Combinada con imágenes de un Helsinki taciturno y funcional escuchamos al maestro del tango, Carlos Gardel, interpretando Volver. Koistinen trabaja como vigilante nocturno de unos grandes almacenes; al acabar su jornada nadie le espera y ni siquiera tiene el respeto y afecto de sus compañeros de trabajo. En apenas tres minutos Kaurismäki ha conseguido crear un entrañable personaje chapliniano completamente desvalido por el que no podemos sentir más que una gran ternura.
Luces del atardecer es un cuento moderno donde todo, desde los personajes a la fotografía, pasando por los decorados y la música es puro, genuino. En la cinta no hay lugar para las luces y sombras; la bondad y la maldad son los polos opuestos de un universo dicotómico. En las películas de Kaurismäki —y Luces del atardecer no es una excepción— nos sentamos a observar con ternura la confrontación de la bondad y la maldad, sin términos medios. Podríamos decir que el autor es un Frank Capra pasado por el filtro de la postmodernidad, en cuyas historias no triunfa el bien sobre el mal, pero donde siempre hay una puerta abierta a la esperanza.
El finlandés es uno de esos realizadores que incide una y otra vez sobre la misma idea y el mismo formato; uno de esos directores que hacen la misma película durante toda su vida, creando un estilo propio reconocible. La interpretación, caracterizada por la frialdad expresiva de los personajes, con economía de gestos y movimientos, es un elemento más de una puesta en escena sintética, con una iluminación impresionista que resalta los rostros y las miradas de los personajes con potentes fuentes de luz, remitiéndonos a los años cincuenta en su estado más puro e inocente, borrando las sombras del cine negro con una suerte de nostalgia de Technicolor. No es de extrañar que los gánsters parezcan salidos de La ley del hampa o que los protagonistas conduzcan automóviles de mediados del siglo pasado en pleno siglo XXI. A esto hay que añadir el silencio y la lentitud, que juegan a favor de la construcción de un halo de irrealidad mágica propia del cuento, dotando de gran fuerza a los escasos primeros planos y a los ágiles movimientos de cámara, utilizados en muy contadas ocasiones.
Los personajes secundarios —magistralmente interpretados, sin excepción— se mueven en torno a Koistinen, un John Doe abandonado a su suerte, siempre chocando con un frío muro de realidad en sus repetidos intentos de progresar, con la firme voluntad de obrar bien en su torpe y silenciosa huída de la soledad. Esta bondad hará que unos mafiosos traten de sacar partido de él, engañándole para que, sin saberlo, les ayude en sus planes criminales.
Al final hay una puerta abierta a la esperanza: el mismo sentimiento que ha hecho caer a Koistinen en una espiral de fracaso cada vez más pronunciada alumbrará una posible salida del túnel.
El día que me quieras
la rosa que engalana,
se vestirá de fiesta
con su mejor color.
Y al viento las campanas
dirán que ya eres mía,
y locas las fontanas
se contarán su amor…