural, entre la “niña buena” y el objeto sexual, entre el privilegio de clase y la represión, entre la máscara y la autenticidad. Y ante un filme paternalista y simplista, la veracidad detrás de la mirada que se observa en los espejos que la atosigan en la casa de campo de su perverso padrino, Elsa consigue romper con la Cayetana de Élite, con su familia y con lo que la mirada patriarcal espera de ella, incluso la del director, aunque sea en contados momentos y gestos certeros para desestabilizar, mínimamente, el relato.
Si para Mourlet Heston encarnaba lo indestructible, Expósito condensa hoy la paradoja de la belleza como privilegio y condena. La película podrá ser inconsistente, pero la actriz vehicula una tensión que mantiene el filme en pie, al resquebrajarlo.
[1]Referencia a “Apología de la violencia”, escrito en la revista Cahiers du Cinema en 1960.


