Historias
Todavía recuerdo cuando decidí que amaba el cine. Recuerdo que fue viendo La loba (The Little Foxes; 1941) de William Wyler, un melodrama protagonizado por Bette Davis sobre los despiadados tejemanejes de una familia del Sur de Estados Unidos en torno a una herencia. Cuando vi aquella película, así sobre el papel, nada espectacular y lo que es más, de dudoso interés para un adolescente de diecisiete o dieciocho años como lo era yo por aquel entonces, comprendí cual era el asombroso valor que tenía el simple hecho de contar una historia. Es decir, lo importante, lo sublime y lo especial que tiene el arte del cine como un mecanismo de narración inherente a la propia naturaleza del hombre, que necesitar narrar y que le narren. Las historias nos enganchan, se apoderan de nosotros y nos transforman, eso es lo grandioso de contar —y de recibir— historias.
Conforme han ido pasando los años el cine ha ido mutando y con él los cineastas y el público. Las técnicas de narración, los efectos especiales, la sobre-información y la denominada sociedad de la imagen han hecho el resto. Cada vez resulta más extraño disfrutar de una simple historia, porque cada vez, resulta más extraño que sencillamente, nos cuenten una historia. Hoy día, nos atolondran a base de puñetazos visuales, nos zarandean a golpe de efectos especiales, nos embaucan a través de sospechosas técnicas de manipulación narrativa o sencillamente, nos sermonean. ¿Qué hay de eso de contar una historia?
Creo que Million Dollar Baby tiene mucho de narración elemental. Y por una razón igual de básica. Cuando uno termina de ver la película basada en un relato de F.X. Toole, no resulta demasiado complicado terminar concluyendo que en última instancia Million Dollar Baby no es más que un largometraje a favor de la eutanasia. Sin embargo, si nos detenemos un poco en la naturaleza de lo que hemos visto, en su idiosincrasia, en su alma, descubriremos que la eutanasia en Million Dollar Baby no pasa de ser un recurso dramático que cierra el largometraje de igual forma que el boxeo es el hilo conductor del relato. El asunto de fondo de Million Dollar Baby apunta en otra dirección, creo yo. Si nos atendemos a las cuidadas imágenes del film de Eastwood y lo que es más, procuramos acercarnos un poco más a los personajes que envuelven el largometraje, descubriremos que Frankie (Clint Eastwood), Eddie (Morgan Freeman) y Maggie (Hillary Swank) sólo son un grupo de personas que ha sido víctima de algo tan humano como son los sueños truncados. Sólo Maggie, por su juventud, tiene aún una segunda oportunidad para salir adelante y ser algo más que una sospechosa sombra grisácea como los son las vidas de Eddie y Frankie. Y en los sueños, todo lo valen.
Impresiones
A veces ocurre que cuando uno sale de ver una película, por su cabeza fluyen un torrente de ideas y de sensaciones nada concretas, poco específicas. En estos momentos, la mente humana es un torbellino de conceptos y de impresiones que no han terminado de tomar una forma concreta, exacta. Desde luego esto no ocurre con demasiada frecuencia y menos aún, en una película venida de Hollywood. Puede ocurrir que nos sintamos confusos, que el director haya querido jugar con nosotros y que nos haya dejado fuera de juego durante unos minutos, momento que se suele aprovechar para sentenciar un final imprevisible que suele terminar con nuestro estado de templanza y nos devuelve a la vida real sin tener del todo claro qué es exactamente lo que acabamos de ver. Yo a esto lo llamo confusión.
Cuando salí de ver Million Dollar Baby no sabía qué pensar. Estaba de nuevo en la calle, sólo, de camino a mi casa, con el corazón compungido y a la vez emocionado por el tremendo acto de amor, o mejor, de complicidad, de amistad, de lealtad del que había sido testigo. Fue entonces cuando me puse a recordar el resto de la película y fue así como me di cuenta de algo tan sencillo como elementar para hacer una buena película, la asombrosa fluidez del relato. Sin altibajos, sin zigzagueos, sin trampas, Eastwood no ofreció con Million Dollar Baby un relato desnudo, una de esas historias que como solía ocurrir en el cine clásico de Hollywood, el narrador era una figura al servicio de la historia y no al revés. Una historia como esta, de ilusiones y frustraciones, había sido filmada por Clint Eastwood alejado de los estereotipos de ese subgénero que podríamos denominar cine de esfuerzos —por poner un ejemplo palmario, Rudy (David Anspaugh; 1993)— y sin ni siquiera tener que meter la cámara dentro de la mismísima pelea de un cuadrilátero como hiciera Martin Scorsese en Toro salvaje (Raging Bull; Martin Scorsese, 1980). Esto es importante, porque mientras el sufrimiento que experimentaba Jake La Motta (Robert DeNiro) en el ring tenía mucho que ver con su sentimiento de pecado, culpa y expiación, los combates de Million Dollar Baby no son más que agradecidas transiciones hacia otro momento dramáticamente más intenso que en este sentido desembocarán en la decisiva escena en la que Maggie es dramáticamente noqueada.
Humildes
Con el tiempo creo haber aprendido que salvo Alfred Hitchcock, Orson Welles y dos o tres directores más, las obras maestras suelen hablar en voz baja. He llegado a la conclusión de que una de las virtudes de una gran película es, o debería ser, su humildad. Llegar a una sala de cine ante la atenta mirada de un público que ha pagado por ver lo que has hecho con la seguridad suprema de que has parido algo importante me parece un acto de desmedido egocentrismo. Se da con demasiada frecuencia el caso de directores con un potencial verdaderamente asombroso que de vez en cuando se suelen perder en sus propias ansias de sellar la historia del cine con su nombre (por dar un único, y ejemplar nombre, Lars von Trier). Sin embargo, de esto poco o nada hay en el cine de Clint Eastwood. Y no es de extrañar.
El director de Sin perdón (Unforgiven; Clint Eastwood, 1992) llegó a esto de dirigir películas casi forzado —y animado por su amigo Don Siegel- por sacar adelante una historia en la que él creía –Escalofrío en la noche (Play Misty for Me; Clint Eastwood, 1971)—. Tenga la impresión de que después, Eastwood sólo ha ido utilizando su rol de director como una forma más segura de sacar adelante proyectos personales, y en última instancias, productos de estimulación comercial para con su carrera —El principiante (The Rookie; Clint Eastwood, 1990), por ejemplo—, pero nunca para elevar su nombre la cisma de los autores. Clint Eastwood es un cineasta que como todos, estuvo preocupado por su carrera, pero creo que cuando Eastwood filmó una película como Sin perdón, esta cuestión inherentemente comercial dejó de ocupar sus pensamientos. En 1992, cuando se estrenó Sin perdón, Eastwood ya había hecho de todo y quiero creer que realmente al director de El jinete pálido (Pale Rider; Clint Eastwood, 1985) decidió no hacer grandes cosas a favor o en contra de su carrera, sino simple y llanamente contar una historia que le apetecía como le apetecía. Y de hecho, tenga la impresión de que esto ha sido así desde entonces.
Probablemente por esto, cuando Clint Eastwood coge una cámara y filma un peliculón como Gran Torino (Clint Eastwood; 2008), lo hace sin aspavientos, sin fuegos artificiales, sin efectismo. Él que puede desde luego, más de treinta películas a sus espaladas como director y casi 70 largometrajes protagonizados hacen mucho para que uno, al final de su carrera, vaya disfrutando de cierta —y merecida— seguridad.
Y seguramente, haya sido la edad, la experiencia y desde luego, su sensibilidad como cineasta, los que hayan terminado cocinando obras maestras como Million Dollar Baby. Con paso firme, con conocimiento de causa y también, con funcionalidad y efectividad, Clint Eastwood se merece con derecho propio pasar a la historia del cine como uno de los viejos herederos del cine clásico de Hollywood. Y de igual forma, Million Dollar Baby se merece soportar el paso de los años igualo de impecable que aún hoy, podemos disfrutarla. Con entereza, con dignidad como espectador, con pasión por el cine. Lo dicho, una obra maestra.
Gran ejercicio de sintesia narrativa de uno de los personajes mas influyentes