Aguirre, la cólera de dios

El reverso oscuro de Dios

Desde la inmensidad de unos planos aéreos, después de habernos ofrecido la imagen de un cielo preñado de nubes blancas, la cámara de Herzog se centra en una expedición que desciende peligrosamente por una escarpada montaña. Los seres humanos apenas se atisban como pequeños insectos que avanzan con notoria torpeza por la firme solemnidad del escenario natural, convirtiendo al cineasta alemán en una especie de entomólogo que intenta ampliar la lente de visión con el fin de captar con mayor profundidad la esencia de esos seres insignificantes que se atreven a romper la armonía de la Creación. La secuencia final de Aguirre, la cólera de Dios se desarrolla en un río donde la muerte y la destrucción campan por sus fueros. Ante ello, dos planteamientos temáticos expuestos por Herzog, ambos analizados hasta la extenuación en una película rocosa y profunda, hermosa y depravada: el discurrir del ser humano hacia un final predestinado, cuya inexorabilidad acaba por desquiciarlo. Por otra parte, la radical rebelión ante ello mediante la afirmación del ser. Un estado donde la megalomanía acaba por sustituir la frustración existencial.

Aguirre es el representante de todo ello. Un personaje que traslada su desafío humano al terreno divino, erigiéndose en una suerte de dios colérico que condensa los flancos más siniestros de su condición. Herzog se sirve de la coyuntura histórica con el fin de exponer un choque brutal entre diversos conceptos: la fuerza de la naturaleza con el intento de aseveración del individuo; la espiritualidad de la religión frente a la fisicidad y la tendencia insitintiva; la presencia de una civilización dominante contra otra condenada a una dramática extinción. En todos los casos, Aguirre se erige en el fiel exponente de dichos elementos, intentando afirmar su poder por encima de sus semejantes, blandiendo unos modos imprevisibles y de poderosa violencia contenida y apareciendo como el guía espiritual de un forzado proselitismo que únicamente esconde la más atroz de las ambiciones.

La posición de Herzog ante ello es, como se ha esbozado anteriormente, la de un mero observador. El cineasta no juzga moralmente las actitudes asumidas por el personaje ni tampoco sus delirios de grandeza. Estos quedan completamente asumidos como parte indeleble de la naturaleza del individuo y, como tal, son expuestos. Es este elemento uno de los más sorprendentes a la hora de acercarse a una propuesta tan radical como Aguirre, la cólera de Dios: su concepto de la objetividad, del distanciamiento moral respecto a los hechos presentados. Si bien, ello se convertirá posteriormente en un aspecto indisociable del estilo de Herzog (presente, sobre todo, en su monumental Fitzcarraldo [íd., 1982] e, incluso, en una película aparentemente tan poco dada a estas temáticas como Nosferatu []) en esta película en concreto llega a unos niveles de intensidad difícilmente igualables.

La necesidad a la hora de plantear dichos principios se fusiona, de manera tan sorprendente como admirable, con un poso de irrealidad absolutamente fascinante. Tanto por la presencia del siempre inquietante Klaus Kinski, como por la etérea banda sonora de Popol Vuh, la fotografía de Thomas Mauch o los mismos encuadres de Herzog (en más de una ocasión, completamente alucinados), el resultado final es, de todo punto, hipnótico acercándose a las fronteras del cine fantástico. La inmediatez de su puesta en escena (no hubo planificación de los posicionamientos de cámara, rodando de manera completamente improvisada durante las semanas de filmación), incrementa la sensación de que el film se halla suspendido en el tiempo y el espacio, sin que se adhiera a ningún tipo de convención. Marcando sus propias reglas y construyendo unas maneras propias y exclusivas que nada tienen que ver con todo lo realizado anterior y posteriormente.

Aguirre, la cólera de Dios es, por tanto, un viaje de similares características a las emprendidas por sus protagonistas. El film es contradictorio en sus rasgos personales: reposado y violento, explícito y sutil, realista y fantasmagórico… tan contradictorio, en definitiva, como los seres humanos que intervienen en la historia. Asimismo, la constante presencia de la muerte se hibrida con el protagonismo de unos parajes vírgenes, casi en el alba de su existencia. Lugares donde un ser heterodoxo, llámese Aguirre, Klaus Kinski o Werner Herzog, mantiene una inclemente lucha con la civilización, con Dios y consigo mismo.