Aldrich y el western

Robert Aldrich y Burt Lancaster: la amistad de dos duros pistoleros

De carácter enérgico ambos, apasionados de su trabajo y de fuerte personalidad, director y actor de pura raza, Robert Aldrich (1918-1983) y Burt Lancaster (1913-1994) compartieron durante largos años trabajo y amistad. En 1954 rodaron juntos los dos mejores western del director estadounidense, Apache (1954) y Veracruz (Vera Cruz, 1956), así como un interesante western crepuscular para la Universal en 1972, La venganza de Ulzana (Ulzana’s raid).

Aldrich estuvo vinculado a la industria aunque siempre buscó independencia de los grandes estudios Hollywoodienses a fin de conseguir la libertad creadora que necesitaba. Fue un cineasta a caballo entre dos generaciones, perteneciente a los que hicieron grande el cine de género norteamericano (trabajó para la RKO y otras majors americanas durante los años cuarenta y fue ayudante de, entre otros directores, Charles Chaplin, a quien admiraba profundamente) y representante de esa nueva generación que despuntaba ya desde finales de los años cincuenta y principio de los sesenta del pasado siglo. Su cine respira libertad creadora y un punto justo de clasicismo. Un cine audaz, áspero, bronco, íntegro y descarnado como su propia personalidad.

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El encuentro con el actor Burt Lancaster supuso para Aldrich un paso decisivo en su carrera y las películas que rodaron juntos serían, de entre todas las suyas, las que más hacían sentirse orgulloso al director estadounidense. Entre ellos se estrechó también una amistad basada en la admiración mutua que continuó a lo largo de los años.

En 1948 Burt Lancaster crea, junto a Harold Hecht y James Hill, su propia productora, la Hecht-Hill-Lancaster. En el año 1954 buscaban un director para rodar un western y encontraron a un profesional de gran experiencia, con muchas horas de rodaje a sus espaldas llamado Robert Aldrich, quien por entonces trabajaba en la televisión. Aldrich ya estaba lo suficientemente curtido y conocía al dedillo la industria cinematográfica y televisiva. Su relación con Burt Lancaster dio como fruto dos western ya míticos rodados en el año 54, Apache y Vera Cruz. Al finalizar ésta última Aldrich dio por terminada su relación laboral con la compañía de Lancaster porque necesitaba una mayor libertad para sus proyectos futuros. Sin embargo director y actor volvieron a encontrarse en 1974, año en el que rodaron juntos La venganza de Ulzana.

Es interesante comparar la carrera de Lancaster en base a su trabajo interpretativo en estas tres películas. En los años cincuenta se encontraba en plena madurez personal y profesional, fue siempre un excepcional actor, de gran carisma y admirable potencia física e interpretativa. El pistolero Joe Erin de Vera Cruz y el personaje de Massai, el indio de Apache comparten una interpretación llena de agresiva vitalidad y fuerza. Al McIntosh de La venganza de Ulzana, Burt Lancaster le presta toda su madurez interpretativa, su calma y su profundidad, la cadencia y la mirada reposada del Príncipe Fabrizio Salina de la maravillosa película El gatopardo (Il Gattopardo), que Lancater había rodado con Visconti en 1963. Cuando Lancaster rueda con Aldrich esta película, en su intensa carrera ya había títulos como El tren (The train, John Frankenheimer, 1964), Los que no perdonan (The unforgiven, John Huston, 1960), Duelo de titanes (Gunfight at the O.K. Corral, John Sturges, 1957), entre otras muchas.

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Los western de Aldrich ofrecen siempre algo más al espectador; son algo más profundos, duros y más enriquecedores que otras películas clásicas del género, más realistas con la dureza y la sequedad del Oeste americano y comprometidos con la grandeza y las debilidades, con la violencia y la soledad del hombre (del hombre blanco y del indio). Tienen un mensaje muy personal sobre cómo Aldrich percibía el viejo Oeste (el paisaje, su historia y sus fronteras) y a los nativos americanos.

Ford, por el que Aldrich sentía un gran respeto, y otros directores del género eran muy hábiles en la utilización del paisaje (una de las claves para entender el género), por el contrario en los westerns de Aldrich el paisaje no representa más que un telón de fondo en el que situar la acción y los personajes. Sus propias ideas están expuestas de manera clara y su trabajo incansable y perfeccionista con los actores (a pesar de lo que nunca fue considerado un gran director de actores), le permiten impregnar con sus propias ideas el género. Todos los directores que hicieron western con posterioridad están posiblemente más cerca y deben una mayor influencia al cine de Aldrich que al de Ford o Sturges (por el que confieso sentir una gran debilidad), por citar sólo dos grandes nombres del género.

Para Aldrich la violencia es inherente al ser humano, también su integridad y el derecho a defenderse. Su Oeste es quizás más polvoriento, más rudo y descarnado que otros.

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Aldrich no nos ofrece grandes películas épicas, aunque algunas de ellas hayan quedado para siempre en la épica del western, ni líricas ni siquiera asombrosamente bellas. No era un buscador de grandes e impactantes planos generales tan típicos en el western y tan del gusto de los directores clásicos, en los que recrear la soledad del pistolero y en los que el hombre se diluye ante la apabullante naturaleza. Para Aldrich todo se centra en el ser humano. Consiguió sin embargo conferir al género toda su crudeza otorgándole una nueva dimensión, sus western dejan a un lado parte de esa épica y buscan algo más de realismo. En sus películas sentimos el calor, la sequedad del ambiente, el polvo que levantan hombres y bestias y presentimos la inminencia del peligro en un territorio áspero, sucio e inhóspito. Quizás la última escena del duelo final entre Burt Lancaster y Gary Cooper en Veracruz pueda resumir mejor que las palabras su forma de rodar el género. Una nueva forma de mirar hacia el viejo y duro Oeste americano pero conservando todas las claves, toda la iconografía del clásico.

Y es que volver a estas dos películas de Aldrich nos remite a un tiempo pasado, de infancia, de matinés. Una época en la que ir al cine suponía una actividad mágica y excitante. Cuando el cine era más grande que la vida misma y el viejo Oeste un territorio peligroso, heroico y preñado de posibilidades para los juegos infantiles. Un tiempo ya lejano en el que nunca morían los pistoleros.