Veracruz

Las amistades peligrosas

Ben: —No pierdes ocasión de mirar por mí, Joe
Joe: —¿Por qué no? Eres el primer amigo que tengo

Durante los últimos coletazos del segundo imperio mexicano (1863-1867), Ben Traine (Gary Cooper) y Joe Erin (Burt Lancaster) se conocen fruto del azar. Dos mercenarios que deciden, o el destino lo decide por ellos, tras unos cuantos episodios encadenados, unirse para escoltar la diligencia que conduce hacia Vera Cruz a la condesa Marie Duvarre. Pronto descubrirán que además escoltan tres millones de dólares en oro, que a cualquiera apetecen. A esto hay que sumar a un suspicaz marqués Henri de Labordere (Cesar Romero), principal esbirro del emperador Maximiliano y una ladronzuela juarista encarnada por una espectacular Sarita Montiel a sus veintiséis primaveras.

Su comienzo es antológico. Esos contrapicados, plano y contraplano, durante los que Traine compra un caballo a Erin son un resumen perfecto de la película. ¿Quién no confiaría en la abierta sonrisa de Erin-Lancaster, que extiende la mano para recibir el dinero? Y tal vez no sea un tipo de fiar, pero cuando se anda sobrado de carisma, lo demás son minucias.

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Veracruz es una película sobre la codicia, sobre como el dinero puede imponerse al amor y a la amistad, sobre como la traición puede pasar por encima del honor, y es también un western de aventuras en el que destacan brillantes líneas de diálogo que no desentonarían dentro de los mejores noir de los cuarenta, frases repletas de ironía y que continuamente contribuyen a redefinir el carácter de los personajes, a los que al principio el espectador concede el beneficio de la duda, hasta que progresivamente se va generando una imagen bastante correcta de lo que representa cada uno.

Pero ya estábamos en los cincuenta y Robert Aldrich no se equivocaba repitiendo con Burt Lancaster tras Apache (1954). El neoyorquino componía en Joe Erin un personaje arquetípico del spaghetti-western, género que no se duda en citar hablando del film que nos ocupa como uno de sus principales precursores. Cínico pero carismático, rudo pero simpático, y preocupado solo por una cosa, su propio bienestar, pasando por encima del cadáver de quien sea si es necesario, Erin es alguien a quien nunca hay que tener en contra, y tampoco durará mucho tiempo a nuestro favor. Traine, por el contrario, siendo también un auténtico mercenario, es de otro calado, menos rudo y también menos simpático, pero igual de cínico y carismático.

Desde el momento en que Traine compra el caballo a Erin, es un auténtico toma y daca entre los dos, que primero comparten aventuras (huyendo del ejército de Maximiliano al principio y más tarde ahuyentando a los hombres de Juárez —en la secuencia de la plaza del pueblo es donde comienza a verse que lo único que verdaderamente les importa es el dinero, dejando caer la duda incluso sobre si serían capaces de matar a unos niños), y poco a poco van trabando lo que podría denominarse una amistad (en la secuencia de la cantina, cuando Traine está a punto de ser ajusticiado por los amigos de Erin y éste le salva, o en la de la fiesta, cuando el capitán intenta burlarse de Erin y esta vez es Traine el que le saca las castañas del fuego, dejándose aquí notar su cinismo y carisma casi por vez primera)

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Después es cuando las mujeres se unen a la trama, se crean los lazos amorosos, y comienzan las intrigas por el oro, de las que ellas tampoco están exentas (principalmente la condesa). Lo que parece que serán amores verdaderos que no se dejaran mancillar por la codicia, igual que la amistad entre ellos dos, terminan convirtiéndose en conspiraciones para acabar en posesión del precioso metal aunque sea a costa de terminar con los otros.

Aldrich nos narra todo esto de forma tradicional, sin excesos, pero de vez en cuando deja notar su presencia, con frecuente empleo de picados y contrapicados simplemente estéticos, ofreciendo un punto de vista diferente sobre la acción, o también con la función de subjetivizar la visión de sus personajes, que, subidos a caballo están por encima del resto, o cuando uno de ellos agoniza, tendido en el suelo, mientras el otro le contempla de pie con la pistola en la mano… y es que en el oeste no te puedes fiar ni de tu mejor amigo.