La podadora

Luces y sombras de Hollywood

Hasta el momento de rodar The Big Knife, Robert Aldrich, una de las promesas del Hollywood de principios de los 50, ya había brindado muestras abundantes de su talento gracias a dos westerns hermosos, líricos y de gran violencia: Apache (Apache, 1954) y Veracruz (Vera Cruz, 1954), y sobre todo a El beso mortal (Kiss Me Deadly, 1955), el film-noir definitivo de la paranoia atómica y de la era McCarthy. Cineasta de «una disciplina y una autoridad extraordinarias»[1] y con una fuerte vocación independiente, su sexto largometraje significó la primera producción de su compañía, Associates & AldrichAttack! (1956), ¿Qué fue de Baby Jane? (What Ever Happened to Baby Jane, 1962), Canción de cuna para un cadáver (Hush, Hush, Sweet Charlotte, 1964), La banda de los Grissom (The Grissom Gang, 1971)…—. Para ello el realizador no pudo elegir un material más comprometido: The Big Knife, una obra escrita en 1949 por el dramaturgo Clifford Odets, que le había servido a su autor para reponerse comercialmente de los fracasos de sus dos piezas anteriores: Night Music (1940) y Clash by Night (1941), por un lado, y, por el otro, para saldar cuentas con la industria del cine tras una experiencia traumática como guionista[2].

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No resulta difícil imaginar los motivos por los que el cineasta, alguien al que «le son hasta tal punto propios tanto sus temas como su puesta en escena pasional»[3], eligió adaptar la obra de Odets. Su afán discursivo, su mirada crítica sobre la sociedad y las instituciones norteamericanas, entroncan a la perfección con la dramaturgia del autor de Waiting for Lefty (1935) y Awake and Sing (1935), que redunda en esta obra en muchos de sus temas comunes, de la violencia moral que asola a la sociedad contemporánea a los mecanismos de corrupción de la inocencia por parte de un sistema manipulador y destructivo. La visión de la industria cinematográfica que nos presenta el realizador resulta una crítica inteligente y lúcida de un medio que abordará, a medida que avance más errática su carrera, de forma cada vez más nostálgica y un tanto amargada —La leyenda de Lylah Clare (The Legend of Lylah Clare, 1968), El asesinato de la hermana George (The Killing of Sister George, 1968)—. Una denuncia que, según José María Latorre, posee «más temperamento que inteligencia creadora»[4]. Bien, es cierto que ni Aldrich ni James Poe, el encargado de la adaptación, aportan nada personal a la visión de Odets, simplemente se contentan con seguirla de cerca, con respetar sus posiciones, pero no lo es menos que la integración que consiguen de cine y teatro (como más tarde lo harán en Attack!, también adaptada por Poe) es casi perfecta. El principal trabajo de Aldrich resulta, como destacó en un artículo sobre la película Truffaut[5], dirigir cinematográficamente una puesta en escena architeatral. Evidentemente The Big Knife no se cuenta entre los centenares de ejemplos de «teatro filmado», su reformulación estrictamente cinematográfica de una puesta en escena teatral, su ambición y su rigor a la hora de violentar el modo de representación institucional tienen por resultado el conseguir hacer visible un dilema moral complejo (el de cómo mantener la propia dignidad en un medio profundamente indigno) sin caer en el film de mensaje o en la moralina fácil tan común a un cierto Hollywood pacato.

El actor Rod Steiger, que encarna al cruel productor Stanley Hoff en el film, me confesó en cierta ocasión que «la película no gustó nada en Hollywood. Se la consideró un ataque a la industria. Básicamente mostraba como Hollywood podía corromper a un hombre de talento y para ver la corrupción de ese hombre había que mostrar el Hollywood corrompido»[6]. También el propio Aldrich trató de justificar su fracaso comercial en el hecho de que «la gente aquí se enfadó muchísimo por lo que yo decía sobre Hollywood en aquella película»[7]. Sin embargo, este carácter controvertido no se corresponde con el hecho de que Aldrich no encontrase problema alguno con la censura durante el rodaje —como sí había sucedido en los casos de Apache y El beso mortal (Kiss me Deadly, 1955), por ejemplo—. ¿Hollywood aceptaba su culpabilidad o es que había dejado de importarle la visión que se diera de una industria fieramente descrita en películas como Hollywood al desnudo (What Price Hollywood, George Cukor, 1932), Ha nacido una estrella (A Star is Born, George Cukor, 1937), El crepúsculo de los dioses (Sunset Boulevard, Billy Wilder, 1950), Cautivos del mal (The Bad and the Beautiful, Vincente Minelli, 1952) o La condesa descalza (The Barefoot Contessa, Joseph L. Mankiewicz,  1954)?

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En cualquier caso, volviendo al propio texto fílmico, The Big Knife, como es costumbre en la mayor parte de la filmografía de Aldrich, está construida a partir de un marcado conflicto antagónico a nivel individual: como el de Massai y el hombre blanco en Apache, Erin y Trane en Veracruz, Baby Jane y Jane Huston en ¿Qué fue de Baby Jane?… En este caso se trata del que sostienen el tiránico productor Stanley Hoff (creado por Odets a partir de una mezcla de Harry Cohn y Louis B. Mayer) y la estrella Charlie Castle. El actor se niega a renovar su contrato con los estudios Hoff, contrariando la voluntad del magnate, que hará todo lo posible para que éste siga trabajando a su lado. Años atrás, Castle, en compañía de una joven aspirante a estrella, atropelló a un niño y se dio a la fuga. El estudio evitó el escándalo inculpando a otro, pero, ahora que una columnista de la vida social de Hollywood pretende remover el asunto, todo el mundo se siente intranquilo. Los personajes están sentados sobre un polvorín que exige un final dramático. El actor (al que bien podríamos considerar la víctima), consciente de cuánto ha sido manipulado por Hoff y el sistema, toma su última decisión, la de suicidarse, como un acto de libertad. Al exponer «lo más valioso que puede tener un hombre: su muerte», utilizando la expresión de Drieu La Rochelle, retoma, aunque sea durante un corto espacio de tiempo, las riendas de su vida. Su suicidio es una forma de resistencia, no una evasión; un acto profundamente moral. Es una forma de escapar a su propia indignidad. Algo que subraya bien un cineasta con un sentido moral tan estricto como Aldrich. Y es que, como él supo muy bien, tampoco en Hollywood es oro todo lo que reluce.


[1] Declaraciones de Joseph Losey a Ciment, Michel: Le livre de Losey, Paris, Ramsay, 1986 –edición definitiva–, p. 158.

[2] Ver la biografía crítica sobre el escritor de Weales, Gerald: Clifford Odets: Playright, Nueva York, Pegasus/Bobbs-Merrill, 1971.

[3] Boreil, Jean: «Doctor Jekyll and Mr. Hyde. Qu’est-il arrive a Baby Jane?» en Positif nº56, noviembre 1963, p. 66.

[4] Latorre, José María: «El director, la industria y otras consideraciones» en José A. Hurtado y Carlos Losilla (Coords.): La mirada oblicua. El cine de Robert Aldrich, Festival de Cine de Gijón/Filmoteca de la Generalitat Valenciana/Centro Galego de Artes da Imaxe, 1996, p. 11.

[5] Reproducido en Truffaut, François: Las películas de mi vida, Bilbao, Mensajero, 1976, pp. 123-124.

[6] Declaraciones del actor recogidas en una entrevista inédita realizada en 2002.

[7] Declaraciones de Aldrich a Higham, Charles y Greenberg, Joel: The Celluloid Muse: Hollywood Directors Speak, Chicago, Signet Books, 1972, p. 32.