Mamá, es posible que ya no pueda ver tu rostro más.
Mamá, enséñame bien tu rostro.
Pero no quiero dejar ningún recuerdo. Porque despúes de diez o veinte años, lo verás y te hará llorar.
Mamá, el día que abandone Koriyama volaré por encima de nuestra casa.
Esa será mi despedida.
— Carta de Saburô Mogi, piloto de la Unidad Especial de Ataque de Koriyama, Fukushima
La imagen perdida de Hayao Miyazaki
1Si, dado el nivel de su filmografía, cada película de Hayao Miyazaki conlleva un terremoto en la escena cinéfila, una crítica negativa al director desconcierta cual réplica inesperada. De entre las suscitadas a raíz de El viento se levanta (Kaze tachinu, 2013), la de la periodista cinematográfica Inkoo Kang cobró relevancia por el medio de hacer público un fragmento: su intervención en la Boston Society of Film Critics, precediendo las votaciones de esta entidad para el premio a la Mejor Película de Animación. Que el último trabajo del director japonés se alzara finalmente con el galardón no hizo sino recalcar el contraste entre la diatriba y el aplauso prácticamente unánime a su trayectoria hasta el momento.
Mayor novedad, no obstante, fue una argumentación (que puede leerse íntegra en The Village Voice) no centrada en las cualidades cinematográficas del film, sino en sus lecturas políticas. Según Kang, su protagonista Jirô Horikoshi —diseñador de aviones caza durante la IIGM— representa «la miopía moral de los ciudadanos del imperio japonés», y la película «la obsesión de todo un país por alterar la memoria de un pasado profundamente doloroso y extraordinariamente violento.» Su punto de vista podría resumirse en que Miyazaki se vuelca en la pasión de Jirô sin mostrar sus terribles consecuencias, ya que sus diseños servían al propósito de una maquinaria bélica destinada a la aniquilación de seres humanos. La obra, por tanto, parece ignorar a las víctimas del militarismo japonés, con un héroe más preocupado por la suerte de sus aviones que por los cadáveres que dejaban, ausentes en las imágenes.
2Las palabras de Kang reverberan en un contexto de tensión regional, del cual solo atisbamos esa punta del iceberg mediático que suponen las reiteradas visitas de los mandatarios nipones al santuario sintoísta Yasukuni. A pesar de que allí se honra la memoria de millones de caídos en diversas contiendas desde el siglo XIX, entre ellos civiles taiwaneses y coreanos, la inclusión de 14 criminales de clase A de la Segunda Guerra Mundial hace que su culto se interprete por las potencias invadidas como un acto de revisionismo. A estos tributos, llevados a cabo por primeros ministros tan populares como Junichirô Koizumi o Shinzô Abe, se suman mensajes más explícitos de otras personalidades de la derecha japonesa, tales como el ex gobernador de Tokyo Shintarô Ishihara, quien declaró al respecto del conflicto territorial con China «no quiero que Japón se convierta en el mismo tipo de nación que el Tibet»; o el alcalde de Osaka Tôru Hashimoto, quien excusaba la esclavitud sexual de miles de coreanas durante la ocupación japonesa apelando a la supuesta voluntariedad de su reclutamiento o calificándolo de «mal necesario» para aliviar a la soldadesca de las penurias de la guerra.
Estas expresiones de nacionalismo, sin embargo, no se corresponden con un sentir inequívoco de la población. A diferencia de países como Francia, Grecia o Dinamarca, la ultraderecha japonesa apenas goza de respaldo en las urnas, y su capacidad de movilización ciudadana es igualmente testimonial. Tampoco hay una mayoría clara detrás de la propuesta del gobierno del Partido Liberal Democrático de derogar el artículo 9 de la Constitución —el cual prohíbe la intervención militar fuera del territorio japonés—, pese a que la medida pretende homologar las funciones de las Fuerzas de Autodefensa a las de cualquier ejército europeo, con el principal apoyo, además, de Estados Unidos, quien impuso por la fuerza dicho artículo durante la ocupación.
La emergencia del discurso patriótico en la clase política y en los debates virtuales parece obedecer a una dinámica pendular respecto a otros nacionalismos regionales, los cuales gozan de una base social más amplia. Según las encuestas la valoración de Japón por la población surcoreana llega a ser inferior a la de Corea del Norte incluso desde antes del mandato de Abe, a pesar de las muertes provocadas por los últimos encontronazos militares con la dictadura comunista y la anulación unilateral por Pyongyang del armisticio entre ambas naciones. Por otro lado, a la tradicional presión geopolítica de China sobre los países con los que comparte frontera —con Vietnam en el foco actualmente— se le añade el uso de la memoria histórica por parte de su gobierno con el propósito de desviar la atención de los asuntos internos, desembocando en espirales descontroladas de violencia como la desatada durante las movilizaciones de 2012 a raíz de la disputa territorial sobre las islas Senkaku.
3El contexto político y económico en Asia Oriental no deja mucho espacio para la lírica. En palabras de Robert Kaplan, «[…] desde un punto de vista intelectual, es un entorno estéril comparado con otras partes del mundo. Lo que importa en Asia Oriental son las cadenas de provisión logística, el transporte de mercancías, las cisternas de petróleo, las megaurbanizaciones de clase media, los proyectos de canalizaciones y puentes, etc. Todos fenómenos fascinantes, pero no para los humanistas.»
Habría que dilucidar, claro, si dicha esterilidad radica en el entorno o en quien lo observa. Que en Occidente la fe en el ser humano haya llevado a ignorar lo que nos dicen las manifestaciones de su actividad sobre su naturaleza, es decir, a idealizar un orden moral y racional contradictorio respecto a las dinámicas socioeconómicas que rigen el comportamiento de la población, no significa que la mentira intelectual pueda sobrevivir igualmente disfrazada de humanismo en el continente asiático. Allí resulta más difícil desviarse de las vetas de la historia que surcan las identidades colectivas, y la reflexión profunda exige un deber de honestidad que, con frecuencia, acarrea alineamientos contrarios a los intereses de quien la realiza.
En un terreno intelectual tan explosivo no es de extrañar que el cine con vocación comercial tienda a abstraerse de dicho trasfondo y buscar el impacto superficial. Las taquillas revientan con modelos hollywoodenses old school (dramas lacrimógenos, enfrentamientos épicos del Bien contra el Mal), superproducciones históricas chinas, adaptaciones de doramas japoneses o thrillers coreanos que pasan sin dejar muesca alguna en el imaginario popular. De hecho, en los últimos años se observa una convergencia de las distintas industrias en la producción en serie de productos formulaicos de corto recorrido, como conscientes de la necesidad de un movimiento perpetuo que anime al presente muerto, sin complicaciones históricas, que pretenden tales ficciones.
4En esta paradoja de ser consciente de una realidad y a la vez evitar su expresión subyace el propósito de no conjurar a los nacionalismos imperantes en la región. El choque más importante afecta al cine japonés de época, por su (inevitable) posicionamiento acerca de la identidad nacional y su contraste con la memoria histórica defendida por los vecinos del archipiélago. En los últimos años se ha abandonado el gran angular de los filmes bélicos de la edad de oro de esta filmografía, con cumbres como Nobi (Kon Ichikawa, 1959) o la trilogía La condición humana (Ningen no jôken, Masahiro Kobayashi, 1959-61), por relatos menos cáusticos y más interesados en el retrato, diríase eastwoodiano, de personajes atrapados en circunstancias históricas, como Lorelei (Shinji Higuchi y Ceilin Gluck, 2005) o Yamato (Junya Satô, 2005).
El arquetipo recurrente en muchas de estas narraciones es el kamikaze y, en general, el soldado al que se le asigna una misión suicida y sin posibilidad de éxito. Una figura idealizada por la derecha revisionista cuyo espíritu de sacrificio, sin embargo, se ha visto matizado en producciones como Oba: The Last Samurai (Taiheiyô no kiseki, Hideyuki Hirayama, 2011) o Sea Without Exit (Deguchi no nai umi, Kiyoshi Sasabe, 2006). La novedad radica en la defensa del valor de la vida frente a la exaltación de la muerte típica del bushido, independientemente de la legitimidad o falta de la misma del régimen imperialista. Para el combatiente sobrevivir ya no es una vergüenza, sino un acto cargado de sentido; con la primera cosecha en tiempo de paz, pues, llega el momento de dejar atrás el pasado, como en la trágica y a la postre cachonda Postcard (Ichimai no hagaki, Kaneto Shindô, 2010).
Esta empatía por el perdedor remite a una idiosincrasia nipona más longeva que la distorsión propagandística en tiempos modernos del código samurai, con modelos literarios desde el príncipe exiliado en Genji Monogatari (Murasaki Shikibu, s. XI) hasta el suicidio inspirado por el general Nogi en Kokoro (Natsume Sôseki, 1914); por otro lado, figuras legendarias como los héroes Yamato Takeru o Miyamoto Musashi no destacan por su querencia por la muerte, sino más bien por su pragmatismo e individualidad apátridas.
¿Cuál es el problema, entonces, de recuperar estos modelos en el cine actual? Que la mayoría de directores no ha sido capaz de integrarlos en la narrativa de una guerra con millones de muertos y secuelas espantosas en todos los bandos. Mientras que en Occidente esto no es un problema, más allá del cabreo de Lanzmanns, Rivettes y demás moralistas, en Asia Oriental los nacionalismos vecinos demandan de Japón algo más que indemnizaciones y disculpas continuas. El cine japonés debe afrontar no ya la ausencia, sino la obligación de una imagen: aquella que reduzca la guerra a naciones-victimario y naciones-víctima, sin cabida para personajes cuyo relato contradiga los términos maniqueos. Una imagen ideológica comparable, un suponer, a que EE.UU. censurase los films que condenan las masacres de Hiroshima y Nagasaki por considerarlas necesarias para acelerar la conclusión de la guerra. Una imagen, en suma, que anteponga el principio de realidad (demanda política regional) sobre el de subjetividad (demanda cultural interna).
5Las expresiones públicas de Hayao Miyazaki nunca se han distinguido por su ambigüedad. Desde su entusiasmo inicial por el marxismo a pequeñas iniciativas ecologistas, pasando por su apoyo a las mencionadas comfort women, jamás ha tenido pelos en la lengua para defender su sensibilidad de izquierdas y antimilitarista, con el reciente ejemplo de la publicación de un ensayo en contra del plan de Abe de reforma constitucional. Hasta ahora su discurso solo había incomodado a ciertos sectores de la derecha de su país.
¿Por qué entonces ha provocado semejante polémica El viento se levanta? Quizá porque, mientras que la política pretende la instauración de superestructuras ideológicas capaces de regir la dinámica social, en el cine de Miyazaki no hay lugar para tales entelequias, sino que se adentra en la dialéctica entre los personajes y su mundo sin elevarse ni un palmo por encima. En sus películas la comunicación entre pequeña y gran narrativa es absoluta, como se aprecia en Mi vecino Totoro (Tonari no Totoro, 1988) y sus conexiones entre Naturaleza y noción de vida y muerte, entre el calor del hogar y el impulso de exploración del exterior, entre lo real y el reino de lo maravilloso al que accedemos cuando permitimos a nuestra conciencia expandirse libremente.
En la filmografía de Miyazaki podemos diferenciar dos etapas según la dialéctica planteada entre los protagonistas y su entorno. En la primera se observa una integración total gracias a la voluntad de comprensión de lo ajeno, del Otro, que dota de sentido ecológico al devenir de los hombres. Personajes como Nausicaä o Kiki transmiten la impresión de entender la existencia como algo más grande que los conflictos a los que se enfrentan, asumiendo el papel de restaurar el equilibrio en sus vidas y las de sus semejantes.
Sin embargo, a partir de La princesa Mononoke (Mononoke hime, 1997) —film al que ya acompañaba uno de los primeros anuncios de retirada de Miyazaki—, la asimilación se va transformando en negociación: hay elementos imposibles de asumir dentro de la coherencia interna de los personajes, por lo que deben esforzarse para convivir con ellos. En aquella película se traducía en el desplazamiento del protagonismo de una clásica «heroína Miyazaki» (San) a un personaje masculino (Ashitaka) ajeno a las fuerzas desatadas sobre el escenario. Asimismo esta tensión sin resolver acerca El viento se levanta a El viaje de Chihiro (Sen to Chihiro no kamikakushi, 2001) antes que a una obra aparentemente más afín por su temática como Porco Rosso (Kurenai no buta, 1992), cuyo protagonista es más consciente de los sacrificios que exige vivir entre sueños.
El precedente más claro de la formulación del exterior como amenaza del ideal, y no como parte integral de un único cosmos, es El castillo ambulante (Hauru no ugoku shiro, 2004), donde el horror bélico pasa factura al mago Howl y le lleva a depender de Sophie, otra chica Miyazaki extraordinariamente fuerte —la ruptura de estereotipos de género es una constante en su obra— sobre la que recae nuevamente el punto de vista del relato. Por el contrario y a pesar de las semejanzas con este trabajo, El viento se levanta desarrolla la perspectiva masculina más que cualquier otro del director, apareciendo una connotación de fragilidad inédita hasta entonces.
6Jirô no es, como le gustaría a Kang, el barbero judío de El Gran Dictador, sino un Walter Mitty al que le toca mediar entre sus fantasías y la realidad de la contienda más sangrienta hasta la fecha. Un espíritu libre cuya manera de afirmar la vida no reside en el modelo de heroísmo canónico de Normandía, sino en expresar un genio condenado a ser aprovechado por las estructuras de poder. Que ahora nosotros, héroes sin guerra, apliquemos otros constructos ideológicos ¡creados a raíz de la IIGM! para someter cualquier ficción de época a juicios de Nuremberg, es el tiro definitivo en el pie del humanismo, si no en la cabeza.
Porque algo dicen escenas como la del Gran Terremoto de Kantô, un apocalipsis tranquilo e inexorable, que inunda mansamente los sentidos; o la conversación con ese enigmático alemán que parece huir del orden mundial, refugiado en la paz exigua de la residencia; o los sueños de éxtasis aeronáutico, presididos por el admirado Caproni y contaminados por la muerte —temor cuya expresión no precisa de la exhibición de cadáveres, como evidencia la historia del cine y de la pintura. Tales momentos contrastan con el juego con el avioncito de papel, rodado con una planificación de encuadres tan compleja como la felicidad; o la fantasmagórica ceremonia nupcial entre Naoko y Jirô, clímax de una historia de amor germinada como hierba entre adoquines.
Son jirones de humanidad que restan después de atravesar esa Historia con mayúscula de nombre de dios cruel. Si antaño su cine se afianzaba en el concepto ecologista de recompensa por el bien común, perdida la fe en el colectivo el autor se alinea con Nicolas Winding Refn y Paul Thomas Anderson, preocupado por el precio que cada cual ha de pagar por asentar su propia intrahistoria en el maelstrom de la sociedad. Sin atender a demandas espurias, Miyazaki recupera la verdadera imagen perdida de la Segunda Gran Guerra: la que permite creer en la posibilidad de la belleza —es decir, en que haya algún sentido para el ser humano— incluso en el seno de una corriente que se traga la vida de millones de personas. Qué facil se antoja condenar esta posibilidad desde el curso moral e ideológico de nuestra existencia actual, sin reparar en que, meandro a meandro, acaso nos lleve a las mismas profundidades.