Arrástrame al infierno

Ola de sustos

Resulta difícil predecir el futuro de un director cuando se interna en los siempre demasiado prolongados territorios de la adaptación de cómics de superhéroes. Algunos pueden salir reforzados, como es el caso de Christopher Nolan al hacerse cargo de las dos últimas entregas de la saga Batman (Batman Begins, 2005 y The Dark Knight, 2008), mientras otros parece que dejan su talento por el camino como le ocurrió a Bryan Singer tras sus dos películas sobre los X-Men (X-Men, 2000 y X-2, 2003) y su desastrosa nueva versión de Superman (Superman Returns, 2006). Lo cierto es que la trayectoria de Sam Raimi también parecía ir por este camino tras la decepción que supuso Spider- Man 3 (2007), que denotaba un manifiesto hastío por parte del director hacia la historia que estaba contando y hacia su personaje principal, consiguiendo precisamente el efecto contrario (lentitud rítmica narrativa, escasa fuerza visual y anodina progresión de la trama) que había logrado en las anteriores entregas, sin duda dos piezas maestras del cine de entretenimiento moderno, perfectamente equilibradas y despojadas del molesto peso trascendental con el que parece que tienen que revestirse los superhéroes si quieren conseguir cierto respeto y relevancia en los últimos tiempos. Afortunadamente Raimi siempre ha intentado mantenerse al margen de la intelectualización de los géneros y, también afortunadamente, ha decidido hacer un receso de la saga Spider-Man para recargar de nuevo las pilas a través de un vigorizante caramelo de terror que de alguna forma lo acerca de nuevo a sus orígenes. Y es que, aunque inevitablemente el director cuente con un mayor presupuesto y una factura impecable, sí podemos encontrar en Arrástrame al infierno el mismo espíritu subversivo y juguetón, referencial pero al mismo tiempo renovador, que consiguió imprimir en su ya célebre debut Posesión Infernal (The Evil Dead, 1981). Y quizás lo más reconfortante es comprobar que, a pesar de estar plenamente integrado dentro de la maquinaria mainstream, de tener un domino pleno de la técnica cinematográfica y de conocer a la perfección los engranajes del género, sigue manteniendo intacta su frescura.

Arrástrame al infierno es un apabullante carrusel gran guiñolesco de sustos, tensión y crispación desatada, orquestada por la batuta de un mago del terror que sabe dosificar, atosigar, revolver y divertir al espectador a través de una serie de elementos sagazmente cohesionados que, aunque vistos mil veces, no dejan por ello de ser pertinazmente eficaces.

El film gira alrededor del personaje de Christine (Alison Lohman), una joven cuya máxima ambición es sepultar su pasado de paleta pueblerina para poder integrarse de lleno en el engranaje de la actual sociedad competitiva a través de una nueva vida que borre sus carencias afectivas, sus inseguridades y su incapacidad para hacer frente a sus todavía latentes frustraciones. El camino hacia la consecución de su ansiado sueño parece cercana: tiene a su lado a un joven de alto estatus social que la ama (Justin Long) y un más que probable ascenso en su trabajo dentro de una sucursal bancaria. Pero en el camino hacia ese sueño americano se interpondrá una pequeña duda moral: ayudar o no a una anciana para que amplíe el crédito con el que poder salvar su casa de toda la vida. Si la ayuda, perderá puntos ante su jefe para la obtención del puesto y sus aspiraciones se disolverán; si no lo hace, estará imponiendo su egoísmo frente al drama humano que implica el caso. Christine optará por la primera de las alternativas, y ese será el principio de su agónico fin.

En definitiva, Arrástrame el infierno no deja de tener un trasfondo ético que pone de manifiesto el egoísmo y la progresiva insensibilización  del mundo que nos rodea. La ambición de Christine será su condena, materializada ésta en la maldición que la anciana Sylvia Ganush (Lorna Raver) le practique tras haber humillado su orgullo en público. A partir de ese momento, Christine tendrá que luchar contra fuerzas oscuras (las lamias, seres ancestrales provenientes de la mitología griega) que la someterán a un incansable asedio del que no tendrá escapatoria posible.

Raimi plantea este hostigamiento de manera que se convierte casi únicamente en el motor individual del film, por lo que la celeridad narrativa es imparable. Los fragmentos de ataque por parte de las fuerzas malignas se suceden vertiginosamente no sin un cierto efectismo gratuito en muchas ocasiones: la consecuencia mecánica de cada una de las set-pièces en las que Christine es acosada por los demonios, no deja de ser el sobresalto en la butaca motivado por unos efectos visuales y de sonido demasiado complacientes. Sin embargo, el director sortea su auto-condescendencia exhibicionista a través de un gozoso ritmo trepidante que enlaza, uno tras otro, instantes de un potente voltaje visual: la lucha entre Christine y la hechicera Ganush en el garaje, las escenas de acoso dentro de la casa (con esas sombras espectrales que remiten al cine clásico de terror), la sesión de espiritismo o el fragmento en el cementerio son alguno de los instantes climáticos más potentes de la cinta. Quizás se eche en falta un poco menos de explicitud a favor de un tratamiento del horror más insinuante e intuitivo (como ocurre en la excelente secuencia de la comida familiar), pero no cabe la menor duda de que, al fin y al cabo, las pretensiones de Sam Raimi no son precisamente jugar con las sugerencias y trabajar con las sugestiones, sino ir directamente al grano: al miedo como atracción de feria, como montaña rusa desquiciada en la que un sobresalto sobreviene a otro en cada tramo ondulante de la vía, hasta ponernos completamente del revés.

Arrástrame al infierno tiene sabor de serie B pero en formato deluxe, tiene a su disposición una excelente factura técnica pero rezuma un aroma vintage, es aparatosa pero no es pretenciosa, es repetitiva pero a la vez adictiva. Raimi configura una desprejuiciada survival horror movie teñida de cuento macabro y salpicada de elementos esotéricos y crea, junto a su hermano Ivan con quien firma el guión, sendos personajes perfectamente estructurados emocional y físicamente que a buen seguro  pasarán al imaginario del cine de terror de nuestro tiempo: el de la dulce y esforzada Christine, que evolucionará hasta terminar haciendo lo imposible por salvar su alma (una excelente Alison Lohman), y el de la bruja demoníaca incansable en su función de dar más sustos que la vida.