La ley del mercado, de Stéphane Brizé

Ken Loach tiene tantos hijos bastardos repartidos por el mundo que podría dejar de hacer películas mañana mismo sin que el suministro de cine social con un pie en las barricadas y otro en el costumbrismo obrero no se viera afectado lo más mínimo. Muchos quieren ser Loach y el flujo no se detiene. Stéphane Brizé, que hasta ahora no se había adentrado en el “podemismo” cinematográfico, se sube al tren.

Están los que opinan que ya bastante tienen con lo que tienen como para salir arrastrándose de la sala de cine hasta el psiquiatra de guardia. No les falta razón. Tampoco a los que abrazan una visión eminentemente dionisíaca y escapista de los 24 fotogramas por segundo, y para esos a La ley del mercado (La loi du marché; Stéphane Brizé, 2015) se le ha echado tanta imaginación como a (íd.; David Ilundain, 2015). Ajustando las cifras: cero. Cero imaginación. Al fin y al cabo Brizé plantea la historia de aquel vecino tuyo que un día cayó en desgracia y todavía intenta reponerse del shock. Aunque a los amantes de lo excepcional y los requiebros argumentales habría que preguntarles si le aplican el mismo rasero a productos como El renacido (The Revenant; Alejandro G. Iñarritu, 2015), cuyo guion es muchísimo más sencillo de sintetizar que toda la obra de Loach, los Dardenne y León de Aranoa junta. Vayan, vayan y pregúntenles. Servidor sigue a lo suyo.

La ley del mercado

Paro, humillación, depresión, miedo a perder techo y quizá hasta comida. La mirada de Vincent Lindon al borde de un día de furia como aquel de Michael Douglas. No es bonito, no es agradable, pero alguien tiene que contarlo. Brizé se arremanga y se pone a ello sorteando la propaganda y el espíritu panfletario. Porque hay un peligro mayor en el neo-neorrealismo que ese espantar a la bancada a base de patadas de miserias cotidianas; siempre sobrevuela la amenaza del pastor evangélico, el sermón poco elaborado. El de Rennes hace lo correcto, o lo deseable; guarda las distancias. No hay diagnóstico sin perspectiva.

Y volvemos a la mirada de Lindon, a su talla como actor. No hay diagnóstico sin perspectiva, no, y tampoco hay La ley del mercado sin Lindon. El viejo amor de Carolina de Mónaco tiene las armas necesarias, imprescindibles, para bordar este Thierry Taugourdeau, un tipo con pinta de haberse fogueado en doscientas obras civiles y que, sueldo mínimo obliga, tiene que envainársela ante niñatos trajeados que quieren contarle cómo funciona el mundo. La triste realidad es que saben cómo funciona el mundo. Este mundo. Y Thierry va a recibir un cursillo acelerado. La ley del mercado no es la historia de un individuo, es un cuento de corderos peleando contra corderos. Hay que huir del matadero, sálvese quien pueda. Por eso la cámara de Brizé se mantiene en un segundo plano, observa, no interviene. No juega a arreglar los desajustes del capitalismo, sólo los muestra con un pequeño brindis final a la dignidad. Su acercamiento tal vez resulte frío, sabemos que las venas de Thierry hierven de rabia, pero este es el retrato de una jungla de acero, cristal y directores de recursos humanos muy poco humanos. Y la absoluta falta de humanidad y compasión no da demasiado calor. Muy al contrario, corta la respiración, y la digestión, y hasta la fe en el prójimo. La maquinaria empresarial devorando entre sus engranajes incluso a las almas más curtidas. Ya decía que no era bonito, ni agradable.

Y ahora… ¿Dónde está el psiquiatra de guardia más cercano?