Un bélico de la Hammer
Dentro de la irregular pero en líneas generales atractiva filmografía del norteamericano Robert Aldrich, Ten seconds to hell (1959) se erige como una relativa singularidad. Lo es en la medida de resultar un título bastante poco conocido —en España jamás se estrenó comercialmente, y las oportunidades para su visionado en la pequeña pantalla siempre han sido muy limitadas—, además de suponer una incursión del director en el contexto del cine británico —aunque sus dos protagonistas fueran intérpretes estadounidenses; se trata de un país en donde volvería a rodar con posterioridad— y, por encima de todo, situar esta película dentro del seno de la productora Hammer Films. Un estudio que ya llevaba años de andadura en la cinematografía inglesa, pero que fue a partir de la segunda mitad de los cincuenta cuando consolidó una trayectoria legendaria en su aportación al cine fantástico. En ese sentido, creo que la singularidad es doble, en la medida que la película no queda escorada en dicha característica vertiente ni, al mismo tiempo, dentro de lo que permitirían intuir sus imágenes iniciales —que se describen durante los mismísimos títulos de crédito; planos aéreos del discurrir de una serie de aviones en tiempos de guerra—.
Tras dicho inicio, una voz en off nos trasladará casi de forma instantánea a la descripción del marco en el que se desarrollará este drama psicológico que, por momentos, parece insertarse en un contexto donde otro realizador norteamericano, en este caso exiliado de forma permanente en las islas —me estoy refiriendo a Joseph Losey— poco tiempo después también rodaría dentro de esta misma productora e igualmente en este periodo apostaría por un drama de cercano punto de partida; King and country (Rey y patria, 1964)—. En esta ocasión la propuesta se desarrolla en el Berlín occidental de la inmediata posguerra, presentándonos a un grupo de seis excombatientes que son destinados como miembros de una unidad de desactivación de bombas en terreno alemán. Una galería humana que oscila de la desesperación a un cierto atisbo de esperanza entre sus desgastados componentes, y entre los que destacará la soterrada pugna que desde el primer momento quedará marcada en la personalidad manifestada por los dos caracteres más carismáticos del conjunto —Erik Koertner (Jack Palance) y Karl Wirtz (Jeff Chandler)—. A la capacidad de compañerismo del primero se opondrá pronto el materialismo y la aparente jovialidad del segundo, estableciéndose entre los compañeros un extraño juego macabro, consistente en apostar parte de sus sueldos en una especie de dote que cobraría finalmente el que de entre ellos quede como superviviente. Como un inescrutable destino dentro del desarrollo de su misión, poco a poco irán muriendo en accidente varios de estos ellos, descubriéndose en el devenir de sus misiones la reiterada existencia de una bomba británica de doble espoleta, y estrechándose progresivamente los perfiles psicológicos de los protagonistas del relato, en justa repercusión en la muerte de aquellos cuya definición se había establecido con matices más secundarios. El devenir de la narración nos revelará las causas del materialismo posibilista de Kart —centrado en un episodio del pasado con su abuelo— y el interés que demuestra en lograr quedar superviviente. Por su parte, Eric destacará en el alcance de su compañerismo y camaradería, uniendo a ambos su larvado terror a la muerte, en el primero de ellos como expresión de la ausencia de su humanidad, y en el segundo diluido dentro de su facultad de servicio a la comunidad —expresada en el detalle de haber ejercido como arquitecto, profesión que se intuye prolongará en el futuro de su existencia, tal y como muestran los instantes finales de la película—.
Podría intuirse por el relato que nos encontramos con un guión condenado a una visión maniqueísta. Nada de ello cabe señalar a tenor de su resultado. La película centra sus objetivos en la interacción de su conglomerado humano, aunque justo es señalar que este interés remite notablemente con la presencia de sus escasos retratos femeninos. En especial el que encarna —a mi juicio con bastante pobreza— una Martine Carol que en ningún momento queda más que como un mero comparsa de un conjunto dominado por la camaradería masculina. Dentro de estos límites, el conjunto alcanza un resultado estimable aunque no pueda ser incluido entre los mejores títulos de su realizador. Pienso que esto se produce fundamentalmente por las debilidades de un guión que no logra articular la vertiente existencial del colectivo que retrata, basando su tensión fundamentalmente en la narración de la incidencia de las explosiones que van mermando a sus componentes. Ello llevará a Aldrich incluso a llegar a filmar una de ellos intentando forzar el suspense evitando mostrar el rostro de quien protagoniza la frustrada desactivación, aunque no falte en la película una cierta sensación de reiteración. En este sentido, el norteamericano frena en su llegada al cine inglés parte de su tendencia a angulaciones y apuestas narrativas de claro matiz wellesiano —aunque no dejaremos de contemplar determinados encuadres dominados por la interacción de rejas, barandillas, etc, y entre los personajes—, sin que ello se vea siempre compensado en una superior densidad dramática en el relato. En su favor, hay que señalar que sabe utilizar esa capacidad directa, fría, descriptiva y de producción, tan propia del cine británico, logrando sin una excesiva presencia de exteriores mostrar esa desolación de un Berlín destruido y luchando por salir de sus ruinas.
En la confluencia de esa fisicidad —acentuada por su fotografía en blanco y negro, obra de Ernest Laszlo—, cierto es que Aldrich alcanza sus mayores cotas de intensidad en la resolución de aquellas secuencias en las que logra combinar esa vertiente física y tensa, que al mismo tiempo logran un elemento de proyección de la psicología e interrelación de sus personajes. En este sentido, cabe destacar la existencia de dos set piéces especialmente brillantes. Uno de ellos es el episodio que se desarrolla a partir del instante en que uno de los componentes queda atrapado bajo una bomba tras el derrumbe parcial de un edificio. La espléndida secuencia destaca en lo angustioso de su desarrollo y la potenciación de su alcance claustrofóbico, mientras que al mismo tiempo nos permitirá descubrir la debilidad y el pavor que caracteriza al aparentemente desprejuiciado Karl, concluyendo de forma sorprendente con un derribo que provocará la muerte del atrapado y el médico que se encontraba con él —que había apostado por abandonarlo—; Erik inicialmente iba a quedarse con él, pero salió en busca de una camilla, salvándose inesperadamente, y mirando con horror como se desplomaba el ruinoso inmueble. Es para mi el mejor fragmento de un film que apuesta sin embargo por el episodio final, en donde se expresará de forma física y como enfrentamiento interior, la pugna marcada entre Karl hacia Eric. Una pugna que llevará al segundo a salvar al primero de una muerte segura —en esos momentos, casi parece obsesionado con tal circunstancia, persiguiendo a su aparente contrincante—. La ruindad de Karl se manifestará en su deseo de ganar la apuesta —y con ello la importante cantidad económica que llevará almacenada—, intentando provocar la muerte de su antagonista, aunque tras una breve lucha comprenda que esa era su misión, y finalmente se disponga a aceptar su destino final, mientras el atormentado superviviente se aleja de un ruinoso entorno. Un desenlace en cierto modo previsible pero no por ello menos atractivo, que sin embargo no alcanza la garra del fragmento anteriormente señalado, aunque permita cerrar un título que muestra esa capacidad psicológica innata al cine de Aldrich en aquellos años, albergando igualmente la debilidad de contar de nuevo con un Jack Palance esforzado pero cuyo aspecto —al igual que sucedía en la previa The big knife (1955), en modo alguno permite que nos identifiquemos con su personaje atormentado y sensible.
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