El hombre lobo

Pelos en el desagüe

Siempre detrás de la alargada sombra de su eminente padre, el excelso hombre de las mil caras, Lon Chaney Jr, al igual que su coetáneo Bela Lugosi, se vio irremediablemente atrapado por una maldición tan letal como la que sufría su personaje más recordado, Larry Talbot. Condenado para toda la eternidad a ser El hombre lobo, el actor, pese a una filmografía de casi doscientos títulos, jamás consiguió romper el embrujamiento que pesaba sobre  él. Tengo mis serias reservas sobre la posibilidad de que la maldición del licántropo atrape al actor Benicio Del Toro, incluso mucho me temo que su encarnación de Lawrence (Larry) Talbot, se sumará sin pena ni gloria a su más que irregular trayectoria. No creo que dentro de unos años, se recuerde al intérprete cubano por su puesta al día del mito del hombre lobo. Ni siquiera el propio film, dentro de unas pocas temporadas, habrá resistido en la memoria del aficionado y acabará perdiéndose, en formato DVD o Blue Ray, en las estanterías de cualquier video club, como en infinidad de ocasiones ha sucedido con películas que como esta actualización de la tragedia de Larry Talbot han nacido muertas.

La oportunidad de actualizar la entrañable figura del hombre lobo, sin demasiada fortuna por otra parte en el mundo del celuloide, se salda con un film descabellado y aburrido a partes iguales. No parece existir aparte de una intención meramente mercantilista una justificación para dar una nueva vuelta de tuerca al mito por parte de un grupo de supuestos profesionales, con Joe Johnston, como encargado de contar en imágenes la presunta historia, a la cabeza, que en ningún momento parecen interesados en aprovechar mínimamente cualquiera de las posibilidades que se les presentan, empezando por localizar la historia a finales del siglo XIX.

El hombre lobo de Johnston/Del Toro es un film antipáticamente contemporáneo. Más próximo a la esencia de inenarrables trabajos como Van Helsing (Stephen Sommers, 2004) que a los films que George Waggner o Stuart Walker firmaron para el delicioso ciclo de los monstruos de la Universal, la película que nos ocupa se pretende seria y respetuosa con la original de 1941 sin comprender que sus grandes virtudes surgen de la sencillez de su planteamiento y la artesanía de su puesta en escena y no de la supuesta espectacularidad que los efectos visuales modernos pueden ofrecer al conjunto o la necesaria banalización de la leyenda de base para intentar atrapar al mayor número de espectadores posible. Pretendidamente clásico en su concepción, el film del autor de Jumanji (1995) no es más que una absurda acumulación de imágenes pretendidamente terroríficas al servicio del inane show de su principal protagonista y responsable.

La utilización de los diversos recursos del género terrorífico no puede ser más desastrosa y equivocada. El cineasta confía en los golpes de efecto y en una utilización del sonido particularmente irritante para construir una atmósfera de horror, que se desmonta conforme el metraje avanza implacable hasta llevar  la propuesta a los terrenos de la pura comedia, sobre todo a partir de la secuencia en que un Anthony Hopkins, tan mediocre como de costumbre, y un Benicio Del Toro, con una mirada más equina que lupina, que arrastra durante toda la proyección, se enfrentan como padre e hijo de peluche en un lucha tan delirante como ridícula. De todas formas, Johnston tampoco es original sobre este particular, tan sólo se arrima a una tendencia francamente molesta del cine de terror de hoy en día, confiar el impacto a las imágenes grotescas o sencillamente asustar al espectador con un ruido estridente. Recursos, siendo amables, excesivamente elementales y que parecen obviar que el horror debe surgir del propio relato, de los espacios o sencillamente de la mirada del cineasta.

El problema más exasperante de todas formas es la pretendida seriedad que intenta adjudicarse la película, en patética contradicción con una serie de secuencias hilarantes que se suceden continuamente, y que hace que todo el conjunto desde los primeros fotogramas se desmorone sin remedio. Poco importa, en realidad, que la historia no tenga ni pies ni cabeza, que los personajes no sean más que una acumulación de diálogos imposibles o por simplificar la cuestión que todos los profesionales implicados en esta realización no parezcan estar en su mejor momento, desde un Danny Elfman que por enésima vez aprovecha los descartes de sus trabajos para Tim Burton, o cualquier realizador incauto que cuente con sus servicios, hasta un Rick Baker, cada día más consciente de su condición de apátrida superviviente de un cine artesanal que poco tiene que ver con la frialdad digital contemporánea. No, lo relevante de este film es que no acepta que es totalmente post moderno y víctima de una época caracterizada por la absoluta idiotización del cine  de consumo rápido. En su obsesión por una fidelidad y respeto que no consigue nunca, no aprovecha ni uno de los elementos post modernos que surgen, desde una ambientación retro, que pide a gritos integrarse en el conjunto para cimentar la atmósfera fantasmagórica, hasta la utilización de personajes ajenos al mito, como ese Abberline, surgido del Whitechapel de Jack el destripador, y que es encarnado por el único intérprete que parece tomarse en serio su cometido, Hugo Weaving.

En definitiva, poco más puede decirse de un trabajo como éste aparte de que es el enésimo desastre millonario que nos viene con cada vez mayor frecuencia de los grandes estudios hollywoodienses. Mala suerte la que arrastra el hombre lobo en el cine en las últimas décadas. Al igual que el resto de los monstruos clásicos parece ajeno a las miradas tecnológicas y frías de los mercaderes del actual cinematógrafo, quienes parecen los sujetos menos apropiados para entender la poesía, patetismo y en definitiva humanidad de unos seres que en los últimos años se han visto atrapados en unos mamotretos muchos mas monstruosos que ellos mismos.

Benicio Del Toro, como productor y principal protagonista, se convierte en la cabeza visible de un despropósito que viene a demostrar, de nuevo, que, pese a las patéticas intentonas de Mike Nichols y Jack Nicholson, años ha responsables de interesantes realizaciones, sagas como Underworld (Len Wiseman, 2003) y demás, desde que John Landis filmara su magistral Un hombre lobo americano en Londres (An american werewolf in London, 1981),  el encantador lobo humano ha sido victima del tremendo mal que aqueja a buena parte del actual cine, la banalización.