Alien 3

Abismo de locura

En su trilogía «¡Este rodaje es la guerra!», Juan Tejero selecciona y analiza algunos de los rodajes más tortuosos de la historia del cine, certificando, entre otras conclusiones, que la atmósfera más propicia para crear una obra maestra es el caos, el desconcierto y la anarquía. La tensión y el choque entre varias fuerzas creativas que explotan en un Big Bang de celuloide. Alien 3 pertenece a esa fascinante clase de películas que ven la luz después de atravesar el corazón de las tinieblas de un rodaje infernal. Un grito de rabia en el vacío por parte de su director, el entonces debutante David Fincher, que, si no es una obra maestra, sí se le parece mucho, al menos por lo que yo entiendo que es una obra maestra: cine imperfecto, visceral, nacido de las entrañas de una bestia, instintivo, todo tripas y corazón, agresivo, bastardo y a golpes con el mundo. Lo que habría parido William Blake si hubiera tenido una cámara en sus manos.

En 1990, cuatro años después del éxito de Aliens, Ronald Shusset, Dan O’Bannon y Walter Hill, los productores ejecutivos de la saga, se reunieron en las oficinas de la Fox para esbozar el que, prometían, sería el tercer y último acto de la franquicia. Su idea consistía en trasladar la acción a la Tierra y enfrentar a una nueva generación de aliens con los tres supervivientes de la película de James Cameron y otro equipo de marines del espacio. Tan convencidos estaban de que este planteamiento era definitivo, que la Fox distribuyó en cines un primer trailer del film que rezaba: «En la Tierra, todo el mundo puede escuchar tus gritos». Este eslogan era un guiño a la frase promocional del film de Ridley Scott: «En el espacio, nadie puede escuchar tus gritos».

El escritor de ciencia-ficción William Gibson recibió el encargo de escribir un primer tratamiento del guión a partir de esta idea básica, pero las cosas empezaron a torcerse cuando entregó un borrador en el que Ripley permanecía en coma durante dos tercios del metraje. Gibson fue invitado a abandonar la producción y entonces comenzó un carrusel de guionistas y directores por el que desfilaron Renny Harlin, Ridley Scott, Vincent Ward, Walter Hill, Larry Ferguson y, por fin, David Fincher. Este proceso está descrito con pasión y rigor periodístico por James Swallow en «Dark Eye: The Films of David Fincher», una de las pocas obras que existen sobre el cine del director.

Ward, que llegó a viajar a Londres para comenzar el rodaje en los estudios Pinewood, desarrolló un inquietante argumento que trasladaba la acción a una suerte de planeta o base espacial de madera en la que vivía una comunidad de individuos profundamente religiosos que habían decidido prescindir de la tecnología electrónica, al estilo del pueblo amish. La llegada del módulo espacial de Ripley y sus compañeros con un alien escondido a bordo dislocaría la paz del lugar y les obligaría a enfrentarse a sus creencias para combatir a la criatura. Ward tenía todo preparado para empezar la fotografía principal cuando recibió un fax de la Fox en el que se le comunicaba su despido. Los productores no estaban convencidos del tono de la historia y contrataron a Fincher, entonces un joven de 30 años que gozaba de cierta popularidad por su trabajo como director de videoclips para artistas como Madonna, Michael Jackson o Aeroesmith.

El debutante se encontró con un panorama dantesco: una producción de 65 millones de dólares sin un guión definitivo (las nuevas páginas llegaban por fax cada mañana), con los decorados sin terminar, con su estrella y también productora ejecutiva, Sigourney Weaver, muy cabreada por los constantes dimes y diretes en la Fox, con una fecha de estreno inamovible que obligaba a rodar la película en menos de tres meses, y con un director de fotografía, el gran Jordan Cronenweth (Blade Runner), a quien acababan de diagnosticar esclerosis múltiple. Con las puertas del infierno abiertas, Fincher decidió arrojarse a las llamas y escribir su particular «Divina Comedia».

Como en las dos películas precedentes, quizá el aspecto más destacable de «Alien 3» sea la consecución de una atmósfera agobiante que traslada al espectador la amenaza de la criatura alienígena. Ridley Scott definió la suya trasladando los ambientes típicos de la mansión gótica a una nave espacial, la Nostromo —llamada así en homenaje a la novela homónima de Joseph Conrad—, que funciona como un personaje más de la historia. Los túneles, las bodegas de carga y los sótanos son el eco futurista de las habitaciones de la Casa Usher o las estancias espectrales de «Una vuelta de tuerca». James Cameron se fijó en el universo cyberpunk que tanto influyó en la ciencia-ficción de los años ochenta, sobre todo en conceptos como el de la inteligencia cibernética, que trasladó al personaje de Bishop, el androide sintético de la misión, que demuestra más humanidad que otros personajes. Y Fincher recreó el infierno cristiano que proponía la imaginería medieval, transformando una vieja prisión para asesinos y violadores en un templo habitado por demonios, santos y mártires.

La carga religiosa del guión, heredada del planteamiento de Vincent Ward, encuentra así su espejo visual en un conjunto de escenarios tétricos y siniestros, ahogados por vapores y humos putrefactos, que podrían ser la versión miltoniana de la abadía de «El nombre de la rosa». La sulfúrica fotografía de Alex Thompson, sustituto del enfermo Cronenweth; los decorados decadentes de Norman Reynolds, auténticas ruinas románicas de un futuro místico; y la música de un apocalíptico Elliot Goldenthal, son los elementos claves que definen el espíritu inquietante, turbador, venenoso, malsano, nauseabundo y horrendo de la película. El alien, al que no cuesta percibir como la encarnación del Diablo del Antiguo Testamento, merodea por ese ambiente oscurantista y supersticioso al acecho de sus víctimas, un grupo de reos que busca la contrición y el arrepentimiento en un mundo abandonado de la mano de Dios. Ripley logra ahuyentar sus miedos —interiores y exteriores, reales e imaginarios— y los une en la tarea de acabar con la abyecta criatura.

En esta progresión dramática, Fincher logra la excelencia narrativa en dos secuencias: el funeral de Hicks y Nutt, montado en paralelo al nacimiento del alien; y el incendio de los túneles, que liquida terroríficamente a la mitad de los reclusos. Ambas regalan imágenes de una poderosísima belleza formal y simbólica que anticipa el tono desconcertante de Seven y The Game, y revelan el precoz talento del cineasta para orquestar set pieces en torno a la naturaleza de lo macabro. También perduran en mi memoria la autopsia de Nutt, que contiene algunos de los primeros planos más potentes que ha rodado Fincher, y el sacrificio de Ripley, que cierra la metáfora religiosa con un contundente significado: «Mi muerte es vuestra Salvación».

Como indica James Swallow en su monografía, Fincher siempre ha renegado de la película; tan traumática y frustrante considera su experiencia a todos los niveles. El periodista explica que le dolieron las injustas comparaciones con los filmes de Scott y Cameron, y que ningún ejecutivo de la Fox hubiera reconocido su trabajo, ya que al fin y al cabo había llevado a buen puerto la producción más costosa del estudio hasta ese momento. Fincher incluso se negó a participar en el mal llamado montaje del director que se editó en DVD en 2002. Hoy, las llagas y las heridas del pasado no deberían ocultar que se trata de una película con ese don fílmico tan difícil de lograr que es la identidad propia. Pese a (o quizá por) los tajos en la presentación y desarrollo emocional de los personajes, los agujeros argumentales, el precipitado final, el ritmo irregular, el pobre nivel de algunas interpretaciones, y algunos diálogos enfáticos y ampulosos, Alien 3 es una pieza cinematográfica intensa, viva y poderosa que de alguna manera prolonga el infierno macilento de Kurtz en Apocalipse Now. El fantasma del horror, el horror, en un abismo de locura que enfrenta al hombre con su reverso tenebroso.