Realizada por John Ford en 1939 entre dos de los grandes títulos de su filmografía —El joven Lincoln (Young Mr. Lincoln, 1939) y Las uvas de la ira, The Grapes of Wrath, 1940)—, Corazones indomables puede calificarse como una película que roza el altísimo nivel de los títulos antes citados, aunque paradójicamente no goce del prestigio de ambos. No es de extrañar que una mirada aparentemente miope quiera dejar de lado esta excelente producción de la Fox. Ya se sabe: se trata de una película de indios malos y americanos buenos, y acaba con la izada de la bandera norteamericana… Los tópicos y prejuicios cinematográficos que se basan en la apariencia y en el fondo por dirigirnos hacia donde pretenden, sin permitir contemplar con mirada serena la intención de un cineasta. Este es el caso de Corazones… y la intención real que Ford transmite en ese aparente discurso simplista y reaccionario.
Tras la contemplación de este film, por encima de todo habría que destacar su fabulosa impronta visual de reminiscencias pictóricas. No es la primera vez que la Fox apostaba por la incorporación de una fotografía en color en algunas de sus grandes producciones, pero no olvidemos que si es esta la primera vez que Ford se empleó en su cine abandonando el blanco y negro —que luego retomaría en su filmografía—. La belleza y el cromatismo de unas imágenes dominadas por tonos azules es asombrosa —obra de Bert Glennon y Ray Renahann— y se impone y al propio tiempo se integra en las intenciones puestas por el maestro norteamericano a partir de un estupendo guión.
Ya desde su imagen inicial —ese ramo de flores de una novia que nos lleva a la ceremonia entre Lana (Claudette Colbert) y Gil Martin (Henry Fonda)—, muy pronto nos introduce en esas clásicas escenas familiares propias del cine de Ford; la fuerza de sus mujeres, de sus madres: la precisión de sus planos; la combinación de su emotividad y los momentos de comedia. Enseguida nos adentramos en ese viaje del matrimonio hacia la Nueva Inglaterra de 1776 y descubriremos la inicial inadecuación de Lana —que procede de una acomodada familia—, con el entorno rural que ofrece Gil —esa pobre cabaña, la presencia de un indio amistoso son elementos que provocan en ella un ataque de histerismo—. Pese a esos inconvenientes el joven matrimonio encuentra la aparente felicidad hasta que un grupo de conservadores atacan y queman su pobre vivienda, motivando que tengan que trabajar al servicio de la enérgica pero en el fondo entrañable Mrs. McKlennar (Edna May Oliver), con quien pronto entablarán una gran relación familiar.
A partir de esos ejes se establece la evolución del matrimonio Martin —ella pierde el primer hijo de su embarazo, aunque más adelante logrará dar a luz otro—, en el conjunto de la lucha entre los conservadores que comandan a un amplio grupo de indios en plena lucha por la confederación que dará lugar a los Estados Unidos. Al margen de este elemento central, cabe señalar en esta magnífica película numerosos motivos de interés. Por una parte la excelente integración entre el detalle y la colectividad; la mezcla de géneros existente —western / aventuras / film de primitivos / melodrama / comedia—. Uno se atrevería a señalar que pese a la propia singularidad que presenta, Drums Along… es un ejemplo del género John Ford y, sobre todo, del denominado Americana, del cual se erige como uno de sus exponentes más valiosos.. En él ya se encuentra presente el poder de evocación en apenas una secuencia de un par de planos —el momento en el que los Martin regresan a las cenizas de su primera cabaña y Lana encuentra un objeto del ajuar que allí permanece ennegrecido; la invocación que la esposa pronuncia en un momento de extrema felicidad, pidiendo a Dios que les dejen en ese estado—, el perfecto montaje que juega con las elipsis y en modo alguno carga las tintas de momentos de extremado dramatismo. Instantes además en los que no deja de implicar elementos de comedia incluso en aquellos de más terrible calado —como puede ser el momento en el que tiene que amputársele la pierna al General tras el regreso accidentado de sus tropas, acabando finalmente con su vida—.
La película brilla además por su nada velado discurso contra el horror de la guerra y que una mirada desprejuiciada debería ver de forma muy evidente. Y para ello no hay más que evocar determinados detalles que refutan dicho discurso; desde la invocación de ese sacerdote de tintes integristas que en pleno púlpito llama a sus hombres a la guerra bajo la pena de ser ahorcados si no acuden a esa llamada (al final del film el propio pastor comprobará con horror la experiencia de haber matado a un hombre); la invocación de la veterana Mrs. McKlennar teniendo como fondo en la ventana la marcha de los alistados al comentar lúcidamente la inutilidad de acudir a la guerra para matar o ser matados; el relato horrorizado de Gil de su experiencia en el frente cara a cara con la muerte mientras su conmocionada esposa le cura sus heridas. Pero al mismo tiempo y para los que puedan señalar el aparente maniqueísmo de los indios que pueblan el film, a nadie se le esconde que se encuentran manipulados y comandados por un puñado de conservadores a cuyo mando está el malvado Caldwell (John Carradine) —en cuyos primeros pasajes se encontrará con los protagonistas en plena luna de miel de estos—.
Corazones… ofrece una perfecta galería de secuencias corales fordianas —los bailes, esa constante y campechana ironía ante la vida del ejército, o la característica fortaleza de las mujeres—, muestra una espléndida utilización de la profundidad de campo y la presencia de techos —antes que los tan cacareados de Ciudadano Kane (Citizen Kane, 1941. Orson Welles)— y emerge especialmente en el maravilloso retrato de sus tres principales personajes. De la inocencia y seguridad con la que Henry Fonda encarna a Gil pasaremos a la pasmosa evolución que sufre el personaje de Lana, del cual Claudette Colbert ofrece un trabajo magnífico —hay que descubrirse ante su rostro completamente transfigurado en los instantes finales resistiendo el ataque de los indios en el fuerte—. Sin embargo y aún por encima de estos dos grandes personajes e interpretaciones, surge el memorable retrato de Mrs. McKlennar, que quien Edna May Oliver compone un trabajo sencillamente memorable (fue candidata al Oscar a la mejor interpretación de reparto en aquel año). Es precisamente teniendo a ella como protagonista, cuando se sucede la secuencia más sorprendente del film y sin duda una de las más asombrosas de toda la filmografía de Ford. Contra lo que pudiera parecer se trata de un pasmoso fragmento de comedia insertado en un entorno terrible: dos indios se dirigen a incendiar la casa de la viuda y esta se encara a sus atacantes, logrando que estos la saquen con su propia cama y negándose a dejar su casa ya incendiada, sin abandonar el que fuera su lecho matrimonial. Hay que ser todo un maestro como John Ford para que una secuencia así provoque una sensación tan extraña —un elemento hilarante y divertido insertado en un contexto plenamente dramático—.
Pero así era el gran director, un hombre que una vez más emociona con los planos finales cuando se iza la bandera norteamericana ante sencillos detalles de ciudadanos de diferentes razas que conviven de forma armoniosa en aquellas tierras. Con sencillez y humanidad una vez más el viejo maestro lograba conmoverme con aspectos historicistas que muchos otros hombres de cine hubieran provocado mi escepticismo. Era la magia eterna de un artista que entre un plano a otro podía llegar a emocionarte y al siguiente y con lágrimas en los ojos, abrirte una sonrisa. Y bastante de ello existe en esta magnífica Corazones indomables.