El tercer largometraje de Aki Kaurismäki se nos revela visto hoy día, como la primera señal indicativa de la senda por la que transitará su cine futuro. Sus irregulares predecesoras mostraban ya, pese a todo, los intereses, opuestos en ocasiones, del director: la primera, una actualización del clásico de Dostoievski Crimen y castigo, ofrecía numerosas líneas de fuerza formales y temáticas de lo que será su obra posterior pero sin alcanzar el interés de sus mejores películas; Calamari Union, su segundo largometraje en solitario, señalaba otra vía de trabajo más cercana a la metodología de las películas de finales de los años cincuenta y sesenta al servicio de estrellas del pop pero atravesada, eso sí, por un nihilismo recalcitrante sin asomo del optimismo de aquéllas, y que desarrollará ampliamente en su colaboración con los Leningrad Cowboys. Será Sombras en el paraíso, por tanto, la película en la que estén presentes por vez primera casi la totalidad de los recursos observados en el cine de madurez de Aki Kaurismäki pero sin estar sometidos todavía a un alto grado de depuración formal. Por ejemplo, los movimientos de cámara son aquí mucho más numerosos y ‘significativos’ que en películas posteriores y las interpretaciones todavía permiten escapadas hacia cierto naturalismo al que se renunciará en lo progresivo (algo especialmente visible en los actores secundarios). En contrapartida, la utilización de la música como elemento primordial en la construcción de ciertas escenas (y que en la machacona inclusión de viejos temas de blues guarda un curioso parentesco con Strangers than Paradise de Jim Jarmusch) o el trabajo de iluminación, con sus vibrantes amarillos y azules, alcanzan ya un nivel muy similar al de Nubes pasajeras o La chica de la fábrica de cerillas.
En esta ocasión se nos cuenta la historia de amor, propiciada por la casualidad y lo inevitable, de Nikander e Ilona (Matti Pellonpää y Kati Outinen confirmándose desde este momento como la pareja interpretativa predilecta del cineasta). Él trabaja de basurero, es un hombre tímido, responsable y silencioso, al que le cuesta tomar decisiones (cuando por fin decide unirse al ambicioso proyecto empresarial que un compañero le propone, éste se muere repentinamente). Ella, una orgullosa cajera de supermercado con mayor arrojo pero con su misma suerte (ha sido despedida injustamente de sus tres últimos trabajos). Su encuentro revelará para ambos la posibilidad de alcanzar cierta felicidad, pero de una clase que no es fácil de aceptar pues pasa por una renuncia dolorosa: aquella de los sueños. Asistiremos pues a una nueva confrontación entre la vida soñada / vida vivida: aquello a lo que aspirábamos, esto que tenemos; centro neurálgico de la mayor parte de la filmografía del finés y ya presente en sus dos anteriores filmes. En esta ocasión será Ilona quien renuncie en primer lugar a la relación tratando de lograr con ello una mejora en su situación económica y, lo que es más importante, intentando esquivar esas ‘sombras’ permanentes en su vida: trabajo precario, felicidad precaria. En un momento del film, Nikander e Ilona se convierten en pareja (en una significativa imagen, ambos se besan en plano general en el hall del apartamento de Nikander, iluminados por la luz de una bombilla y reencuadrados por el marco de una puerta, mientras el resto de las estancias permanecen en sombra). Inmediatamente Ilona consigue un nuevo trabajo. Están felices (no me atrevo a escribir: “son felices”). Él se pone su único traje. Ella se peina en una peluquería cara. Frescos e ilusionados se dirigen a un restaurante elegante para poner una bonita rúbrica a su encuentro, pero al llegar allí, lamentablemente, el portero no les deja pasar. Pese a todos sus esfuerzos (“aunque la mona se vista de seda…”) ellos no pertenecen ni podrán pertenecer nunca a ese ente abstracto de personas que van a cenar a lugares como ese, visten con ropas elegantes, se divierte en las discotecas (en una de ellas veremos a Ilona sola mientras sus amigas bailan en compañía de hombres; en otra a Nikander, también solo y borracho, abandonándose al sueño sobre una mesa), o que, en definitiva, llevan una vida (supuestamente) ‘feliz’… a menos que consigan aceptarse como son (decidir si eso implica necesariamente una renuncia, lo dejo en manos del lector/espectador). De ahí que cuando posteriormente Ilona perciba esa idea con claridad y renuncie (ahora sí) a la posibilidad de una ‘nueva vida’ que se le ofrece, sea precisamente en ese restaurante donde lo haga y no en cualquier otro lugar. Una evolución similar sufrirá el personaje de Matti. Su proceso será más doloroso (de hecho le llevará al hospital) pero igualmente fructífero, logrando dejar de lado su pusilanimidad y regresando junto a Ilona decidido al fin, a tomar las riendas de su vida y “vivirla” de una vez por todas. Finalmente ambos parten juntos en un crucero hacia Tallin. “¿Y mañana?”, pregunta ella. Mañana, small potatos.