Even Hitler had a Girlfriend

En Cine Invisible nos dedicaremos, mes a mes, a recomendar películas de las que probablemente no hayas oído hablar en tu vida. Obras malditas y casi desconocidas a las que los años ni siquiera han concedido el privilegio de acceder a la categoría de cine de culto. Así que si buscabas más de lo mismo, pincha otro link; aquí no hablaremos de The Rocky Horror Picture Show (Jim Sharman, 1975), ni de Mal gusto (Bad Taste, Peter Jackson, 1987), ni de Posesión infernal (The Evil Dead, 1981, Sam Raimi), ni de otros títulos que ya han tenido, en otro tiempo y en otros lugares, su merecido reconocimiento. Tampoco entraremos en áridas polémicas en torno a la libertad del bajo presupuesto frente al cine de los grandes estudios, ni echaremos mano del estructuralismo ni de las teorías de Baudrillard para explicar por qué nos gusta tal tiroteo o cual escena de despelote. De eso más bien poquitas ganas tenemos. No, nosotros nos deslizaremos un poco más abajo, rebuscaremos un poco más profundo, a ver qué ocurre. Nos nos importa ensuciarnos las manos; la gracia está precisamente en eso. Hablaremos de películas que no pueden encontrarse en las tiendas especializadas, ni siquiera, en muchos casos, descargarse por Internet. Jirones de celuloide oculto, realizado y mimado por artistas prácticamente anónimos. Kilos de cine de guerrilla a años luz de la perfección de forma y fondo, pero apto para los paladares más exigentes y kamikazes. En resumen: contaremos películas un poco raritas y brindaremos por el hecho de que alguien tuviera las santas agallas de llevarlas a cabo. Si esto es Pulp, Trash, Pop o Postpop, ya lo dirán los expertos. En cualquier caso, puede ser divertido.

Tenéis que conocer a Marcus Templeton. El pobre nunca tuvo una novia. ¿Cómo podría definirlo? Ah, sí. Más o menos. Como una especie de foca humana que da más pena que nada. Incluso más asco que pena. Su bigote negro recorre todos las noches los mismos callejones alejados de la civilización; cuando termina uno, empieza con el siguiente. Es un vigilante de seguridad atascado en la rutina más vacía y desesperada. A veces, cuando no puede más, reduce el paso, se aparta de su recorrido y se encierra en su coche para dormir unas horas. Al cerrar los ojos, sueña… Y sueña con una apabullante colección de mujeres hermosas, que son todas para él. Pero, desgraciadamente, cuando despierta, vuelve a estar solo. Y vuelve a dar más asco que pena.

De esto trata Even Hitler had a Girlfriend. Una de las mejores películas de exploitation jamás realizadas y desde luego una de las más enigmáticas, rugosas y desconcertantes filmadas en las últimas décadas del siglo pasado. Sería un perfecto manifiesto marginal si no fuera demasiado cruda o demasiado incómoda como para servir de bandera de cualquier causa. Si consigues dar con ella, todas las películas de losers te va a parecer comedias inocentonas.  Y lo más probable es que hasta tu propia vida te empiece a parecer bonita.

Esta oscura producción de 1992 (¿quién dijo que la serie Z murió con los ochenta? Está bien: yo mismo, algunas veces) arranca con el propio Marcus, interpretado por Andren Scott, hablando a cámara. Nos va a contar su historia: cómo perdió los ahorros de toda una vida en apenas dos semanas. Un centenar de fotografías de mujeres desnudas inundan la pantalla a toda velocidad. Y aparece un rótulo: el 99% de lo aquí contado es verdad. ¡Casi estoy por creérmelo!

Ya os digo que es necesario que conozcáis a Marcus Templeton. En la primera escena de la película lo vemos con unos prismáticos, espiando a una pareja que se da el lote. La pareja lo descubre. «Es repulsivo», dice ella, con cara de chica que va a vomitar. El hombre asiente y, acto seguido, corre a darle una paliza. Marcus se escapa por los pelos. Poco después lo vemos mirando fijamente una foto de Hitler, que se ríe en compañía de Eva Braun. Incluso Hitler tenía novia, parece pensar. Pero él no. Él ni siquiera puede acercarse a las mujeres.

Las siguientes escenas nos muestran sin cortapisas los frustrados intentos de Marcus por triunfar con el sexo opuesto y sentirse a gusto con su físico. Y también muchos momentos de su soledad; frente al televisor, viendo la teletienda o películas eróticas. En una de estas últimas, particularmente curiosa, una chica se enamora de un cerebro que conserva en un frasco.  Aparece durmiendo con él muy ligera de ropa, acariciándolo e incluso cenando a su vera. En otras de ellas, una imagen de su padre se cuela en pantalla y le pide a Marcus que deje de meneársela. Estas ocasionales e inquietantes notas de humor negro quizá pretendan aligerar el tono feísta y patético que preside el conjunto, pero, a mi juicio, lo único que consiguen es enrarecer más el ambiente.  Seguidamente, Marcus se compra una crema que asegura eliminar la grasa. Otra tanda de secuencias con Marcus aplicándose la crema (notése la desesperación, sí, pero también el influjo hiptónico) para quedarse exactamente igual. Este fracaso y un par de citas con triste final, que me ahorraré para no recrearme en la miseria del personaje, le llevan de cabeza al sexo de pago.

Es entonces cuando la película da un giro, aunque muy leve; la sucesión de escenas más o menos eróticas que Marcus ve en televisión deviene en sucesión de encuentros, igualmente desconsolados, con profesionales de alterne. No olvidemos que esto no deja de ser una especie de película erótica, por mucho que recuerde más a Last House on Dead Street (Watkins, 1977) que a Nueve semanas y media (Nine ½ Weeks. Lyne, 1986). El tono continúa siendo lánguido y gris, y el ritmo extremadamente pausado: vemos a Marcus negociar con las prostitutas, por teléfono o en persona, regatear el precio… Y poco después esconder una cámara en su habitación para filmar sus lastimosos coitos con la intención de reproducirlos a posteriori. Un momento clave tiene lugar cuando el protagonista descubre en un periódico la detención de Pee Wee Herman a manos de la policía mientras se masturbaba en un cine porno.  Tras leer la noticia, el gordo sostiene entre sus manos un muñeco de Pee Wee y rompe en un llanto de auténtica vergüenza ajena. «Nadie está a salvo. El sexo nos afecta, para mal, a todos», parece decirnos la película. Pocas veces el cine de sexploitation, por lo general celebratorio y ligero, ha mostrado con tal precisión el lado oscuro de la sexualidad en las sociedades modernas. La historia de Marcus Templeton se anticipa a Houllebecq en muchos aspectos, pero, gracias a esa meticulosidad expositiva, consigue plantear con incluso más claridad y contundencia sus amargas reflexiones. Y pocas veces, también, el cine de bajo presupuesto ha construido un retrato tan amargo, desgarrador en su palpable fisicidad, sobre la soledad del individuo incapaz de adaptarse al mundo.

La película no tiene un final feliz. Marcus no adelgaza, ni mucho menos descubre el amor. Cuando ya está casi arruinado, una prostituta descubre la cámara oculta, saca un arma y dispara contra él. Marcus se retuerce en el suelo, vomitando sangre. Su última voluntad es abalanzarse sobre la crema milagrosa de la teletienda para aplicársela, de nuevo, por su oronda panza mientras exhala su último suspiro. Esta ha sido la historia de Marcus Templeton y, por descontado, es de esas historias que no terminan con un beso.

Even Hitler had a Girlfriend debió funcionar moderadamente bien en los circuitos marginales, porque, tres años más tarde, tuvo una secuela con el mismo director y protagonista: The Hitler Tapes (1994). Este mismo año, mientras trabajaba en un Seven Eleven a medianoche, Andren Scott, o lo que es lo mismo el Marcus de la vida real, correría una suerte parecida al de su alter ego cuando un atracador demasiado nervioso abrió fuego contra él en plena noche. Cosas del arte que imita a la vida que imita a su vez al trash para que seamos nosotros quienes continuemos la historia. Porque, aunque nos creamos libres, todos somos Pee Wee y, en consecuencia, todos somos un poco Marcus Templeton.