Subterráneos del poder
Cada vez soy más refractario a las inercias de la crítica. Muy especialmente ante algunas de ellas y, concretamente, ante la que saco a colación en este caso: pretender que los cineastas aborden los proyectos con nuestras propias ideas, tal como a nosotros nos gustaría verlos. Ocurre de manera singular ante todos los temas que poseen un trasfondo social, político o histórico, a los que parece prohibido acercarse si no es para implicarse en ellos de alguna manera. No parece que pueda hacerse un thriller sobre el nazismo, por ejemplo; debe ser algo irresponsable, poco ético, frívolo, y no sé cuántas más cosas. No estoy de acuerdo. Lo importante, en mi opinión, es la coherencia y la eficacia del acercamiento a un tema, independientemente de su perspectiva.
Digo esto porque la mayoría de las argumentaciones que he leído contra Walkiria van en esa línea, intentando desacreditar el filme porque trata el nazismo sin analizarlo en profundidad, firmando simplemente un thriller. Bueno, ¿Y qué? Singer define su película como «un thriller sobre una conspiración» y, por tanto, habrá que valorarlo dentro de esos parámetros. Además, desde mi punto de vista, existe en la mecánica de la película un aspecto de gran interés que quizá no esté relacionado directamente con el régimen nazi, pero sí con el funcionamiento interno de una estructura burocrática y militar construida bajo un poder omnímodo.
Antes de continuar debo aclarar que no me encuentro entre los incondicionales del director Bryan Singer, más bien al contrario. Su aclamado segundo largometraje, Sospechosos habituales (The usual suspects; EE.UU.-Alemania, 1994) me pareció un filme tramposo y vacío; aunque me interesó el dibujo de algunos personajes en X-Men (EE.UU., 2000), la segunda parte, X2 (EE.UU., 2003), resultó un filme lamentable, en el que no se podía salvar prácticamente nada. He de decir que quizá lo que más me convenza de toda su filmografía sea su trabajo con la serie House (House, M.D.; EE.UU., 2004-2009), en la que, además de dirigir algunos capítulos, es productor ejecutivo.
El hecho de que Walkiria me interese es, por tanto, una excepción. El principal problema del que partiría la película, con su planteamiento de thriller, sería que quienes conozcan los hechos históricos (o quienes hayan sido víctimas de la publicidad del filme, que ofrece todos los detalles) ya saben cómo terminará la trama. Aunque en realidad habría que realizar dos matizaciones importantes también a este asunto. Primera, que el tiempo y el uso han ido confundiendo el significado radical de un thriller, vocablo que proviene del verbo inglés to thrill y que, realmente, significa emocionar, estremecer; existe, pues, una cierta confusión conceptual entre lo que es un thriller y un filme de suspense, en la que no profundizaré aquí. El segundo matiz es que quizá muchos espectadores conozcan la esencia del final, pero pocos tendrán constancia de todos los detalles.
Así las cosas, hay que decir que lo que más interesa de Walkiria no es su funcionamiento como simple thriller (algo que, por otra parte, no tiene demasiado mérito, todo hay que decirlo) sino su tendencia a convertirse, durante casi todo su metraje, en un thriller político. Es decir, no en una básica historia sobre una conspiración y su resultado, sino en una oportunidad para explorar en los mecanismos del poder político y, específicamente, en los que se dan en el ámbito de una dictadura como la que impuso Adolf Hitler.
El guión concreta determinadas ideas del máximo interés, y Singer las ejecuta con precisión, mediante una puesta en escena poco ornamental, en la que quedan al descubierto los corsés y, al mismo tiempo, los agujeros con que se estructura una pirámide de poder político y militar. Una escena como aquella en que Hitler firma sin leerlo un documento que certifica la posibilidad de un golpe de Estado contra él, está filmada con riesgo pero con rigor, bordeando lo verosímil pero ofreciendo una sensación final de absoluta credibilidad, y logrando imponer una idea fundamental: la fragilidad de cualquier tipo de poder, por blindado que parezca estar. Esa escena, quizá la que mejor ejemplifica los méritos del filme, también nos introduce otras nociones relevantes sobre el funcionamiento de la burocracia o del ejército, columnas básicas de todo poder dictatorial: la necesidad máxima de controlar la transmisión de la información, la verdad absoluta de que el único modo de cambiar las cosas es desde dentro del sistema, o el papel fundamental que juega la confianza (un sentimiento, antes que cualquier otra cosa y, por ello mismo, irracional) en la generación de los vínculos dentro de los sistemas políticos que nos gobiernan a todos.
Muy relacionado con todo lo anterior, creo que Walkiria alcanza dos metas importantes, que se podrían resumir en una: la humanización de lo aparentemente inhumano. Este vértice conceptual sirve para consolidar nuestra sensación de horror ante la certeza de que el nazismo fue perpetrado por seres humanos de carne y hueso y no por mitos de los libros de Historia, lo cual siempre es útil para las nuevas generaciones; y, al mismo tiempo, para comprender que todo lo ocurrido, bajo aquel régimen y bajo cualquier otro, bueno o malo, proviene de gente que respira como nosotros, que acierta y se equivoca, que puede traicionar y ser traicionada. Los dos objetivos logrados a los que me refería son el cuestionamiento de la clásica dicotomía traición-lealtad/negativa-positiva y, en segundo lugar, la proposición —engañosamente obvia e imprescindible ante la simplificación que el paso del tiempo produce sobre la Historia— de que en los tiempos del nazismo no todos los alemanes pensaban igual.
En la entrevista que Gabriel Lerman le hizo a Bryan Singer para la revista Dirigido por (nº 385, Enero 2009) hay una pregunta y una respuesta que resumen, en cierto modo, todo lo dicho. Singer cuenta una historia relacionada con la búsqueda de decorados e ironiza sobre los alemanes que guardan muebles de la época nazi. Ante ello, Lerman le pregunta: «¿Son neonazis?», y Singer responde: «No lo sé… Creo que simplemente es gente a la que le gustan los muebles». Ejemplifica la distancia entre el crítico que quiere ver el sentido político detrás de algo que para el cineasta es mucho más sencillo, como yo advertía al principio de estas líneas. También plantea que se puede tener en casa un mueble nazi sin ser nazi, lo que entronca con las últimas reflexiones de este texto, sobre la necesidad de matizar los estereotipos con los que pensamos. Y, por fin, también es síntoma evidente de cierta simpleza en los planteamientos de Singer, intrínseca en su modo de ver el cine, y que nos impide observar una película como Walkiria con mayores ambiciones que la de posar nuestra mirada sobre algunas pinceladas de interés como las aquí descritas. Pero esa simpleza es la misma, e incluso menor, que la que había en Sospechosos habituales, y a más de uno aquello le pareció el súmmum de la modernidad cinematográfica…