66 Mostra – Venecia 2009

Palmarés

  • León de Oro al mejor film
    Lebanon, de Samuel Maoz (Israel, Francia, Alemania)
  • León de Plata al mejor director
    Shirin Neshat. por Zanan Bedone Mardan (Women Without Men) (Alemania, Austria, Francia)
  • Premio Especial del Jurado
    Soul Kitchen de Faith Akin (Alemania)
  • Copa Volpi al mejor actor:
    Colin Firth por A Single Man, de Tom Ford (EE.UU.)
  • Copa Volpi a la mejor actriz
    Ksenia Rappaport por La doppia ora, de Giuseppe Capotondi (Italia)
  • Premio Marcello Mastroianni al mejor intérprete joven
    Jasmine Trinca
    por Il grande sogno, de Michele Placido (Italia)
  • Osella a la mejor contribución técnica
    Syilvie Olivé por Mr. Nobody, de Jaco Van Dormael (Francia)
  • Osella al mejor guión
    Todd Solondz, por Life During Wartime, de Todd Solondz (EE.UU.)
  • León Especial por una trayectoria
    Sylvester Stallone

Volumen 4: Un cierre discreto para una buena edición

Se acabó lo que se daba. No se conoce aún el veredicto de los distintos jurados, pero, a estas horas, ya son muchos los acreditados que han dejado el Lido. Los pronósticos de la prensa italiana dicen que el León de Oro, además de en el último trabajo de Todd Solondz, puede recaer tanto en Lourdes —que no he visto porque se proyectó antes de que llegase— como en Lebanon, de la que ya hablé en mi anterior crónica. No es que me importe demasiado el palmarés final, pero mentiría si dijera que la victoria de ciertos filmes me dejaría indiferente. Me explico. Aun tratándose de un certamen de clase A, el nivel de esta Mostra no ha resultado tan envidiable como se pudiera pensar. Pues, a la inevitable lista de filmes italianos seleccionados, se han sumado —sobre todo, estos dos últimos días— varios títulos indignos de la competición de un certamen de este calibre. Un hecho que ha rebajado el nivel de una edición más que correcta.

El caso más sangrante ha sido, sin duda, el de la película egipcia Al Mosafer, con toda seguridad el trabajo más flojo que he podido ver este año. No me apetece enumerar los defectos de tan ridícula propuesta —desde la inexpresividad de los intérpretes hasta el uso gratuito de los fundidos a negro y los travellings circulares—, pero dudo que la presencia (secundaria) de Omar Sharif en su reparto (y su mediática visita al Lido) sea un motivo suficiente como para justificar su inclusión en la sección oficial a concurso. El sonrojo general bien debería inquietar al equipo liderado por Marco Müller de cara a futuras ediciones. Estrellas sí, pero no a cualquier precio.

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Un pelín mejor resultó ser Mr Nobody, la nueva película del cineasta belga Jaco Van Dormael (Totó, el héroe). Estamos ante uno de aquellos filmes bigger than life que siguen la senda fantástica marcada por títulos tan discutidos como Amélie, The Fountain o El curioso caso de Benjamin Button. Excesiva y relamida, la superproducción —con Jared Leto y Sarah Polley— pretende ser una reflexión sobre el paso del tiempo y sobre la importancia que toda pequeña decisión tiene en nuestras vidas. Y se queda en mucho menos. Es admirable la fe del cineasta en su proyecto —las filigranas narrativas del guión y los considerables hallazgos visuales así lo prueban—, pero uno no puede más que lamentar el despilfarro económico (con escenas acuáticas y espaciales, incluidas) en la construcción de un filme que se sostiene sobre un discurso facilón y elemental. Quizás Van Dormael sólo pretenda contar (reiterativamente) una historia de amor, pero la desmesura es tal que acaba resultando cargante. La película tiene sus momentos y ha gustado bastante al personal, pero, muy a mi pesar, se queda más cerca del The Fall de Tarsem Singh que del Southland Tales de Richard Kelly. Una verdadera lástima.

Por encima de las (escasas) expectativas se ha situado, en cambio, el debut cinematográfico de Tom Ford, el prestigioso diseñador de Gucci e Yves Saint Laurent. A single man no es un gran filme, pero tiene suficientes elementos de interés como para ganarse la atención del espectador durante 99 minutos. Sus bazas son dos: la presencia de Colin Firth y el interés del argumento, inspirado en una novela clave de la literatura queer de Christopher Isherwood. Unos flashbacks en exceso edulcorados y unos recursos estilísticos un tanto demodé —juegos con las luces, cámaras lentas esteticistas— lastran un trabajo que desprende tanta ternura como sensiblería y que, pese a sus logros cómicos, no logra calar hondo en el espectador. Cumple, eso sí, lo que promete. Aunque, siguiendo con las comparaciones, me hizo pensar antes en la estimable Revolutionary Road que en la sublime Lejos del cielo.

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Mejores recuerdos me despertó, en cambio, The Hole, el filme en 3D que Joe Dante —miembro del jurado— ha presentado esta mañana fuera de competición. El relato, de una honestidad desbordante, recupera el espíritu de las cintas juveniles de terror de los 80 e introduce al espectador —en parte gracias a la profundidad de campo de las tres dimensiones— en un cuento trepidante de aventuras que, pese a resultar demasiado previsible y blanco para mi gusto (no olvidemos que estamos ante el realizador de Gremlins y Homecoming), entretiene como pocos y le permite a uno enfrentarse con sus miedos más íntimos. Algo que no logra del todo otro maestro del terror, George A. Romero, en su Survival of the Dead, tercera (y más discreta) parte de la trilogía dedicada —¿cómo no?— a los muertos vivientes. Despreciada —al igual que el Tetsuo de Tsukamoto— por buena parte de la prensa generalista, no es, pese a sus defectos, una cinta tan desdeñable como se ha venido diciendo. Es más. Pienso que se trata de un trabajo digno —una suerte de western de zombies— que, aun desprendiendo una cierta desgana, se disfruta sin complejos y sin parábolas políticas. No es la mejor carta de presentación posible de la obra de Romero —que nunca había competido en la Mostra—, pero, antes que levantar ampollas, debería ayudar a romper complejos y a facilitar la entrada del cine de género en grandes festivales internacionales como este.

Mejor le fueron las cosas con la crítica veneciana a Brillante Mendoza. El emergente cineasta filipino —que se llevó, este mismo año, el premio al mejor director en Cannes por Kinatay— fue protagonista de la jornada de ayer del certamen al presentar Lola, segunda y última sesión sorpresa de la sección oficial competitiva. Sorpresa relativa porque, pocas horas antes, ya se había filtrado el nombre del título, pero sorpresa (agridulce) al fin y al cabo. Lola es un filme de aspiraciones humanistas, pequeño (que no breve) y voluntarioso. En él, Mendoza confirma parte de los aciertos formales de su cine —el uso de una gama ocre de colores y la captura orgánica del paisaje urbano—, pero, a su vez, despierta (aún) más dudas sobre su presunto gran talento. El dispositivo formal es similar al de sus trabajos anteriores y el realizador filipino opta por la cámara en mano, siguiendo de cerca a los personajes en largos —y toscos—  planos secuencia en busca de un cierto feísmo estético. El argumento es simple. Un joven ha sido asesinado y su abuela denuncia el crimen. Una vez el sospechoso ha sido detenido, la abuela de este último decide emprender una lucha para que su nieto sea liberado o, al menos, perdonado por la familia de la víctima.

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Filmada en la ciudad filipina de Malabon —una región pobre e inundada de la zona de Manila—, la película está monopolizada por los cuerpos de las dos Lolas (que significa abuela en tagalo) y pretende ser una denuncia de las penurias que uno debe pasar (sobre todo si es mayor) para sobrevivir en Filipinas. Mendoza sabe lo que quiere y él mismo admite —en el pressbook— que rodó la película en junio, en la temporada de grandes lluvias, para enfatizar (subrayar) la dureza del relato a través de una atmósfera agobiante. No deja, claro, de llover y, aunque se muestra riguroso en el seguimiento de los trámites burocráticos de las protagonistas, el director se guarda un par de golpes bajos melodramáticos que desentonan en la construcción de su película —esa secuencia en la que una de las abuelas se orina encima, esa escena en la que una de las Lolas golpea e insulta a un niño. Por lo demás, uno puede comprender (y compartir) las ansias de crítica social del cineasta —las ganas de mostrar los aspectos más turbios de su sociedad—  e incluso tolerar el ritmo cansino y reiterativo de su cine, pero ya cuesta más aceptar su condición de realizador sincero, arriesgado y diferente. Y más cuando vemos, en una secuencia anecdótica pero muy significativa de Lola, cómo Mendoza ridiculiza la forma en la que los extranjeros retratan Filipinas desde el exotismo y se erige, muy conscientemente, en el director oficial de la pobreza de su país, en el único legitimado para capturar una realidad que, a mi modo de ver, casi siempre ha filmado desde una hipocresía afectada, vendiéndonos gato por liebre.

Todo lo contrario ocurre en Touxi (Judge), el nuevo trabajo del joven cineasta chino Liu Jie; un realizador que, con unos ingredientes similares a los de Mendoza, logra una película mucho más contundente y honesta. Presentada en la sección Orizzonti (donde Liu ya ganó con su ópera prima, Courthouse on the Horseback), se trata de una pieza extremadamente rigurosa en la que el director se muestra siempre fiel a un estilo distanciado —planos fijos y contención interpretativa— que le permite analizar, desde la ficción, los entresijos de la última condena a pena de muerte que se produjo en China hace tan sólo 12 años. Huyendo de lo escabroso y lo melodramático, Liu se fija en el modelo de Robert Bresson y logra atrapar gradualmente al espectador con un ritmo medido tan estricto como la Ley que se ven obligados a cumplir los protagonistas. El mecanismo funciona y, si bien no todas las historias se cierran igual de bien, a uno le queda la sensación de haber visto la obra de alguien que, en un futuro cercano, podría llegar a ser un gran cineasta. Pero ésa, me temo, ya es otra historia y, seguramente, otro festival. Ahora, el último vaporetto me espera y debo partir. Arrivederci Venecia!


Volumen 3: La guerra irrumpe en el Lido

«El día 6 de junio de 1982, a las seis y cuarto de la mañana, maté, por primera vez en mi vida, a un hombre. No fue una elección voluntaria, pero tampoco una orden directa. Se trató más bien de una reacción instintiva de autodefensa, de un acto sin motivación emocional o intelectual. Cuando te enfrentas con la amenaza tangible de la muerte, cuando debes luchar por tu supervivencia, te dejas guiar por el instinto y éste no entiende de factores humanos. El día 6 de junio de 1982, tenía 20 años». Es triste. Pero esta declaración —del director israelí Samuel Maoz— bien podría ser la de cualquiera de los tantos jóvenes que se han visto (se ven y se verán) sumergidos en conflictos bélicos para los que no están preparados ni física ni psicológicamente. La pregunta queda, por tanto, en el aire: ¿Qué hubiésemos hecho nosotros ante una situación similar? ¿Qué hubiese primado antes, la razón o el instinto? No soy capaz de responder, pero, por fortuna, en los últimos años son varios los cineastas que, desde su experiencia personal, se han atrevido a indagar en los entresijos de la guerra y de la memoria. A los nombres de Avi Mograbi (Z32) y Ari Folman (Vals con Bashir) cabe añadir el de Maoz, otro portentoso realizador israelí que, en Lebanon —presentada ayer en la Mostra—, plasma las sensaciones que marcaron su traumática participación en el frente.

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La acción nos sitúa en la Primera Guerra del Líbano, pero la contextualización política es mínima. Aunque apenas disponemos de información (nos llega a cuentagotas y por un transmisor), sabemos que algo grave está sucediendo en el exterior. La cámara nos ubica en el interior de un tanque —del que no saldremos hasta el último plano del filme— y allí nos quedamos, acompañando a cuatro combatientes (a cuatro veinteañeros) que perderán la inocencia en el campo de batalla. La misión parece fácil, pero todo se complica. Y toca tomar decisiones. Maoz filma el miedo a morir y a matar. Adoptando una perspectiva subjetiva propia de los videojuegos shoot’em up, el cineasta despoja la narración de elementos discursivos y se centra en la acción. La película —que transcurre en apenas unas horas— se convierte entonces en un auténtico tour de fource sensorial para el espectador. Y éste se sumerge en una montaña rusa de emociones donde la tensión y el impacto priman sobre la reflexión. Luego, cuando la atracción llega a su fin, a uno le entran ciertas dudas éticas y se pregunta si la forma de estigmatizar a los cristianos es justa y si era necesario mostrar explícitamente los cuerpos desmembrados de las víctimas. Al igual que en la estupenda Hurt Locker de Kathryn Bigelow, acabamos celebrando más la forma que el fondo. Es difícil pedirle a Maoz una visión poliédrica y políticamente correcta de la realidad. La suya es una cinta muy adictiva que logra — mediante múltiples recursos cinematográficos—  lo que persigue: hacernos sentir el fragor de la batalla y las consecuencias psicológicas de ésta. Explicar (y entender) la guerra en su totalidad ya es otra historia. Y me imagino que demasiado compleja para contarla en 90 minutos.

Aún turbado por el sonido metálico del tanque y por el aterrado ojo del artillero de Lebanon, me meto de nuevo en la sala Darsena para ver Women Without Men (Zanan bedoone mardan), otra película con trasfondo bélico (y político) incluida en la sección oficial competitiva de Venecia. El filme, ubicado en el Irán de 1953, no cumple las expectativas y sólo deja algunos apuntes de interés. La realizadora, Shirin Neshat, tiene, al parecer, una larga carrera en el campo de las instalaciones audiovisuales, pero en su ópera prima naufraga en el intento de plasmar cinematográficamente la lucha de su pueblo. La imposición occidental del Sha rompió los deseos de toda una generación y, en cierto modo, derivó en la revolución islámica. Este trauma histórico pretende ser capturado por Neshat a través de cuatro puntos de vista femeninos, cuatro relatos que pivotan alrededor de la imposición machista y que se funden en una suerte de Edén —un lugar donde la libertad es posible y los personajes pueden convivir con la naturaleza— en las afueras de Teherán. Decantándose por el realismo mágico e incorporando elementos fantásticos, la cineasta logra huir de los lugares comunes, pero su apuesta por lo melodramático acaba limitando las posibilidades del relato que tiene entre manos. A ello tampoco ayudan las inverosímiles recreaciones históricas —las manifestaciones en las calles, principalmente— que nos hacen pensar antes —¡horror!— en la serie Cuéntame cómo pasó que en cualquier filme mínimamente fidedigno con la realidad. Una lástima porque, aunque dedique su película a todas las víctimas de Irán, la directora no logra, a la postre, despertar nuestra empatía hacia ellas.

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Algo que tampoco acaba de suceder con los personajes (reales) que pueblan el documental South of the Border de Oliver Stone. La cinta pretende ser un retrato alternativo (Stone, dixit) de los dirigentes suramericanos y, principalmente, de Hugo Chávez, el presidente venezolano que, ante el estupor general, se estuvo paseando por la alfombra roja del Lido hace un par de días. No lo consigue. Al menos para quien esté mínimamente al día de política internacional. Lo mejor que se puede decir de la película es que es divertidísima. Lo peor que, a excepción del mismo director, no hay quien se la crea. A diferencia de Michael Moore, Stone se toma demasiado en serio y cree estar descubriéndonos una nueva realidad cuando nos da a conocer las bondades de todos los dirigentes de izquierdas que han irrumpido recientemente en América del Sur. Es cierto que los medios de comunicación estadounidenses transforman la realidad a través del lenguaje (llaman dictadores y terroristas a algunos líderes políticos elegidos democráticamente), pero el contraplano que nos ofrece Stone en su filme es de una superficialidad apabullante; situándose más cerca del panfleto bolivariano que de un análisis mínimamente riguroso. El cineasta estadounidense parece haberle cogido, definitivamente, el gusto a lo de hacer entrevistas a líderes políticos antiimperialistas, pero, antes que contrastar la información, prefiere comer hojas de coca con Evo Morales. Muy gracioso, pero indigno de alguien que una vez rodó un filme tan ambivalente como JFK.

Quien sí da un paso más allá del mero discurso superficial es Abel Ferrara que, en Napoli Napoli Napoli, repite el formato de docuficción que ya probó en la discreta Chelsea on the rocks. Si en aquella las construcciones ficcionales no lograban encajar en la película, en ésta los tres pequeños relatos de ficción sí se integran en el hilo principal de un filme que, al igual que Gomorra, intenta dar con las claves que han llevado al sur de Italia a un estado de regresión y degradación alarmante. La mafia, claro, es el objetivo principal de estudio, pero el director estadounidense —que, pese a su origen italiano, no habla la lengua y necesita de traductor— indaga a partir de las declaraciones de las mujeres encarceladas en una prisión napolitana y, a partir de ahí, va construyendo una tesis que se enriquece con imágenes de archivo de noticiarios y declaraciones de líderes de la clase política italiana. Aun así, Napoli Napoli Napoli no es una gran película. Correcta, sí, interesante, también, pero sin apenas personalidad y muy lejos de las mejores obras de ficción de Ferrara; un cineasta que hoy parece destinado a rodar proyectos de escaso presupuesto y que aquí se limita a constatar que el contexto urbano (el pervertido entorno) es el que acaba llevando a los ciudadanos a la criminalidad. Ya lo decía mi madre (y varias de las chicas entrevistadas en el filme): «no se debe ir con malas compañías». Y menos aún en una urbe corrompida y con tan pocas oportunidades laborales como Nápoles.

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Donde sí me apetecería perderme es en los antros de Berlín, ciudad donde se desarrolla, principalmente, Villalobos, el deslumbrante nuevo filme del documentalista alemán Romuald Karmakar. Presentado ayer en la sección Orizzonti, este trabajo gira —tal como su nombre indica— alrededor del reconocido disc jockey chileno Ricardo Villalobos. Y no es, afortunadamente, un rockumentary al uso. Sin alcanzar las cotas de radicalidad de Between the devil and the deep blue sea, Villalobos es una cinta de gran riqueza intelectual e interesante incluso para los que desconocen el universo de la música electrónica. Karmakar sí da, en esta ocasión, voz al artista y permite que éste desarrolle un discurso que va de lo musical a lo social, de lo general a lo concreto. Villalobos demuestra ser un personaje sumamente atractivo al que conoceremos en su estudio durante el proceso de creación (que incluye la mezcla de samples ajenos y la cata de nuevos vinilos), en el backstage y en plena actuación. Una vez sabemos quién es, ya podemos comprender cómo actúa, cómo interacciona con el público a través de los cambios de ritmo. Y es entonces, sólo entonces, cuando Karmakar nos deleita con sus exquisitos planos secuencia durante las sesiones del deejay; observando sus movimientos tras los platos, captando las reacciones de los asistentes y filmando algo tan difícil de capturar como la música. El resultado es exquisito y nos obliga a pensar sobre lo que escuchamos y cómo lo escuchamos. Pero, a su vez, también nos invita a dejarnos llevar por el ritmo y a entrar en trance en la pista de baile. Al final del filme, sólo me surgía una duda: ¿Por qué no habrá discotecas en Venecia?


Volumen 2: La sorpresa llegó de Sri Lanka

El plano es abierto. Las nubes se mueven suavemente. Y, de repente, aparece un hombre. Ha llovido del cielo y se hunde en el mar. No sabemos quién es, pero pronto vamos a entrar en su universo. Primero, en la ciudad. Luego, en el bosque. Siempre, en su mente. Seguirlo va a ser toda una cuestión de fe, pero puede ser también una experiencia sensorial. Guiados por la intuición, caeremos rendidos y al final, pese a algunas salidas de tono, abandonaremos la sala en estado de tránsito. Fascinados por lo que hemos visto e incluso dispuestos a admitir que un cineasta importante está en camino y que su segundo filme, Between two worlds (Ahasin betei), es la mayor sorpresa positiva de lo que llevamos de Mostra. Vimukthi Jayasundara —así se llama el amigo— nació hace 32 años en Sri Lanka y, aunque pueda parecerlo, no es un completo desconocido para la cinefilia. Según me apuntan varios compañeros de butaca, su ópera prima, The forsaken land (que se llevó la Cámara de Oro en Cannes 2005), ya dejaba intuir un talento formal innato. Algo que queda confirmado con creces en la película que nos ocupa, una obra tan alucinógena como difícil de describir. Viéndola uno podría  pensar en Apichatpong Weerasethakul e incluso en Tsai Ming Liang o Naomi Kawase. Pero sería injusto caer en las comparaciones porque, a estas alturas, el cine de Jayasundara empieza a tener ya identidad propia y nos lleva por caminos siempre inesperados —uno nunca intuye qué le deparará el siguiente plano— donde el espectador se encuentra libre para sentir, para imaginar, para interactuar con lo que sucede.

La exhibición formal —¿cómo no?— es apabullante. El joven cineasta se muestra como un completo conocedor del medio que sabe sacar partido de todo tipo de recursos. Están las elegantes panorámicas, las elipsis, y el juego con el fuera de campo. Pero, sobre todo, están los planos generales contemplativos donde, gracias a la profundidad de campo, uno va descubriendo —casi sin darse cuenta, sutilmente— constantes puntos de atención que progresivamente van formando la rica composición del cuadro. Ocurre en varias ocasiones durante el filme y es realmente asombroso. Aunque, claro, si hablamos sólo de la forma nos olvidamos que Between two worlds es, ante todo, una obra emocionante, cautivadora. Ubicada entre el mito y el deseo, entre la leyenda y el sueño, se trata de una película a (re)descubrir en futuros visionados. Una obra que no gustará a todos —ni tan siquiera respeta la temporalidad lineal o la lógica causa-efecto—, pero que, en su singularidad, nos invita a abandonar la razón y a aprender a mirar de nuevo.

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Algo que también sucede en casi toda película que presenta Claire Denis, una directora difícil de encasillar y que suele desarmar incluso al espectador más avezado en su cine. White Material es, en apariencia, uno de sus trabajos mas lineales, pero no por ello es una obra fácil de digerir. Esta vez, la autora francesa nos sitúa en un país indeterminado de África —al parecer, podría ser Camerún o Ruanda— en el que la violencia está a punto de estallar. La protagonista, Isabelle Huppert, forma parte de una familia colonial dedicada a la plantación de café que se ve condenada al exilio por la inminente llegada de la guerra —de la revuelta popular violenta contra los colonizadores. Ella, sin embargo, niega la evidencia y se resiste a abandonar la zona donde ha crecido y ha criado a su hijo. Su lucha estéril desencadena en locura y el filme —que cuenta con breves fugas temporales que dan una mayor densidad emocional al relato— deja constancia de ello. A lo mejor, el espectador no siempre conecta con lo que sucede y, durante buena parte del metraje, se ve obligado a asumir un estado de espera, de letargo, de suspensión narrativa. El esfuerzo, en cualquier caso, merece la pena. La conclusión, elíptica y críptica, nos descubre toda la violencia contenida en el guión —con guiño a Taxi Driver incluido— y nos abre las puertas a una Denis más áspera que nunca; quizás incapaz de seducirnos como en otros de sus trabajos —pienso, sobre todo, en 35 Rhums, Beau Travail y Vendredi Soir—, pero todavía dispuesta a tejer nuevas texturas en su cine, a seguir indagando en el comportamiento humano y en la forma de expresarlo en la pantalla.

Quien tampoco tiene freno es Jacques Rivette. El veterano cineasta de la nouvelle vague sigue en plena forma y, tras su estimable La duquesa de Langeais, añade ahora una pieza más ligera a su extensa y compleja filmografía. Las obsesiones, en cualquier caso, son parecidas y, aun tratándose de un filme pequeño y poco llamativo, 36 vues du Pic Saint Loup es, ante todo, una jugosa reflexión sobre la representación en el campo del teatro y en el circo de la vida. Quizás, en esta ocasión, al responsable de La bella mentirosa —y a su fiel guionista, Pascal Bonitzer— se le(s) pueda achacar un escaso esfuerzo en la construcción dramática del relato —el leitmotiv de su filme, el trauma del personaje de Jane Birkin, no está suficientemente desarrollado—, pero, a estas alturas, no nos vamos a quejar. Los logros son mayores que los lamentos y es de agradecer la vitalidad que desprende el maestro francés durante toda la película. Estamos, pues, ante un Rivette concentrado y no tan riguroso como de costumbre, pero de suficiente entidad como para dejarnos tres secuencias que paladearemos en el recuerdo: una conversación metalingüística entre la pareja principal, una representación teatral —con focos incluidos— en plena calle y una despedida de los actores —dirigiéndose a cámara— antes de bajar el telón. Sólo por esos instantes —que tan bien nos hablan de su cine— ya merece la pena darle una oportunidad a esta 36 vues du Pic Saint Loup.

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Dejando de lado los auteurs —y obviando algunas películas que no nos han interesado demasiado (entre ellas la irritante Persecution, del también francés Patrice Chereau)—, cabe constatar que la Mostra ha dejado de hacer ascos al cine de género. Si el año pasado pudimos ver Vinyan, Plastic City, Encarnação do Demônio e Inju, la bête dans l’hombre, en esta edición no sólo se han programado las últimas obras de Tsukamoto y Romero sino que también se ha dado cancha a cineastas menos contrastados. Entre ellos se encuentra el hongkonés Pou-Soi Cheang, responsable de una de las películas más brillantes de lo que llevamos de sección oficial: Accident (Yi ngoi). Reconocido internacionalmente por su obra Dog bite dog (que no he podido ver), Cheang demuestra aquí su talento en una atípica cinta de acción donde las coreografías pronto dan paso a una reflexión sobre los mecanismos del género que incluso recuerda, por momentos, a La conversación de Francis Ford Coppola. Producida por Johnnie To, la película parte de un punto de partida sumamente peculiar (del que prefiero no avanzar nada al lector) y, aun siendo cristalina y precisa en su puesta en escena, requiere de un espectador atento que entre en el sofisticado juego que organiza el director. La belleza de las imágenes y el gusto por los detalles ayudan a construir un relato eminentemente visual —durante la mayor parte del filme se trabaja con el sonido, pero apenas hay diálogos— que alcanza altas cotas de depuración formal y narrativa. No hay motivos de queja aunque sea posible perderse en la trama. El problema, seguramente, no esté tanto en la estructura de la película  como en la (aún) escasa familiaridad del público occidental con un filme de esta condición. Y es que, al final, a uno le queda la sensación de ser un espectador limitado, domesticado por relatos mucho más explicativos e incapaz de disfrutar en todo su esplendor (en toda su exquisita concisión) de una pieza de género tan bien contada —y en tan poco tiempo, apenas 90 minutos— como Accident. No nos queda otra opción. Deberemos repetir visionado en el próximo Sitges.


Volumen 1: Los delirios de Werner Herzog (x2)

Antes que nada, una pequeña disculpa. Por razones que no incumben a estas crónicas, me he plantado en el Lido con dos días de retraso y, por tanto, no he podido asistir a los pases de prensa de algunos de los filmes más comentados durante las primeras jornadas. Léase [Rec] 2, de Jaume Balagueró y Paco Plaza, y, muy especialmente, Life during wartime, de Todd Solondz. Por lo demás, ubicarse en esta nueva edición de la Mostra tampoco me está resultando precisamente fácil. Alojándome en la isla de Venecia, debo tomar diariamente un vaporetto a primera hora de la mañana y luego subirme a un bus hasta la zona de los cines. Total, 45 minutos desde el hotel hasta la sala y 8 euros de tarifa. Por fortuna, la excursión suele merecer casi siempre la pena. Las luces del recinto pronto se apagan, los músculos se relajan y la proyección se pone en marcha.

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Ayer fue, sin duda, el día de Werner Herzog y hoy aún nos estamos reponiendo de la atrevida doble sesión que nos prepararon los programadores del festival. Se esperaba con ganas su presunto remake del Teniente Corrupto de Abel Ferrara, Bad Lieutenant: Port of call New Orleans, pero más perplejidad despertó aún su My Son, My Son, What Have Ye Done?, una auténtica marcianada y la primera de las dos películas sorpresa incluidas dentro de la sección oficial competitiva de esta edición. Empecemos desmintiendo. Por mucho que Ferrara no se mordiera la lengua criticando la nueva obra de Herzog (la antipatía es mutua, al menos por lo que se vio en la rueda de prensa de este último), el prolífico cineasta alemán ha concebido un filme que, más allá del título, en poco se parece al brillante trabajo que en su día protagonizó Harvey Keitel. Son varios los aspectos a reseñar y poco el tiempo de reflexión del que disponemos. Monopolizada por el rostro de un Nicolas Cage en estado de gracia —nunca sus tics faciales habían estado tan justificados—, Bad Lieutenant es una obra desprovista de gravedad y trascendencia donde Herzog se muestra como un inesperado heredero del cine policíaco que va desde Don Siegel hasta James Gray, pasando por Takeshi Kitano. La sombra de Harry el sucio es alargada y, por momentos, uno olvida que se encuentra visionando un filme del responsable de Aguirre, la cólera de Dios. Pero así es. Y la película, aun conservado una narrativa tradicional y un guión preciso, se ve gradualmente impregnada de una extrañeza que bordea lo lisérgico y que pone en cuestión uno de los temas recurrentes en la variopinta filmografía de Herzog: el estudio de la naturaleza humana.

El personaje de Cage ­—Terence, el teniente corrupto— bien podría ser uno de los individuos extremos que pueblan el universo del cineasta alemán. Agresivo, desequilibrado, adicto a todo tipo de sustancias narcóticas, y afectado por un insoportable dolor de espalda, intenta encontrar su camino en las desoladoras calles de una Nueva Orleáns post-Katrina y se pierde. En un principio se obsesiona con la resolución de un homicidio, pero pronto intuimos que su búsqueda va un poco más allá y vemos en él una figura trágica atrapada en un universo muy cerrado. Aun así, la ironía puebla la función y, más que regodearse en la desgracia del personaje, Herzog consigue que nos riamos junto a él y disfrutemos del visionado de un filme que, por fortuna, resulta tan sugerente como delirante. Quizás perjudicado por un exceso de metraje, Bad Lieutenant es, en definitiva, un trabajo estimulante sobre el que se deberá volver en un futuro con mayor tranquilidad. Por ahora, queda como un punto y aparte en la obra de un cineasta que, sin romper totalmente con sus obsesiones, se muestra aquí en constante renovación. Algo que también queda patente en My Son, My Son, What Have Ye Done?, una extrañísima comedia macabra que no ha despertado demasiadas simpatías entre los asistentes. Producida por David Lynch, se trata de una película fallida de bajo presupuesto que, pese a sus incoherencias, logra despertar la sonrisa (o al menos, la sorpresa) de quien no se la toma demasiado en serio. Sí. No es más (ni menos) que un chiste privado (y alargado) donde se dan cita dos universos (o la parodia de éstos) tan particulares como el de Lynch y el de Herzog, pero es realmente gracioso en su superficialidad y, aun sin encontrar su tono ni cumplir las expectativas iniciales, deja para el recuerdo un puñado de gags que harán las delicias de los cinéfagos en busca de rarezas. ¿O es que acaso puede ser prescindible una película en la que, además de contar con la presencia de Michael Shannon, Willem Defoe, Brad Dourif, Chloë Sevigny y Grace Zabriskie (la actriz secundaria de Inland Empire que ya fue la madre de Laura Palmer), suenan rancheras y aparecen enanos, espadas y flamencos?

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Tampoco deja indiferente Tetsuo the Bullet Man, la esperada tercera parte de la trilogía cyber-punk que, en 1989, puso en marcha el inimitable Shinya Tsukamoto. Un par de aspectos la distinguen, a primera vista, de los dos títulos originales: el color (aquéllas eran en blanco y negro) y el idioma (ésta es en inglés y las primeras eran en japonés). Pero el espíritu sigue siendo el mismo. De acuerdo, Tsukamoto ha evolucionado considerablemente como cineasta —A snake of June o Haze dan buena fe de ello— y esta repentina secuela (con dinero estadounidense de por medio) podría parecer un ejercicio de marketing que aprovechase el filón de esta saga de culto. Pero hay algo más. Un interés por indagar en la esencia del hombre-máquina y una posible lectura política del personaje. El resto sigue por los cauces esperados. Una reivindicación del cuerpo, de la fisicidad como motor vital, y una apuesta —no tan radical como en otras ocasiones— por un montaje entrecortado, abrupto y agresivo. La textura digital —propia de una home movie de extrema nitidez— pone el resto en una película que se ve con agrado (ojo, al talento de Tsukamoto para aislar al protagonista en el entorno urbano) y que, pese a una cierta sensación de déjà vu, consigue dirigirse a nuestros sentidos: al tacto, al oído y a la vista.

Una intención similar se percibe en The Road, nuevo filme del australiano John Hillcoat (tras su aclamado western The Proposition) que intenta adaptar el título homónimo de Cormac McCarthy a la pantalla grande. Sin éxito. Porque, digámoslo ya, su filme (al contrario que la excelente versión cinematográfica de No es país para viejos) no está a la altura de la novela. No traiciona su espíritu, pero tampoco logra construir —ni de lejos— la densidad emocional de ésta y, en ocasiones, la trivializa (ese constante uso a modo de subrayado de la música, indigna de Warren Ellis y Nick Cave). McCarthy no se anda con medias tintas y en su prosa apenas ofrece concesiones al lector. Hillcoat parece saberlo y, apoyado por una decoración apocalíptica (el suyo es un filme opaco, sin apenas luz), intenta plasmar las acciones del texto sin caer en la edulcuración. No se le pueden negar buenas intenciones, pero por el camino (por el guión) se pierden matices en la construcción de los personajes y apenas se deja constancia de los tiempos muertos a los que tanto partido saca el escritor estadounidense. Si la jugada le saliese bien, no debería importar —al fin y al cabo, las comparaciones entre literatura y cine son casi siempre absurdas—, pero The Road nunca logra calar en el espectador y deja la impresión de ser una oportunidad perdida. Aunque, claro, puede que yo me equivoque y luego la película guste al personal y sea mejor de lo que parece. Al fin y al cabo, los aplausos fueron notorios en la sesión a la que asistí y, quizás, haber leído La carretera pocas semanas antes de visitar el Lido no me ha ayudado demasiado a ser justo con el filme. ¿Quién sabe?

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Más afortunado me sentí al poder asistir a una de las proyecciones de mi tan querida sección Orizzonti (que este año cuenta con Pere Portabella como presidente del jurado) y descubrir Viajo porque preciso, volto porque te amo. Por ahora, mi película preferida de lo que llevamos de Mostra. Dirigida, al alimón, por los cineastas brasileños Marcelo Gomes y Karim Aïnouz, se trata de una ficción en forma de documental ensayístico en la que un personaje —un geólogo llamado José Renato, al que nunca vemos en pantalla y del que sólo escuchamos su voz (generalmente, en off)— viaja por una remota carretera en el noreste de Brasil en la que, en breve, se va a construir un canal para acabar con la ausencia de agua potable de la zona. En principio, su solitario trabajo consiste en analizar las condiciones del árido terreno, pero, progresivamente, el viaje se va convirtiendo en una inmersión personal a propósito del desamor en la que su mirada se va equiparando a la de los demás personajes que van irrumpiendo en el paisaje (y que pronto deberán dejar sus casas cuando todo quede inundado). El resultado es un filme libre, apasionante, que se va construyendo en el rodaje y que pone en liza todo tipo de recursos estilísticos en función del estado de ánimo del protagonista. Su temática nos recuerda, por momentos, a la de otras películas construidas en espacios crepusculares —como el Río Salvaje de Kazan o la Naturaleza Muerta de Jia—, pero el planteamiento de Gomes y Aïnouz es bien distinto. Pues contemplando Viajo porque preciso, volto porque te amo, uno tiene la sensación de asistir a un relato más bien íntimo, a una colección intransferible de recuerdos —en forma de canciones, fotos e imágenes manipuladas— que acaban configurando, en palabras de los mismos directores, una carta de amor (al cine y a la vida) escrita (filmada) a mano. A lo mejor la volveremos a leer (a ver) en Gijón. Si es así, no se la pierdan. Es un placer para los sentidos.