El sueño de la razón, en la posguerra como en la guerra
Abou Leila (Amin Sidi-Boumèdine, 2019), que también comenta el compañero Sergio Vargas en otro texto, nos introduce, aunque sea disimuladamente, a los horrores de la guerra. Una de las mejores obras del Festival D’A y Premio del Jurado de la Crítica, Abou Leila es, entre otras cosas, una mirada original, esquiva y apasionante a las consecuencias de la guerra. Estructurada como una road-movie, el viaje de dos personajes antagónicos (de los que no conoceremos su identidad hasta avanzado el metraje) se mueve entre la realidad social de una Argelia golpeada por la violencia y una imaginación enferma que transforma los monstruos morales en bestias palpables. Los monstruos emergen del sueño de la razón a una lamentable realidad. En los 90 Argelia fue un infierno dónde se desencadenó una guerra nunca proclamada como tal pero que dio lugar a una macabra cosecha de miles de muertos y desplazados. Los atentados y los asesinatos que tuvieron lugar en el Norte del país, en nombre de la religión, de la ley o de la justicia, no sólo diezmaron el país y pusieron su futuro en jaque, sino que dividieron el territorio en dos áreas diferenciadas. La presumiblemente más occidentalizada, cerca del Mediterráneo y de los puntos industriales y de extracción de gas y mineral, se alejó de un Sur bañado por las arenas del Sahara y habitado por etnias tuareg. En este contexto es fácil querer pensar que la guerra no te alcanzará a pesar de las evidentes implicaciones, sociales, económicas e, incluso, individuales. Así, la situación que viven Lotfi y S, y su estado de ánimo, es la representación del final de un mundo, de una estructura social que durante los setenta y ochenta evolucionó mirando a occidente pero que se hundió por la corrupción y el extremismo islamista, arruinando la vida a muchos y echando a perder la razón a tantos otros. El viaje que emprenden, esa búsqueda de un asesino, es tan real como metafórico, es la búsqueda de un Santo Grial que puede justificar su existencia, purgar sus pecados y sanar su alma. Abou Leila, con sus misterios no resueltos, sus imágenes fascinantes o su mezcla de realidades es una parábola cinematográfica de un país dónde contar la verdad puede ponerte en peligro. No es nada casual que tenga ciertas semejanzas en el uso del fantástico y en la ambientación en un desierto remoto con la sorprendente A Dragon Arrives! (Mani Haghighi, 2016), proveniente de un Irán que también censura las voces y dónde los narradores deben recurrir a la fantasía para describir el impacto de las políticas más atroces.
Arranca Atlantis (Valentyn Vasyanovytch, 2019) con unas imágenes en infrarrojos tomadas en picado cenital. Un grupo de hombres armados, identificados por el calor de sus cuerpos, cavan un agujero, arrastran otro cuerpo, todavía caliente, y lo sepultan, antes de salir del plano. Esta escena tendrá su contrapartida en el plano de una pareja abrazada, tomada también en infrarrojos. Entre ambas escenas de calor humano asistiremos a un doloroso tránsito por la postguerra de una incierta (no tan distópica) Ucrania, arrasada por una lucha entre nacionalistas y rusófilos. Vasyanovitch nos quiere mostrar el horror de la guerra mediante el horror de la postguerra. Para ello, recurre a dos estrategias distintas. En primera instancia nos presenta a Sergiy e Ivan, pareja de excombatientes, que viven torturados por el impacto de las luchas vividas, sintiendo la necesidad de mantener el ritmo bélico, los entrenamientos de tiro y lucha. Frente a ellos, los obreros que han sufrido una guerra que no deseaban, les manifiestan un desprecio continuo por considerarles culpables de su miseria actual. La situación acaba trágicamente para todos, con el suicidio de Ivan (¡al más puro estilo de Terminator y Ripley!), el cierre de la fábrica en una extraña secuencia que rememora a Metrópolis y el cambio de rumbo vital de Sergiy.
Será a partir de este instante cuando la idea central de Atlantis cobra más relevancia. A diferencia del primer tramo de la película, en el que Vasyanovytch ha parecido buscar un impacto visual fácil con las escenas en los altos hornos, elabora a partir de aquí una sensación de malestar y de pesadilla mediante una serie de planos en los que máquinas, camiones y excavadoras ocupan la pantalla. Los desplazamientos de Sergiy con el camión cisterna por un paisaje arrasado funcionan como equivalencia perfecta al vacío moral de una sociedad que se ha quedado sin ningún punto dónde agarrarse. En medio de la inmensidad de escombros, Sergiy conocerá y se unirá a Katya y a un grupo de forenses que recupera cadáveres sin nombre de fosas comunes con la intención de recuperarlos. Para Katya, que estudiaba arqueología, la macabra ironía es que aplica sus conocimientos no a desenterrar cuerpos de edades antiguas, sino contemporáneos. Para Sergiy el trabajo representa desenterrar compañeros y adversarios, con los que podría haber compartido experiencias, a los que tal vez él mismo podría haber asesinado y entre los que podría haber estado. Con esta esquemática línea argumental y una austera puesta en escena, Vasyanovytch retrata certeramente esta itinerancia zombie de toda una generación muerta en vida, rodeada de esqueletos y despojos, a la que el presente y el futuro se presentan tan aciagos como la guerra que pretendió liberarles.
Se cierra Atlantis con un mínimo atisbo de esperanza, el de una pareja que se acoge y se conforta mutuamente frente a un entorno hostil, contaminado y amenazador. Homeward (Evge, Nariman Aliev, 2019), por su parte, se sitúa en el presente de Ucrania con menos esperanza que la distopia de Vasyanovytch. En ésta, Mustafa es un personaje obstinado, violento y ortodoxo, que decide enterrar a su hijo mayor, muerto en el conflicto, en su tierra natal, la península de Crimea, anexionada por Putin hace menos de una década. Nariman Aliev no parece tener los recursos narrativos de Valentin Vasyanovytch y la trama no se enriquece por la puesta en escena, sino que trata de hacerla crecer mediante unas peripecias progresivamente inverosímiles por puro acúmulo. Hay referencia a las etnias, en concreto a los tártaros que fueran reubicados por Stalin en Crimea y que ahora reivindican este terruño como propio, más allá de la voluntad de Ucraina o Rusia. Hay referencia a la ortodoxia religiosa musulmana, representada en el empecinamiento de Mustafa de cumplir con los ritos fúnebres, enterrar a su hijo cerca de su hogar, atravesando de modo ilegal fronteras con su cadáver, enfrentándose a la policía y arrastrando a su hijo menor en este lamentable periplo. Hay referencia, evidentemente, a la fractura del país entre distintos grupos, nacionalistas ucrainos, prorusos y tártaros. Pero Aliev no puede levantar el vuelo de una historia que arranca con mucha potencia, se dirige a una secuencia final igualmente conmovedora, pero se desplaza por terrenos demasiado próximos al telefilme.