El nuevo mundo

Los malos días en la tierra del cielo del capitán John Smith

Podemos afirmar, sin lugar a dudas, que una de las mayores excelencias de El nuevo mundo es la de representar la reafirmación del regreso del cineasta Terrence Malick, al panorama fílmico, después de casi treinta años de inactividad, tan sólo rota para registrar la en exceso sobrevalorada La delgada línea roja (The thin red line, 1998). Con su interpretación del romance entre la princesa indígena Pocahontas y el capitán inglés John Smith, en la América del siglo XVII, el realizador se sitúa por derecho propio como uno de los autores más personales, poéticos e individualistas del cine estadounidense contemporáneo. Poseedora de una extraña atmósfera, la película encuentra en la utilización del tempo narrativo y la composición de los encuadres sus más interesantes herramientas para construir en imágenes, de la mano de una particular sensibilidad lírica, la historia de los dos amantes. El relato está cubierto de un sugestivo distanciamiento y una particular extrañeza casi fantasmagórica, a la que de forma definitiva contribuye la modélica utilización de una fragmentada voz en off en la voz de los tres protagonistas. Malick convierte por momentos en espectros al descubridor  inglés y a la indígena, enlazándolos notablemente con los personajes de sus trabajos más conseguidos, sobre todo el que continúa siendo su incontestable obra maestra, Días del cielo (Days of heaven, 1978). Esta rara sensibilidad y la aparentemente compleja estructura, convierten de manera indiscutible El nuevo mundo en uno de los trabajos más arriesgados, hipnóticos y libres del reciente cine estadounidense. Ahora bien, por momentos, la voz del poeta puede resultarnos demasiado adocenada, los elementos líricos un tanto forzados y la forma fílmica tal vez un tanto caprichosa. La película parece atrapada en su propia condición de autoimpuesta obra maestra. La sobreabundancia de ínfulas de todo tipo conduce inevitablemente  la narración a una tierra de nadie, quedándose en un espectáculo visual tan hermoso como vacío. Gravita a lo largo del metraje cierta pedantería un tanto irritante, que en ciertos momentos está a punto de arruinar la homogeneidad del conjunto. Afortunadamente,  el cineasta consigue dosificarla, e inclusive amansarla, hasta el punto de que  en las secuencias más conseguidas la hace desaparecer completamente. En esta realización abunda una intención artística prefabricada en detrimento de una, digamos, sinceridad moral fílmica. Las bellas tomas de la selva, los movimientos de los actores o la utilización de la banda sonora de James Horner (además de las piezas de, entre otros, Mozart o Wagner), componen una sinfonía cinematográfica a la que quizá le falta la alucinación de ciertos trabajos de Werner Herzog o Ruy Guerra para ser tan valiosa como pretende.

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Pese a tratarse de una realización muy sobrevalorada, sus virtudes y hallazgos son innegables y la rara simbiosis entre poesía y megalomanía la convierten en una de las películas más atípicas y sugestivas de principios de siglo. Como sucede con el propio Terrence Malick, finalmente todo el film es una gran contradicción, pero sobre todo una auténtica incógnita. Tal vez, con su nuevo trabajo, el inminente The tree of life (2010), que protagonizan Brad Pitt y Sean Penn, nos acerquemos un poco más a la respuesta.