Penúltimo título de la filmografía de Murnau, El pan nuestro de cada día (City Girl o Our Daily Bread en su versión sonorizada de 1930) supuso su ruptura con la Fox precisamente por las azarosas circunstancias que concurrieron en la oposición del gran realizador alemán a dicha sonorización. El pan nuestro… sucedió a Los cuatro diablos Four Devils (The Four Devils, 1928), uno de sus títulos lamentablemente perdidos y tras él tan solo rodaría la maravillosa Tabú (Tabu, 1931, en colaboración con Robert J. Flaherty). Pese a que el título que comentamos carece de las ambiciones —en el mejor sentido de la palabra— que fructificaran en la magistral Amanecer (Sunrise: A Son of Two Humans, 1927) —bajo mi punto de vista su obra cumbre y una de las cimas del cine mudo—, es un film excelente, propio de la maestría en el lenguaje cinematográfico que Murnau dominaba como pocos, y al mismo tiempo admirable en el contraste de dos entornos tan contrapuestos como el urbano y el rural, incidiendo en los elementos más alienantes —el de las grandes ciudades— y regresivos —el del campo—, para afirmar una vez más la apuesta por el amor.
Pocas películas como esta tienen una arranque tan rotundo. En plano general un tren recorre velozmente de izquierda a derecha el encuadre. Le sucede otro en plano medio ya en el interior de un vagón que nos presenta a Lem Tustine (una vez más, maravilloso Charles Farrell). El despiste a la hora de no encontrar su billete cuando el revisor lo reclama, además de aportar un elemento de comedia describe su carácter ingenuo. Algo que confirmará el plano posterior de una joven de vida alegre —su caracterización es inequívoca— observando las acciones de Lem —advierte al instante que se trata del clásico joven protegido por su familia—. Este acude a la ciudad a vender la cosecha de trigo de sus padres. Murnau inserta unos planos describiendo a sus progenitores. El padre (impecablemente hosco David Torrence), la madre (sensible Edith Yorke) y la pequeña hija, a la que el padre regaña por recocer un pequeño ramo de espigas de trigo evidenciando su carácter autoritario. Una vez en Nueva York, Lem acude a comer a un restaurante. Será allí en donde Murnau inserte dos de sus escasísimos travellings mostrando las masas abigarradas ante la barra. Muy pronto la apostura de Lem llama la atención de las camareras, atendiéndole finalmente Kate (magnífica Mary Duncan). La joven va observando los rasgos de nobleza del joven, que está escribiendo unas postales a sus padres. Una accidental caída de la bebida permite a la camarera conocer la procedencia del muchacho —lee la dirección en una postal ahora mojada—, y se inicia un cordial trato entre ellos que el granjero sella torpemente entregando una propina a la decepcionada camarera. Sin embargo, instantes después este le dice que volverá a verla. Ya en la calle Lem descubre en un diario la llegada de la depresión, elemento que destaca Murnau en un arriesgado travelling de retroceso que lo relaciona con el conjunto de viandantes que abarrotan la calle. La analogía está clara: ha hecho su entrada un elemento desasosegador que afectará a todos.
La película retorna a Kate, que vive en un triste apartamento flanqueado por los reflejos de letreros luminosos. La camarera añora la naturaleza —su visión de un anuncio lo asevera—. Al mismo tiempo cuida con mimo una pequeña planta y conserva un pajarito enjaulado, que es mecánico y solo funciona dándole cuerda, en otra metáfora de esa ausencia de lo auténtico en la masificación urbana. Las fluctuaciones de la bolsa —breves planos de las sesiones—, concluye en que el granjero obtenga menor beneficio del consignado por su padre. Decepcionado y preocupado acude de nuevo a comer al restaurante en el que sirve Katy. Allí se sincera con ella y en pocos instantes intuyen que entre ellos hay algo más. Muy poco después el granjero defiende a la camarera del acoso de un cliente… y todo confluye en una declaración de matrimonio. El queda conmocionado por el paso adelante que ha decidido dar y ella sigue sirviendo llorando. La cita a la una de la tarde en la estación y la espera. Los minutos pasan y el tren va a salir. Ella al mismo tiempo duda en dar el paso adelante. Lem está a punto de abandonar la gran urbe pero un elemento del destino —un boleto que adquiere y le indica que no deje escapar la mujer de su vida—, le permite esperar y finalmente ambos se encuentran y funden en un abrazo.
De regreso en el tren, un hermoso plano medio nos los muestra dormidos —se supone que ambos se han casado ya— y con los billetes de los dos en el sombrero del joven —otra metáfora de Murnau: su carácter ha madurado con este encuentro—. La nueva pareja llega a la granja cruzando los prados de trigo. Son recibidos por la madre, emocionada. Su pequeña hija le entrega un ramo de espigas y Katy le obsequia con el pajarito mecánico que los cuatro contemplan en un entrañable momento familiar que se enturbia definitivamente con la llegada del padre, tirando el ramo de espigas. En una situación tan tensa, el realizador inserta el contrapunto de un apunte de comedia al mostrar a la niña huyendo no sin antes coger rápidamente el pájaro mecánico.
La acritud del padre se extiende hacia su hijo, al que reprocha el bajo precio logrado por la cosecha y teniendo posteriormente una disputa con su nueva nuera, de la que solo tiene una opinión negativa. En esta situación llega el periodo de la cosecha. Acuden a la granja un grupo de contratados. Uno de ellos —Mac—, acosa a la joven mientras que Lem se encuentra ausente y totalmente abatido. La noticia de la llegada de una tormenta obliga al dueño de la granja a que la recolección de la cosecha se culmine en plena noche, para lo cual duplica el sueldo a los operarios. Mac mientras tanto sigue su acoso a Katy, a la que conmina a que huya junto a él, mientras esta le venda su mano herida. El anciano dueño descubre a ambos pero ello no evita que la muchacha reproche en off a su suegro su actitud hostil, no sin antes decidir abandonar a su esposo para no crearle más problemas y huir de un ámbito que no es el suyo. Lem finalmente recobra sus impulsos al luchar y pelear con Mac tripulando ambos en una carreta y en una densa y oscura secuencia dominada por la luz de un quinqué. En ella el joven protagonista logra vencer a su contrincante pero el padre dispara pensando que lo hace con un obrero que huye. El tiro destruye el quinqué; se hace la oscuridad. Sin embargo su hijo queda indemne y su progenitor se arrepiente de su intransigencia aceptando los sentimientos del noble joven. En medio del viento el granjero recupera a su esposa —que ya había iniciado su huída— y ambos entran en la granja con el abrazo arrepentido del anciano, que conduce el carro que ellos tripulan en un momento de especial emotividad.
Es evidente que a la hora de comentar los títulos de grandes directores como es el caso de Murnau, en muchas ocasiones el ejercicio crítico es ocioso y la descripción de sus obras intenta reflejar tímidamente el sentimiento que se desprende de sus imágenes. Se podrían detallar mil y un elementos; la utilización de la iluminación, las sombras, el movimiento de los actores, la utilización de un inserto para definir un carácter… o el destino que se decide con una tarjeta en una cabina de acertijos. El pan nuestro de cada día es un ejemplo de ello y al mismo tiempo de una preocupación social que se comenzaba a concretar en la cinematografía de aquel periodo. Puede decirse que tanto en sus contenidos como en sus formas la película del realizador alemán puede erigirse como uno de sus precedentes más lúcidos al tiempo que menos difundidos de esa tendencia. La película se caracteriza por la presencia de bastantes intertítulos —conviene subrayara que la copia que comento es la muda— pero no es menos cierto que buena parte de ellos son absolutamente innecesarios, puesto que la sabia narrativa de Murnau nos lleva hacia aquello que quiere expresar con la imagen en su lucha constante por lo visual. Una muestra admirable la tenemos en la conversación de los protagonistas en el restaurante —su segundo encuentro—. Apenas hacen falta más que la cuidadosa pero sencilla planificación y la dirección de los actores. La inserción de la defensa de Lem hacia el cliente que se propasa con Katy sirve como referente para proponerla en matrimonio. Los instantes que se suceden se sitúan a mi juicio entre lo más memorable, íntimo y conmovedor legado por el cineasta alemán en toda su trayectoria; mientras el granjero se mantiene inmóvil y transfigurado tras la barra —quizá hasta atormentado, fruto de su educación familiar—, la camarera sigue sirviendo con extraña musicalidad pero sin poder dejar de llorar. Parece que ambos hayan logrado casualmente encontrar aquello que tanto han deseado y no sepan como expresarlo. Esa manifestación de una extraña felicidad, de estar flotando en una nube, que es uno de los rasgos de estilo del maestro alemán.
Pese a la sobriedad que demuestra sobre sus obras precedentes El pan nuestro… se caracteriza por un ritmo trepidante en sus fragmentos urbanos, mientras que en el más amplio metraje rural adquiere un tempo más relajado, que se interrumpe con las secuencias de la lucha final entre Lem y Mac, —acentuada por el peso dramático de la tormenta— hasta recuperar en sus instantes finales esa ascesis de felicidad que la pareja protagonista siempre había deseado. Nadie puede dudar que F. W. Murnau fue uno de los grandes maestros del cine. Era uno de aquellos directores que poseía la llave de los sentimientos en sus películas, plenas de referencias artísticas de toda índole y de inventiva tanto en la técnica, la utilización dramática de la iluminación o la progresión de sus argumentos. Bajo mi punto de vista, el único elemento de debilidad de la película se produce en un cierto bache de ritmo existente tras la llegada de la pareja a la granja y hasta la llegada del elemento dramático de esa tormenta que está por llegar. Es por ello que en una trayectoria de la que poco a poco van editándose con especial cuidado diversas de sus películas —fundamentalmente las de su periodo alemán, más prolija en títulos—, me gustaría que estas líneas sirvieran como llamada de atención para hacer lo propio con El pan nuestro…, que en nuestro país apenas ni es considerada salvo en entornos muy vinculados con el estudio de su obra. A ella tan solo con posterioridad Murnau legaría Tabú. En ella exploraría nuevos terrenos estéticos y de forma trágica e inesperada con su muerte, le hacía entrar en la leyenda.
Excelente análisis de este clásico maravilloso. Muchísimas gracias por tener ojos, aditivo físico que a la mayor parte de críticos parece desaparecerles cuando visionan (si alguna vez lo hacen) una maravilla muda como la presente… ¡justo cuando más necesarios son!