Doce del patíbulo

Entre el estereotipo y la dureza prefabricada

No creo descubrir nada nuevo al airear la irregularidad que presidió la obra del norteamericano Robert Aldrich en la década de los sesenta. Fueron unos altibajos que en mayor o menor medida estuvieron presentes en la mayor parte de los cineastas que acometieron esta década laboral con un bagaje ya más o menos sólido, que en Aldrich nos permitió encontrarnos tan pronto con el producto inspirado —El último atardecer (The Last Sunset. 1961), ¿Qué fue de Baby Jane? (What Ever Happened to Baby Jane?. 1962)— que con otros dominados por la gratuidad o lo simplemente festivo —Canción de cuna para un cadáver (Hush… Hush, Sweet Charlotte. 1964), o la previa Cuatro tíos de Texas (4 for Texas. 1963)­—. En una u otra vertiente siempre asomaba esa inveterada tendencia del realizador al subrayado, el artificio o la retórica, aspectos estos que en algunos casos impidieron que el alcance de sus productos más logrados de esta época, lograran —más allá de una popularidad más o menos merecida- el estatus de logro absoluto. En cualquier caso, sí que es cierto que en los sesenta, Aldrich dejó entrever una cierta vertiente nihilista heredada ya de épocas precedentes —Attack (1956)—, que proporcionó un título a mi juicio tan logrado como El vuelo del Fénix (The Flight of the Phoenix. 1965) —probablemente mi película preferida suya de esta década—, dejando el sendero abierto para miradas posteriores tan cínicas y desencantadas como Comando en el mar de China (Too Late the Hero. 1970) o La venganza de Ulzana (Ulzana’s Raid. 1972). En medio de ambos referentes tenemos que incluir Doce del patíbulo (The Dirty Dozen. 1967), probablemente uno de los títulos más populares y taquilleros de toda su filmografía.

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Popularidad que se mantiene inalterable más de cuatro décadas después de su realización, y cuyas huellas podemos encontrar en buena parte del cine de acción desarrollado con posterioridad, hasta contemplarla en el Tarantino más reciente. Pese a dicha popularidad y al enorme éxito taquillero logrado en su momento, lo cierto es que nunca podría considerar, ni de lejos, al film que nos ocupa, entre las obras más valiosas del autor de la memorable Veracruz (Vera Cruz. 1954). Se que puedo ir contracorriente en esta opinión, pero pienso que en Doce del patíbulo se encuentra bastante de lo más cuestionable del cine de Aldrich, mientras que disfrutamos poco de lo que permitió considerar en su obra a un cineasta poseedor de una personalidad turbia y atractiva. Se trata, probablemente, de una opinión en la que tiene bastante que ver el envejecimiento que el paso de los años ha proporcionado a una película que jugaba más la baza de su crudeza, descuidando por el contrario el trazado psicológico de su galería humana —algo que, por el contrario, sí caracterizaba el ya citado El vuelo del Fénix—. Esta opción —que revela una clara astucia de productor por otro lado bastante comprensible en un cineasta de sus características—, en su momento contribuyó a su enorme éxito, pero la ha condenado con el paso del tiempo a envejecer con no muy buena salud, quedando sus interminables casi dos horas y media de duración como un perfecto ejemplo de narración superada ampliamente por tantos y tantos sucedáneos que la película planteó en su momento. Esa manera de plantear una violencia descarnada, la descripción de personajes trazados por un grado terminal en su maldad, la división en dos partes de su argumento —la primera, más extensa, centrada en el periodo de aprendizaje, mientras que la segunda describe el ataque que da sentido a la misión— en modo alguno sirve para elevar el discreto aunque ocasionalmente atractivo nivel de una propuesta que funciona siguiendo los parámetros más previsibles y convencionales.

Todo ello se centra en la actuación aliada en la Alemania de 1944, destinando al Mayor Reisman (Lee Marvin) para que dirija a un grupo de doce individuos totalmente desahuciados por unas condenas que en buena parte de ellos son de muerte. La selección forjará un grupo de delincuentes, seres al margen de la sociedad, pero que quizá en ese contexto de absoluta degradación marcado por la guerra podrían ejercer como artífices de una catarsis a la hora de lograr un objetivo igualmente dominado por la violencia. A partir de esta concatenación de contextos, Doce del patíbulo podría enmarcarse con facilidad en ese contexto de exorcismo de esa furia humana que plantearon nombres como el propio Aldrich o Sam Peckimpah. Cineastas que utilizaron una misma galería de intérpretes —el caso de Ernest Borgnine, por poner un ejemplo— y que en algunos ejemplos aportaron una cierta poética por algunos muy apreciada, pero entre la que confieso no encontrarme muy ligado.

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Pero incluso aún admitiendo esa manera tan específica —y representativa— de entender una determinada actitud cinematográfica, tampoco con ello podría adherirme al entusiasmo que en ciertos sectores proporciona esta película de Aldrich, a la que con sinceridad creo que le sobra cierta duración para lo poco que cuenta, en el que se podría destacar —eso si— la impronta fotográfica proporcionada por Ted Scaife —el autor de la inolvidable patina visual de la admirable La noche del demonio (The Night of the Demon. 1958, Jacques Tourneur)—, la cierta garra que adquieren las secuencias del asalto final al castillo alemán que es violentado —aunque estimo que no se aprovechan las posibilidades que podía proporcionar esa angustiosa circunstancia—, o la progresión que se contempla en la última media hora del metraje. Bastante poco para un relato que se extiende bastante más de lo deseable y que falla de manera estrepitosa en la escasa densidad psicológica de su trazado de personajes. Cierto es que Aldrich confía —y mucho— en la efectividad de su reparto —o en parte del mismo— y en buena medida dicha seguridad resuelve la película en un determinado grado. De todos modos, hay que admitir que ello no es suficiente —incluso en algunos momentos se torna molesto, al ceder a la tentación de la complicidad y el divismo de sus stars—, ni logra que en última instancia la película se convierta en algo más de lo que en realidad es. Es decir, una simple —demasiado simple— y astuta operación comercial, cuya rentabilidad pronto se reveló como la mejor respuesta a su enunciado, aunque ello en modo alguno nos evite reconocer que nos encontramos ante uno de los títulos menos relevantes de aquel periodo en la trayectoria del ya veterano cineasta.