Neorrealismo en color
El caso de Aki Kaurismäki no es solamente único en el cine finés sino también en toda Europa. Tras unos inicios bastantes discretos a la sombra de su hermano mayor, Mika, Ariel (1989) nos descubrió un realizador excepcional que en muy poco tiempo y a una edad muy temprana —tiene treinta y dos años, aunque se trata de su película número siete— ha conseguido un puesto importante entre los mejores realizadores europeos.
La chica de la fábrica de cerillas, Contraté a un asesino a sueldo y La vida de bohemia confirman la importancia del finés e imponen un tipo de cine muy personal que se puede calificar de minimalista. La teoría de Kaurismäki es que toda película tiene una escala, y que si empiezas disparando y haciendo que exploten bombas, nunca será suficiente aunque acabes volando una ciudad entera. Si por el contrario haces un planteamiento minimalista, hasta el sonido de una tos llegará a adquirir un tremendo dramatismo. Ni que decir tiene es que el planteamiento de la obra de Kaurismäki se inscribe plenamente dentro de la segunda opción. Pero la novedad que aporta Nubes pasajeras dentro de la obra de Kaurismäki es la aparición de un cierto optimismo en una carrera en la que domina el más negro de los pesimismos, como puede atestiguar un film como La chica de la fábrica de cerillas. El propio realizador es consciente de semejante novedad y dice que «cuando me puse a escribir el guión coloqué a un lado de mi horizonte la historia de una salvación sentimental tipo Capra en “¡Qué bello es vivir!” y de otro la película de De Sica “Ladrones de bicicletas” [1], y en medio sitúe la realidad finlandesa».
Kaurismäki que a una toma de postura política radical une en ocasiones planteamientos de innegable honestidad pero que pecan de una cierta ingenuidad, pensaba que en una película que trataba el tema del paro era preferible ser optimista «sin perder de vista la realidad, y tratar de hacer neorrealismo moderno en color». Pero lo que hace de Nubes pasajeras un film de notable interés no es esa curiosa mezcla que intenta, sin excesivo éxito, Kaurismäki, sino una vez más el rigor de la puesta en imágenes del realizador, que unido a la brillante utilización de la música, se ha acabado por convertir en la marca de fábrica del cine del finés. Casi en su inicio tenemos un excelente ejemplo de la forma de trabajar de Kaurismäki. A la protagonista —la actriz que incorporara a la muchacha de la fábrica de cerillas— le vienen a decir que el cocinero ha vuelto a hacer de las suyas. Entra en la cocina y comprueba que está armado. El portero del local, encargado de la seguridad, intenta desarmarlo. El cocinero retrocede hasta salir de campo mientras avanza el portero. Cuando el portero retrocediendo entra de nuevo en campo vemos que está herido. Entonces Ilona —pues este es el nombre de la protagonista— sale de campo, se dirige hacia el cocinero, se oye en off una bofetada y rápidamente comprendemos que todo ha quedado resuelto.
El comienzo del film es típico de Kaurismäki. Toda una serie ininterrumpida de desgracias se ceban en el matrimonio formado por Ilona y Lauri, ella maître del restaurante Dubrovnik, y él conductor de tranvías. Primero es el hombre el que pierde el empleo en una reducción de plantilla dejada al azar de una baraja, puesto que el dueño no quiere ser el que decida el nombre de los cuatro conductores que perderán su empleo. Luego el restaurante se ve obligado a cerrar y también Ilona sufrirá un continuo peregrinaje para volver a encontrar trabajo. Y cuando todo parece perdido, el voluntarismo del director hace que se produzca un final a lo Capra con Ilona encontrando financiación y logrando que el nuevo restaurante —que se llama “Trabajo” para el que Ilona solicita un menú económico con raciones abundantes— se llene desde el primer día, con el perfecto colofón que supone esa petición de una mesa para treinta personas que solicita la ¡Federación de lucha libre!
El último film de Kaurismäki al que cabría calificar como una especie de Bresson [2] de izquierdas, está dedicado a la memoria de Matti Pellonpaa, actor predilecto del director y protagonista de Ariel y La vida de bohemia, que en este film aparece en fotografía como el hijo que tenía el matrimonio y desventuradamente ha perdido.
[1] El título español era en singular Ladrón de bicicletas cuando el verdadero Ladrones de bicicletas corresponde mucho mejor al planteamiento general de la película que al problema individual al que parece querer limitarse la traducción española.
[2] No por casualidad un cartel de su película postrera, El dinero, está entre los que hay en el cine donde va la pareja protagonista, aunque el catolicismo del director francés molesta al finlandés tanto como le atrae el rigor de sus planteamientos.
© Texto publicado originalmente en Dirigido por… nº 263. Barcelona, diciembre, 1997.
(*) Antonio Castro es catedrático de Comunicación Audiovisual en la Universidad Complutense de Madrid. Escribe de cine desde los años sesenta, donde comenzó en publicaciones ya desaparecidas como las célebres Film Ideal y Nuestro Cine. Colaborador habitual de Dirigido por… desde hace tres décadas, es autor de Stanley Kubrick (2001), Miradas sobre el mundo: veinte conversaciones con cineastas (Re Bross, 2000), El cine español en el banquillo (Fernando Torres, 1974), Jules Dassin: violencia y justicia (T&B, 2002; co-autor), Obsesiones Buñuel (Ocho y medio, 2001; editor). Recientemente ha colaborado en Miradas para un nuevo milenio (Colegio del Rey-Festival de Alcalá, 2006) y en Nosferatu 53-54: La «generación de la violencia» en el cine americano (Donostia Kultura, 2006)