Cuándo nacieron las estrellas del cine? ¿Con qué luz fueron iluminadas? ¿De qué modo siguen ejerciendo, aún hoy, una fascinación inigualable en el espectador? La historia de Hollywood no puede escribirse sin tener en cuenta el modus operandi de su star system. No puede narrarse sin tener en cuenta la belleza y el glamour de las actrices que durante décadas encarnaron el sueño de millones de espectadores.
La constelación de diosas del séptimo arte nacidas en el cine norteamericano tuvo su periodo de máximo esplendor durante la década de los años treinta y cuarenta, justo antes de que la aparición de la televisión sesgara su campo magnético en la década de los cincuenta y, por supuesto, mucho antes de que las estrellas del rock hicieran desplazar la mitomanía y el fenómeno de los fans hacia el mundo de la música en la década de los sesenta. Nombres como Lana Turner, Marlene Dietricht, Greta Garbo, Joan Crawford, Jena Harlow, Pola Neri, Bette Davis o Katharine Hepburn, entre otras, figuran en la lista de las grandes estrellas del cine norteamericano, adoradas y deseadas por un público cuya única posibilidad de disfrutar de la imagen en movimiento era a través de la gran pantalla. Actrices que inscribieron su trabajo interpretativo en un sistema regido por las leyes del glamour y que a menudo vieron como se les arrebataban incluso sus vidas privadas en beneficio del sistema económico de la gran industria del cine. Sin televisión y sin internet, era la época en que la mitificación de las estrellas del cine provocaba una enorme atracción hacia todas las facetas de sus vidas, tanto dentro y como fuera de la gran pantalla. Tanto era así, que en raras ocasiones se discernía entre la estrella y la persona confundiéndose a menudo sus vidas ficticias con su vidas reales.
Sin embargo, las grandes actrices de Hollywood, habiendo detectado su enorme potencial y la necesidad que de ellas iban adquiriendo los grandes estudios, se acabaron convirtiendo en empresarias, mujeres igual de infalibles tanto en el campo interpretativo como en el campo económico. Mary Pickford, la pequeña Mary conocida como la novia de América, puede considerarse la primera gran estrella del cine norteamericano en este sentido y, en cierto modo, la actriz que marca el inicio de la construcción de lo que hoy conocemos como Star System. Ya en 1916 dijo a su entonces productor Adolph Zukor: «No me puedo permitir trabajar por menos de 10.000 dólares a la semana» [1]. Así las cosas, Pickford fue la primera estrella que empezó a producir sus propias películas a través de la sociedad Artistas Asociados creada juntamente con Douglas Fairbanks, Charlie Chaplin y D.W. Griffith. A finales de los años veinte, otra gran estrella como Gloria Swanson también decidió independizarse de la tiranía de los grandes estudios y fundar su propia productora, Gloria Swanson Productions, a través de la cual colaboró con cineastas como Raoul Walsh en Sadie Thompon (1928), Erich von Stroheim en Queen Kelly (1929) o Edmund Goulding en The Trepasser (1929).
El poder de las actrices de Hollywood durante la década de los treinta no paró de crecer y afianzarse al ritmo que en el imaginario popular se reforzaban los lazos entre belleza, moda, glamour, cualidades interpretativas y, sobretodo, lujo. Los grandes estudios de Hollywood crearon los primeros gabinetes de prensa propios de la historia del cine y, con los medios de comunicación como aliados, el fenómeno del Star System iba también afianzándose a grandes pasos. Las grandes estrellas femeninas superaban con creces las expectativas vertidas sobre los actores masculinos y, por supuesto, cotizaban mucho mejor que los hombres sus precios en la industria. Hacia el 1933, por ejemplo, Greta Garbo ganaba 10.000 dólares la semana mientras que Clark Gable, quien podría considerarse su homólogo masculino, ganaba solamente 2.500 dólares [2]. La magnitud del fenómeno llegó a extenderse a todas las esferas del sector empresarial. Tanto es así que durante la década de los años treinta tanto Gloria Swanson como Constance Bennett crearon su propia marca de cosméticos.
La mitificación de las actrices llegó a un extremo tal, que todas las espectadoras seguían sus avatares porque querían ser como ellas. El deseo imitativo quedaba patente en la forma como las grandes revistas trataban a las estrellas. Se hablaba de un look Garbo o un look Crawford para designar una manera de hacer y un estilo de vida de una u otra actriz. Y se producían millones de fotografías, pósters, tarjetas, … con el objetivo que el fenómeno no parara de crecer. De este modo, las grandes estrellas de Hollywood nacieron como un producto de fábrica, con un objetivo que cumplir, un deseo que satisfacer.
Aún así, lo más interesante del fenómeno del Star System son, sin duda, las relaciones creativas que se dieron entre cineastas y actrices, a la manera como el pintor encuentra su inspiración en su musa. Existe una magia que se produce cuando nace una conexión intangible entre creador y criatura que ha sabido inscribirse en algunas de las películas más memorables de la historia del cine, ya sea dentro o fuera del Star System norteamericano. ¿Qué habría sido de D.W. Griffith sin Lillian Gish? ¿O de Cecil B. De Mille sin Gloria Swanson? ¿O Josef von Sternberg sin Marlene Dietricht? ¿E incluso de Mauritz Stiller sin Greta Garbo?
A mediados de la década de los cuarenta, el papel de las grandes actrices de Hollywood se replantea. Nacen las películas destinadas a alzar la moral de los soldados que luchan en la Segunda Guerra Mundial y las estrellas dejan de vincular sus vidas, reales y ficticias, al glamour, la belleza y el lujo. Como la Claudette Colbert que interpreta a la madre de familia de Since you went away (1944) de John Cromwell. Es el inicio de la decadencia del Star System aunque algo perdura, aún hoy, de su fuerza creadora. La turbadora magia que se esconde en la relación entre cineasta actriz.
[1] Citado por Catherine A. Surowiec en «Les stars américaines des années 1920 et 1930 et l’industrie du glamour» dentro de Stars au féminin. Naissance, apogée et décadence du star system, bajo la dirección de Gian Luca Farinelli i Jean-Loup Passek. Ediciones del Centre Pompidou. Página 144.
[2] Surowiec, Catherine A.; op.cit. Página 145