Arrástrame al infierno

Los demonios de la crisis

Es curioso que en un año tan complicado y tan real como este las películas que a este humilde cronista más le han gustado (las mejores que pondría otro) son dos aproximaciones bastante frontales al genero fantástico y de terror: la grandiosa y aun poco apreciada Déjame entrar, un cuento malévolo sobre el final de la inocencia y las contraprestaciones de firmar un contrato con el mal y la divertidísima Arrástrame al infierno, una parábola sobre las hipotecas de respirar el aire malsano del capitalismo (si he repetido tres veces la palabra mal, pero es que no hay otra). Tanto una como otra nos aleja en tiempo (Suecia años 80) o el espacio (la América profunda que tanto inquieta a Raimi) para acercarnos lo que de verdad nos importa en estas fechas de contar el dinero y los calcetines. La primera lo hace mediante el aprendizaje del dolor, la sangre y la venganza. Quizá tengamos que transformarnos en lo que odiamos para plantarnos cara a nosotros mismos. La rebelión estaría mas cerca si perdiéramos menos tiempo en internet y más en la biblioteca. Si volviéramos a los ochenta o a mayo del 68. La segunda no nos incita a convertirnos sino a adaptarnos. Una empleada de banco no puede ser una empleada si no es su banco. Los compañeros le adelantarían por la derecha y la satisfacción de vivir no sería completa sin la de autorealizarse según las pautas, los plazos y los convenios de lo que nos conviene. Negar una ayuda a un anciana es el gesto afirmativo a una maldición que nace.

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Así comienza el infierno porque como bien dijo Bertold Brecht el infierno son los otros. Pero el infierno también eres tu cuando te convierte en los otros. Y eso es lo que le pasa a nuestra confusa heroína: la pérdida de su identidad  intrínseca le hace perder su alma para siempre. Maldiciones y gitanas desahuciadas aparte, claro. Raimi plantea toda su historia como una venganza personal hacia su protagonista (¿es él tras venderse al mainstream y al establishment?[1]) condensando en 100 minutos toda la leche agria que ha tenido a bien verter sobre una trama que recuerda a  la magnífica serie de episodios cortos de  Hitchcock que tanto nos asustaba de pequeños. Una venganza programada, batida con mocos, escupitajos y otros detritus personales, magnificada por un arsenal de sustos y una utilización de la música altamente paródica, salpimentada por una inquina desaforada que conduce antes a la sonrisa cómplice y autocritica que a la incomodidad o a la vergüenza ajena, bien presentada sobre la modestia enjundiosa del cine clásico y de un andamiaje visual que acude mucho más a los efectos especiales tradicionales que al a veces contraproducente uso y abuso de los trucajes digitales.

Además como divertimento cumple su función, como relato de terror se circunscribe a los parámetros que Raimi conoce (y que a veces nosotros echamos de menos) y como producto de su tiempo nos abre nuevos caminos y expectativas hacia otra forma de implicar el discurso cinematográfico, si no con el (discurso) político si al menos con el (lo mismo) sociológico. La critica dura hacia el estado de las cosas llega a mucha más gente si se hace pensando en que la gente es mas lista que tonta, no masticando su comida, no dirigiendo su itinerario como si estuvieran en un parque temático del mensaje y del mensajero. No poniéndose por encima.  Lo importante siempre será el canal (la película) y el mayor alcance que pueda conseguir. Y eso se hace divirtiendo, entreteniendo, haciendo reír y haciendo gritar y no sacando lagrimas metiendo el dedo de la demagogia, el lugar común y el drama fácil. Raimi en ese sentido teje una telaraña de frustraciones compartibles, un laberinto lleno de nuestros miedos internos, un muestrario de las inseguridades diarias de un mundo que se mantienen en equilibrio en el canto de una moneda. Una moneda falsa.

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La escena del final, la de la pelea en el aparcamiento, la del café nocturno (¿a quien condenarías a muerte si tuvieras la oportunidad? ¿a alguien que va a morir?¿a alguien que merece morir?¿a uno mismo en su mismidad?), la de la cena en casa de los suegros clasistas, las que transcurren con el gran David Paymer no son más que el resumen de fin de año que podría ponernos la tele. Si ellos no retransmitieran ya desde el infierno.


[1] El guion estaba escrito hace un porrón de años pero es ahora cuando ha sentido la necesidad de filmarlo. Además ¿no les suena mainstream y establishment a entidades bancarias?