El vuelo del fénix

La jerarquía en la cárcel invisible

El cine siempre ha sido un arte del movimiento. Su genuina dimensión temporal ha permitido a numerosos directores elaborar ficciones en las que unos personajes emprenden un viaje que les lleva, en la mayoría de los casos, a vivir múltiples acontecimientos. Las road movies de toda la vida, para entendernos, viajes iniciáticos (o crepusculares). También comienza El vuelo del fénix con un viaje, aparentemente prometedor para sus protagonistas: un avión de carga lleva a petroleros y militares lejos de la instalación petrolera donde trabajan, situada en pleno Sáhara. Una tormenta de arena los sorprende y deben realizar un aterrizaje forzoso en el desierto, en medio de la nada. Se acabó el viaje, y todos los anhelos y problemas de los personajes queda reducidos a uno: hay que salir de ahí cuanto antes.

A partir de ese planteamiento, El vuelo del fénix podría calificarse, como algunos han hecho, como película de aventuras. Pero eso sería una cruel ironía, ya que estamos en realidad ante una aventura frustrada, ante un film de un asfixiante inmovilismo que durante dos horas y media nos mantiene en un mismo punto del desierto del Sáhara viendo como un puñado de hombres intentan sobrevivir. A diferencia de los protagonistas de ¡Viven! (Alive: Frank Marshall, 1993) u otros films por el estilo, la intriga no está en cómo los personajes sobrevivirán a nivel físico sino psicológico, puesto que tienen claro que hay agua para unos diez días y después se acabó. De hecho, uno de los aspectos más interesantes de la película es que Aldrich consigue que el calor abrasivo y el sudor impregnen también al espectador, hagan densa la atmósfera y paralicen el tiempo; al llegar el final, da la sensación que todos, personajes y espectadores, llevamos una eternidad en ese desierto. Todo esto lo consigue Aldrich mediante una puesta en escena cerrada y opresiva, que encuadra a los (excelentes) actores en medio o primer plano, hecho que sumado a la gran profundidad de campo provoca que se establezca una distancia entre los cuerpos y rostros castigados por las condiciones situados ante la cámara y, muy a lo lejos, el horizonte que marcan las dunas, arena y más arena tras ella. Así, Aldrich crea la sensación de que estamos en una cárcel sin paredes, un lugar del que es imposible moverse pese a que hay infinitos puntos de huida. Y de muerte. El vuelo del fénix, pues, es quizá un film más de suspense que de aventuras.

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Apartando a James Stewart

Decía hace unas líneas que la intriga de El vuelo del fénix reside en los conflictos psicológicos entre sus protagonistas, quienes deben establecer distintas relaciones de poder (y su consiguiente sumisión) para aunar esfuerzos y salir del desierto. Sin duda la más interesante de todas ellas es la que se crea entre el piloto del avión, Frank Towns (un cálidamente humano James Stewart), y el ingeniero alemán Heinrich Dorfmann (un gélido Hardy Krüger), quien tiene la idea y comanda la construcción de un nuevo avión a partir del estrellado para escapar. Towns es un mandón piloto chapado a la antigua que a priori parece el héroe de la historia y encargado de sacarlos a todos de allí. Pero su condición de héroe ya queda puesta en duda cuando, como causa del accidente, escribe en el cuaderno de navegación: «Error del piloto». Vemos a un hombre a quien la culpa corroe, por encima de todo preocupado por demostrarse a sí mismo que puede solucionar aquello que él cree que ha causado; e incapaz de hacerlo, como demuestra el episodio en el que Towns se adentra en el desierto a buscar a un alocado tripulante que ha huido durante la noche y se encuentra con su cadáver, debiendo volver al avión con el peso del fracaso sobre sus espaldas.

Por el contrario, Dorfmann, que inicialmente pasa desapercibido, idea la auténtica trama del film en la sombra: diseñar y construir un nuevo avión. Cuando plantea su proyecto, el héroe Towns lo ningunea y desestima la idea, creyendo que su condición de gran piloto (en otros términos, de héroe clásico) bastará para salir de allí. Por ello, cuando Dorfmann demuestra que construir otro avión no es ninguna locura, la relación de jerarquía se invierte, y Towns pasa de mandador a mandado, poniendo así en crisis su condición de protagonista y relegándolo a una mera función ejecutiva (él debe ayudar a construir el aparato y pilotarlo). El vuelo del fénix, y este es el punto más interesante del film, se nos descubre entonces como la crónica de una nueva y nada épica forma de solucionar los conflictos: ya no a base de tesón y heroísmo clásico, sino según un patrón mucho más científico y preciso, como si en el fondo gran parte de la trama de una historia ya estuviera marcada de antemano, y sólo quedara por saber su desenlace: ¿volará o no el nuevo avión? Deberíamos matizar entonces que El vuelo del fénix no es sólo un film de suspense, sino sobretodo un quirúrgico y quieto western crepuscular.