The Sound of Music… and Silence
La razón por la que el cineasta danés Lars von Trier (Copenhague, 1956) me parece uno de los dos o tres más importantes del cine actual es que, siendo extraordinariamente radical (quizá el más radical, el más valiente), no ha caído nunca en una de las corrientes más perversas de nuestra contemporaneidad: el cine del género llamado de autor. Con no pocos colegas he debatido de este concepto en los últimos meses, y parece que comienza a verse con cierta claridad el hecho de que hay autores cuya pose se encuentra muy por encima de su contenido y que viven, en definitiva, de imitar a verdaderos autores clásicos (Bergman, Bresson, Antonioni, etc., etc.), forzando las formas pero sin apenas trasfondo. Los estilemas podrían generalizarse con facilidad, y tendríamos ese nuevo género al que me refiero. Von Trier, en mi opinión, es una clara excepción, un ejemplo de autenticidad, de expresividad artística por encima de modelos y de modas; un autor que, filmando con el estómago, imprime a sus obras una coherencia poco comparable.
Por otra parte, es uno de esos directores que desafía cualquier formalización crítica: ¿Por qué la obertura de Bailar en la oscuridad me resulta emocionante, sobrecogedora? ¿Por qué a otros espectadores no les dice absolutamente nada? La sima que abre Von Trier bajo los asideros habituales del espectador (dicha obertura es una fusión abstracta de imágenes y música) apela directamente a los sentimientos y a la subjetividad más radical, impidiendo el damero intelectual que sirve de soporte para esos otros autores que yo considero farsantes. Esa obertura es una experiencia cinematográfica pura, al estilo del viaje a través de las estrellas de 2001: Una odisea del espacio (2001: A Space Odyssey, Stanley Kubrick; Reino Unido-EE.UU., 1968). Por eso mismo resulta fácil encontrarse con opiniones tan encontradas acerca de este filme, y de casi todos los del danés.
Sin embargo, y esta es otra de las particularidades de Von Trier, el meticuloso y esforzado trabajo con la forma no deviene en un festival de fuegos artificiales, sino en la mejor disposición estructural para transmitir un torrente de ideas y de emociones que, por lo general, resultan de muy difícil digestión.
¿De qué nos habla en esta obra magistral que es Bailar en la oscuridad? Del amor más tierno, más generoso (Jeff/Peter Stormare por Selma/Björk) y del más loco, del más suicida (Selma por Gene/Vladica Kostic, su hijo); de la miserable condición humana (Bill/David Morse); de la amistad verdadera (Kathy/Catherine Deneuve). Y de cómo la lucha puede convertir un sueño en realidad; y de cómo la desgracia atrae más desgracia; y de que convertir los ruidos en música es sólo una cuestión de voluntad; y del silencio terrible e innombrable del fin de la vida; y de que la pena de muerte es la mayor de las atrocidades que el ser humano es capaz de perpetrar. No estamos, pues, ante un cine formal, sino ante un cine atestado de sentido(s), donde la forma va enmarcando del mejor modo posible todos y cada uno de los matices.
Bailar en la oscuridad, además, suma dos características realmente poco ordinarias que, juntas, lo son aún menos: la solidez, coherencia y rigor de toda la estructura del guión y la brillantez de una gran parte de sus escenas. No puedo enumerar todas las que me parecen dignas de ello, pero quiero recordar aquí dos: aquella en que regalan a Gene la bicicleta que Selma, su madre, no le puede comprar (ella ahorra todo el dinero para pagar la operación que le salvará de la ceguera), que posee un estructura musical sin música, pues comienza como una escena cotidiana y termina con un éxtasis de alegría, en el que las risas parecen improvisadas por los actores, y en el que encontramos uno de los abrazos (entre Selma y Gene) más emotivos y auténticos de la Historia del Cine; la otra, por supuesto, es el final terrorífico y maravilloso, en el que la burocracia convierte algo ya ominoso (la ejecución) en algo aún peor, y donde el ser humano (Selma) encuentra dentro de sí, por fin, aquello que le engrandece (la música/su verdadero yo) y le hace situarse por encima del perverso sistema que le atenaza… siendo así el momento de mayor represión (la pena de muerte) el momento también de mayor libertad (ser ella misma, de una vez por todas).
Hasta ese momento, Selma ha basado su vida en convertir los ruidos en música, es decir, la realidad sucia en la realidad soñada. Por eso el final, donde logra que esa realidad soñada sea realidad real, resulta tan emocionante. También lo es porque Von Trier ha elegido, desde el principio del filme, acercarnos a los personajes, mediante los primeros planos, a través de sus labios y de sus ojos, aunque a veces no hablen ni vean; y eso provoca que cuando observamos los labios y los ojos de Selma en esa escena musical final sepamos que, con certeza, es el momento más feliz de su corta vida. Y Von Trier, que muestra con las imágenes de musicales clásicos que no ha nacido de la nada y que está orgulloso del cine anterior a él, pervierte por completo la estructura del relato clásico para volver a él: el happy-end.
Selma, durante toda la película, busca la música imaginada cuando quiere huir de la realidad: del trabajo opresivo, de la ceguera, del asesinato, de la detención, del juicio, del corredor de la muerte. Cuando la realidad es tan brutal que no hay modo de huir de ella, encuentra la música real, que brota por primera vez de sus labios como un himno de libertad y de felicidad postrera, que nos dice: podrán matarte, pero si no quieres no podrán cambiarte. Y cuando el cuerpo de Selma cae, colgado del cuello, un silencio desolador cierra el filme, demostrando que Von Trier no sólo es capaz de hilar fino con el sonido de la música, sino también con el sonido del silencio