Amore, piombo e furore

Lejos de la leyenda

China 9, Liberty 37 [1] es un film lejano, sin duda, a aquellos que constituyen los jalones más celebrados de la trayectoria de Monte Hellman, El tiroteo (The shooting, 1967) y Carretera asfaltada en dos direcciones (Two-lane blacktop, 1971). Aquellas estrategias de silencio, las tramas y caracteres llevadas a lo mínimo o esencial, la tendencia a la abstracción y, sobre todo, el contundente modo de concluir el movimiento finalmente autodestructivo de la narración, están ausentes en este título que, si bien más cercano al primer western de Hellman, A través del huracán (Ride in the whirlwind, 1965), en su dureza pragmática o en esa curiosa sencillez expositiva que sin embargo lleva a todas las situaciones un curioso aroma de extrañeza (piénsese por ejemplo en el descubrimiento de los ahorcados al inicio del film, o la filmación del trabajo del granjero, cuya utilidad se descubrirá más tarde cuando los protagonistas secuestren a su familia), es aún más tradicional que él, casi como si Hellman hubiese decidido trabajar reconociendo la referencia tal vez más obvia de sus primeros westerns, la de Budd Boetticher: China 9, Liberty 37 es un film donde, por ejemplo, y como sucedía en muchos de los guiones de Burt Kennedy, la psicología de los personajes permite hacer más rica, concreta y precisa la dimensión moral de la narración. Tal vez por ello, llegamos a conocer a Clayton Drumm mejor que a cualquiera de los personajes de los dos westerns previos: si en la primera mitad del film es a través de sus acciones, en la segunda, mediante su historia de amor con Catherine, también a través de sus palabras. De Matthew Sebanek, al contrario, sabemos por sus palabras al principio —su inquietud por la misión de Drumm o su pasado como asesino al servicio del ferrocarril— pero más tarde deviene callado y taciturno, justo cuando algo está transformándose dentro de él. Lo que sucede con Drumm comporta la creciente aparición de una suerte de ética, siempre mesurada por la necesidad de sobrevivir, observable en el rechazo del dinero del ferrocarril, el creciente amor por Catherine o la doble negativa a matar a Sebanek, incluso tal vez en la ambigua renuncia a su esposa. Como en tantos westerns, también va acompañada del deseo de redención, descanso en un hogar y matrimonio con una mujer (finalización del camino, por tanto), si bien éste, que fue el destino de Sebanek, provoca resistencias en Drumm: no le gusta, le dice a Catherine, ante una sutil sugerencia de matrimonio, depender de personas, cosas o lugares, para ser feliz. «Te deseo esta noche. Y te odio por ello».

¿Acaso por esta misma razón rechaza también el estatuto de leyenda? En la primera mitad del film, sabemos por los dos protagonistas que ellos son los mejores (¿los últimos?) pistoleros del oeste. En la segunda, al menos dos veces se le ofrece a Drumm la posibilidad de ejercer esa fama: trabajar en un circo es la primera propuesta, como principal atracción que traería «cien personas a la semana». Pero la otra es la de convertirse en ficción, y la hace nada más y nada menos que Sam Peckinpah. A Wilbur Olsen, supuesto cronista del oeste al que conocemos robando un cigarrillo a un ciego, no le cuesta reconocer la mentira de sus historias, «las mentiras que necesitan… que todos necesitamos». Olsen le propone sin embargo a Clayton pagar por la historia de su vida, para luego mentir sobre ella. ¿Cuál sería la mentira entonces: el modo de contarla, los añadidos o supresiones? Sea como sea, el auténtico argumento de China 9, Liberty 37 deviene progresivamente el de la huida de la leyenda: el viejo pistolero busca petróleo y vive con una bella y joven mujer; el joven ve eliminado su pasado criminal por vía legal y ahora quiere hacerlo, por así decirlo, por la vital. La condición de leyenda es para ellos, ya, una maldición, que en cualquier momento les puede llevar a la muerte. Pero lo interesante es que Hellman introdujese al por aquel entonces último mitólogo del western como un tramposo que quiere convertir la vida de su sujeto en narración y mito, en mentira para las «gentes del este» (que es lo que, en cierto modo, todos somos ya). Aunque Hellman actuase evidentemente con la connivencia de Peckinpah, es como si aquel pretendiese caracterizar a este como un mentiroso más, mientras que su estrategia se orientaría antes bien a la disolución de la leyenda. Los personajes de los westerns de Peckinpah se mueven siempre en el terreno de lo legendario, su supuesta novedad en el género no resta evidencia a la elementalidad psicológica tan propia de lo que en el fondo son arquetipos; pero estos son imposibles en Hellman, por dos razones: una, la importancia fundamental del espacio; otra, la conocida estrategia por la cual es el personaje el que debe convertirse en el actor, y no viceversa. Hellman postula arquetipos pero, como sucede al Jack Nicholson de El tiroteo, el espacio es demasiado real como para que aquel aguante su presión, como si el mito no fuese más que una voluntad que nunca puede aguantar la presión de lo real. Clayton Drumm por su parte es un mito para todos menos para él mismo, no quiere que nadie cuente su vida, prefiere que lo olviden. La primera cosa a la que no quiere atarse es a su historia, su leyenda.

Monte Hellman es un narrador, no un mitólogo. Aparte de lo dicho, el interés de China 9, Liberty 37 reside en la sencillez con que cuenta su historia y retrata a sus personajes. El modo en que presenta lentamente a su protagonista, a través de lo que ve desde los barrotes de su celda: niños que juegan, una mujer oriental que le observa fijamente, el verdugo que prepara la horca, finalmente los barrotes como gruesas manchas borrosas que cruzan el encuadre. En otra escena memorable, la de la comida familiar, las voces humanas son canciones de emigrantes, melodías de espacios ausentes; los planos, en consecuencia, se centran en dos cosas: el espacio y los rostros. Los planos generales dejan a la familia sola en el centro de una escena árida, con sus canciones, voluntad de calidez en un espacio frío. Los planos primeros o medios muestran esa alegría que produce el canto, pero también los desvíos de las miradas, en particular de Catherine hacia Clayton —reconducida luego por su atenta cuñada de vuelta a la canción—, respondidas por éste, o el gesto incómodo de Sebanek, cuya razón solo podemos sospechar. Los planos generales muestran asimismo la relación de Clayton con esa reunión, anunciando su alejamiento del núcleo la futura marcha, además de indicar el camino solitario que le espera. Ante el definitivo conocimiento de la marcha, Hellman sustituirá por una vez el rostro anhelante de Catherine por su sombra difuminada tras la tela que divide los dos espacios de la casa: el encuadre, el movimiento de ella y la misma luz la dejan sola en el terrible momento en que debe afrontar la realidad de perder al hombre que desea.

Porque el personaje más solitario es el femenino. Más adelante, cuando Drumm provoca la muerte de una prostituta para salvarse de un disparo, Hellman se las arregla para que, en medio del tiroteo, un espejo circular no deje de reflejar en ningún momento su cuerpo, desnudo a la par que muerto: si la acción no puede permitirse dedicar un solo segundo a esa mujer muerta, la imagen se niega a perderla cuando ya todos la han olvidado. Es otra dimensión de esta película que no sería justo desperdiciar. Una vez muerto el marido de Catherine, solo la quedan dos opciones: o profesora, o puta. «O casarme de nuevo», sugiere ella. Catherine es una niña que no sabe qué es el circo y que no ha conocido a ningún hombre aparte de su marido. Es un juguete de los hombres, que en determinado momento decide arriesgarlo todo por la satisfacción de su deseo. Este mismo empuja a Drumm a la confesión, casi a decidir emprender su planeado cambio de vida junto a ella. Al lugar que los hombres le han asignado, escapa primero con su mirada, acobardada por lo general, pero intensa y sincera siempre que puede. En la escena de la comida, hay casi una pelea muda, que ella emprende, casi sin querer, con su rostro. ¿Quién no quiere escapar de algo en esta película, que acaba con otra marcha, el abandono de un hogar, el reinicio de un camino al que puede decirse que Hellman no ha hecho sino dedicar toda su obra?


[1] Nombraré a este film, que debido a su carácter de co-producción ostenta otros dos títulos —Clayton Drumm y Amore, piombo e furore— por el inglés, por la simple razón de ser el correspondiente a su idioma original y por ser, al fin y al cabo, el presente en cualquier copia del film, al responder a lo escrito en el poste indicador que aparece al principio, indicando el camino a seguir al verdugo que, tocando la armónica parsimoniosamente, se dirige a China para ahorcar al protagonista.